—Tú vas por allí más a menudo que yo —dijo sir Felix—, así que quizá sea mejor que se lo comentes tú.
—¿Que voy por dónde?
—A la junta.
—Pero tú, en cambio, te pasas el día en su casa. Conmigo sería cortés y educado porque soy un lord, pero, por la misma razón, pensará que soy un idiota.
—No veo por qué —dijo sir Felix.
—No le tengo miedo, si es que insinúas eso —continuó lord Nidderdale—. Es un viejo chanchullero y no dudo que nos arrancaría la piel a tiras a ti y a mí si creyera que con eso ganaría un chelín. Pero tengo suerte de que no pueda hacerlo, y en conjunto creo que le gusto bastante, porque siempre he sido honesto con él. Si fuera su elección, sabes que la chica sería mía mañana mismo.
—¿Y te la quedarías? —preguntó sir Felix. No dudaba de la aseveración de su amigo, pero no sabía qué replicar a eso.
—Pero es que ella no me quiere a mí, y lo cierto es que no estoy muy seguro de querer quedarme con ella… ¿Te imaginas tener que arrostrar con ella si el dinero desapareciera de repente?
Lord Nidderdale se alejó con discreción, dejando al barón profundamente sumido en la reflexión de cómo serían las cosas tal y como las había descrito su amigo. Qué espanto si él, sir Felix Carbury, se casaba con la chica y descubría que no había dinero.
El viernes siguiente, día de junta directiva, Nidderdale se dirigió a las oficinas del gran hombre en Abchurch y se las arregló para entrar en la sala al mismo tiempo que Melmotte. Este siempre era exquisito en su trato con lord Nidderdale, pero hasta entonces jamás había abordado ningún tema de negocios cuando hablaba con su supuesto yerno preferido. El lord dijo, mientras se dejaba caer sobre uno de los brazos del sillón de Melmotte:
—Quería preguntarle algo.
—Lo que usted desee, milord.
—¿No cree que Carbury y yo deberíamos tener derecho a vender algunas acciones?
—No. Si me lo pregunta, esa sería mi respuesta.
—¡Ah! Vaya, no lo sabía. ¿Y por qué no deberíamos vender acciones, igual que los demás?
—¿Acaso usted y sir Felix han invertido dinero en la empresa?
—Bueno, si vamos a eso, no, creo que no. ¿Cuánto ha invertido lord Alfred?
—Yo he comprado las acciones de lord Alfred —dijo Melmotte, haciendo hincapié en el sujeto de la frase—. Si decido adelantarle el dinero a lord Alfred Grendall, supongo que puedo hacerlo sin tener que pedir su consentimiento ni el de sir Felix Carbury.
—Por supuesto, por supuesto. No era mi intención preguntar qué hace usted con su dinero.
—Estoy seguro de que así es y, por lo tanto, no cabe hablar más de ello. Si espera un poco, lord Nidderdale, verá que todo terminará bien. Si tiene usted unos miles de libras y no sabe qué hacer con ellas, inviértalas en la empresa. Luego podrá vender las acciones, y con beneficios. De momento, se supone que si lo hace en un plazo de tiempo razonable, podrá optar a un puesto de director, y por eso se le han asignado acciones, pero no puede venderlas aún.
—Ah, claro —dijo lord Nidderdale, fingiendo entenderlo todo.
—Si las cosas van como espero entre usted y Marie, podrá optar a cualquier número de acciones que desee. Es decir, si su padre acepta un acuerdo razonable.
—Espero que sí, sin duda —dijo Nidderdale—. Gracias, quedo su seguro servidor, y yo se lo explicaré todo a Carbury.
Capítulo 23
«Sí, soy un barón»
Era comprensible la ansiedad que sentía lady Carbury porque su hijo informara lo antes posible al padre de Marie de la situación, e hiciera una petición de mano formal.
