—Felix solo piensa en su trabajo.
—Ah, no lo sabía.
—Pertenece a una de sus juntas directivas, señor Melmotte.
—¡Ah, así que ese es su trabajo! —exclamó el señor Melmotte, con una sonrisa lobuna.
Lady Carbury era bastante lista y estaba al tanto de lo que sucedía a su alrededor, pero no sabía demasiado de la City e ignoraba profundamente cuáles eran las funciones de los directores cuyos nombres de vez en cuando aparecían en los diarios.
—Se esfuerza mucho, pues, como le decía, le importa su trabajo sobremanera —prosiguió— y sabe que es un gran privilegio disfrutar de las ventajas de su guía y su consejo.
—No me molesta mucho, señora, y yo a él tampoco.
Después de eso, lady Carbury no dijo nada más acerca de la posición de su hijo en la City. Trató de tocar varios temas de conversación, pero el señor Melmotte no seguía su sutil danza. Tras un rato, lo abandonó, desesperada, y se entregó a las diatribas a favor del protestantismo impelidas por el párroco de Caversham, que estaba sentado a su otro lado y que se había entusiasmado al escuchar el nombre del padre Barham.
Frente a ella, casi en diagonal, estaban sir Felix y su amada.
—Se lo he dicho a mamá —había susurrado Marie mientras entraba con él en el salón. Ahora vivía con esa idea, común en todas las chicas enamoradas, de que podía contárselo todo a su amante.
—¿Y qué ha dicho? —preguntó Felix.
Marie tuvo que sentarse y arreglar su vestido antes de contestar, ante lo cual él añadió:
—Aunque me dijiste que no importaba mucho lo que opinara.
—Dijo más de lo que esperaba. Cree que papá te rechazará porque no eres lo bastante rico. ¡Espera! Habla de otra cosa o la gente se enterará.
No pudo decir más antes de que se les acercaran los demás invitados. Puesto que Felix no estaba muy ansioso por hablar de amor con el padre de la novia a menos de dos codos, cambió de tema sin la menor objeción.
—¿Has ido a montar?
—No, aquí casi no hay caballos, al menos no para los invitados. ¿Cómo volviste a tu casa? ¿Te pasó algo? ¿Tuviste alguna aventura?
—Ninguna —replicó Felix, pensando en Ruby Ruggles—. Monté hasta llegar a Carbury, tranquilamente. Mañana vuelvo a Londres.
—Nosotros regresamos el miércoles. No se te olvide venir a vernos antes de que pase mucho tiempo —dijo ella, bajando la voz.
—Por supuesto que lo haré. Supongo que será mejor que vaya antes de que tu padre se dirija a la City para trabajar. ¿Va cada día?
—Sí, sí, cada día. Siempre regresa hacia las siete. A veces está de buen humor cuando vuelve, aunque otras no. Lo mejor es pillarlo después de la cena, pero entonces suele estar muy ocupado. Casi siempre está Lord Alfred y luego viene más gente, y juegan a las cartas. Creo que sería mejor si lo vas a ver a su despacho.
—¿No te echarás atrás, Marie? —preguntó él.
—Claro que no. Ahora que lo he decidido, nada me hará cambiar de opinión. Creo que papá lo sabe. —Felix la miró cuando dijo esto y creyó leer en su expresión mucho más de lo que jamás había visto. Quizá fuera capaz de aceptar fugarse con él y, de ser así, como era hija única, seguro que la perdonarían. Pero si se fugaba y se casaba con ella para luego descubrir que no la perdonaban y que Melmotte no abría el cofre del tesoro ni le daba un chelín de su fortuna, ¿qué sería de Felix? Pensándolo bien, y considerando todos los gastos y molestias que la empresa conllevaba, Felix decidió que no valía la pena fugarse con Marie Melmotte.
Después de cenar apenas habló con la joven; la propia estancia, la misma en la que se habían reunido antes de la cena, no parecía apta para mantener una conversación agradable. De nuevo, nadie abría la boca y los minutos pasaban como pesados cañonazos, hasta que finalmente llegaron los carruajes para llevarse a los invitados a sus casas.
—Se han preocupado de que te sentaras a su lado durante la cena —dijo lady Carbury tan pronto como subieron al carruaje.
—Bueno, eso es algo natural: una joven dama y un caballero, supongo.
—Eso nunca tiene nada de natural, siempre hay alguien que lo ha organizado. No lo habrían hecho si no creyeran que al señor Melmotte le gustaría. Ay, Felix, ¡si lo lograses!
—Lo intentaré, madre, pero no dramatices.
—No, te prometo que no lo haré. No te extrañes si me ves tan ansiosa. Te has portado espléndidamente con ella durante la cena. Me has hecho tan feliz esta noche… ¡Que Dios te bendiga! —añadió, y se dirigió a su habitación, aún diciéndose—: Si esto sale bien, seré la madre más orgullosa de toda Inglaterra.
Capítulo 21
Todos los frecuentan
Cuando los Melmotte se fueron de Caversham, la casa quedó desolada. La tarea de entretenerlos había llegado a su fin y si el regreso a Londres estuviera fijado para una fecha cercana, las mujeres de la familia podrían estar tranquilas, pero como el jueves y el viernes llegaron y se fueron sin novedades, lady Pomona y Sophia Longestaffe empezaron a experimentar un pánico atroz. Georgiana también estaba impaciente, pero afirmaba con descaro que una traición como la que apuntaban madre e hija era del todo imposible. Su padre no se atrevería a proponerlo. Cada día, en tres o cuatro ocasiones, dejaban caer sutiles comentarios e indicaciones en presencia del señor Longestaffe. Pero este se negaba a fijar la fecha hasta que no llegara una carta en concreto y no quería oír hablar del tema.
—Supongo que, en cualquier caso, nos podemos ir el martes —dijo Georgiana el viernes por la noche.
—No sé porqué ibas a suponer nada parecido —replicó su padre.
La pobre lady Pomona, empujada por sus hijas, le rogó que fijara una fecha para su regreso a Londres. Pero no lo hizo con tanta audacia como su hija, ni tampoco estaba tan ansiosa por la respuesta de su marido. El domingo antes de ir a misa se produjo una gran discusión en el piso de arriba. El obispo de Elmham iba a pronunciar el sermón en la iglesia de Caversham y las tres damas se habían puesto sus mejores tocados. Estaban en la habitación de su madre, justo después de arreglarse. Se suponía que la carta en cuestión había llegado. Lo que sabían a ciencia cierta era que el señor Longestaffe había recibido una nota de su abogado, pero aún no había mencionado cuál era su contenido. A la hora del desayuno había guardado un ominoso silencio, y según Sophia, más desagradable que nunca. La cuestión había surgido a raíz de los sombreros.
—Llevadlos sin miedo, porque no creo que os los vean en Londres —dijo lady Pomona.
—No lo dirás en serio, mamá.
—Así es, querida. Tu padre tenía un aspecto muy serio cuando se guardó esos documentos en el bolsillo. Y lo conozco bien.
—No es posible. Lo prometió —dijo Sophia— y, a cambio, nosotras aguantamos a esa gente horrenda.
—Bueno, querida, si tu padre dice que no podemos volver, supongo que tenemos que creerle. La decisión es suya. Quiero decir que si pudiera, estoy segura de que no nos lo negaría.
—¡Pero, mamá! —exclamó Georgiana, escandalizada de que la traición se extendiera no solo al adversario natural, pues se había comprometido con un pacto que ahora violaba, sino también a su propia madre.
—Querida, ¿qué podemos hacer? —dijo lady Pomona.
—¡Hacer! —exclamó Georgiana—. Pues hacerle comprender que no puede aplastarnos así como así.