—Mi querido Felix —dijo, de pie frente a la cama del joven un poco antes del mediodía—, te ruego que no lo pospongas. No sabemos cuántos obstáculos nos esperan hasta que puedas probar el néctar que está esperando en la copa.
—Lo más importante es que el tipo esté de buen humor —dijo sir Felix en tono plañidero.
—Pero si esperas más, la muchacha se molestará.
—No te preocupes por eso, esperará lo que haga falta. Pero, ¿qué le digo a él si me pregunta por el dinero? Esa es la cuestión.
—No se me ocurriría decirte lo que debes hacer, Felix.
—Nidderdale, cuando tenía intención de pedir la mano de Marie, me dijo que habló de una cierta suma. O fue su padre, no lo sé. Pero iban a pagarle una montaña de dinero antes de la ceremonia, y todo se suspendió porque Nidderdale quería cobrar el dinero y quedárselo, pero Melmotte no estaba de acuerdo. Quería que se invirtiera en un fondo.
—¿A ti no te importaría eso?
—No, siempre y cuando me garantizasen un ingreso anual de unas siete u ocho mil libras. No lo haré por menos, madre. No valdría la pena.
—Pero si no tienes un centavo.
—Bueno, puedo cortarme el cuello y pegarme un tiro —dijo, utilizando un argumento que creía que tendría peso en el espíritu de su madre. Aunque si esta le conociera de veras, sabría que no había un hombre con menos probabilidades de quitarse la vida que su propio hijo.
—¡Felix! Es brutal que me hables así.
—Quizá, pero los negocios son así. Tú quieres que me case con esta chica por su dinero.
—Eres tú quien quiere casarse.
—Mira, mi posición es filosófica: quiero su dinero y cuando uno quiere dinero, tiene que decir cuánto, si mucho o poco, y de dónde obtenerlo.
—No creo que exista la menor duda, entonces.
—Si me casara con ella y resultara que no hay ningún dinero como compensación, entonces la posibilidad de cortarme el cuello tomaría mucho cuerpo. Si un hombre juega y pierde, quizá lo vuelva a intentar y gane; pero cuando va a por una heredera y se queda una esposa sin dinero, la cosa no es tan sencilla.
—Claro que el señor Melmotte pagará primero.
—Esa es la idea, y lo que debería hacer. Pero será muy difícil negarme a entrar en la iglesia si el dinero no está en nuestra cuenta. Y Melmotte es tan listo que es capaz de no decir cuándo o cómo pagará. Uno no lleva diez mil libras en el bolsillo así como así, ¿sabes? Así que déjame tranquilo y quizá si sales de mi habitación, me vista y vaya a ver a Melmotte.
Lady Carbury advertía peligro y le daba vueltas y más vueltas. Pero también veía la casa de Grosvenor, los gastos sin límite, las duquesas que iban de visita, cómo la sociedad en general había aceptado a los Melmotte y la fama mercantil del gran hombre. En el otro lado de la balanza, estaba su hijo, su título y sus bolsillos vacíos. La situación de sir Felix era desesperada de verdad. ¿No valía la pena arriesgarse un poco? La vergüenza que pasaba un hombre como lord Nidderdale siempre sería pasajera. Nunca estaría privado de sus propiedades, del marquesado ni del futuro dorado que lo esperaba, pero las perspectivas de sir Felix no eran tan halagüeñas. Todos los bienes de los que disfrutaba —su posición, su título y su bello rostro— eran lo único que heredaría jamás. ¡Estaba en el momento perfecto para arriesgarse! Hasta la decadencia de la riqueza que se desplegaba en Grosvenor sería mejor que la situación actual del barón. Y, además, aunque era posible que Melmotte se arruinara, no cabía duda de que por el momento nadaba en dinero; ¿no sería mejor aprovechar este instante para asegurarse un lugar cerca de la hija a la que entregaría una dote digna de una princesa? Lady Carbury volvió a hablar con su hijo al día siguiente,