Sir Felix deseó estar en el Beargarden. En cierto modo sí que había ido por negocios, de un tipo muy particular. Pero Marie le había dicho que el domingo era el mejor día para hablar con su padre y también que era más probable que estuviera de buen humor ese día que cualquier otro. No obstante, sir Felix no podía describir la acogida del señor Melmotte como afable ni mucho menos.
—No era mi intención molestar, señor Melmotte.
—Me imagino que no. Solamente quería advertirle, por si se le ocurría hablar de la compañía de ferrocarril.
—No, por Dios.
—Su madre me dijo, cuando la vi en el campo, que esperaba que estuviera usted sacando provecho de su trabajo. Le dije que hasta donde yo sabía, no tenía usted tanto quehacer.
—Mi madre no entiende nada de cómo funciona esto —dijo sir Felix.
—No, ya lo supongo. Bueno, ¿qué puedo hacer por usted, ya que ha venido hasta aquí?
—Señor Melmotte, yo… Yo he venido.. He… En resumen, señor Melmotte: quiero pedirle la mano de su hija en matrimonio.
—¡Y un cuerno! Imposible.
—Así es, se lo aseguro. Y esperamos que nos dé su consentimiento.
—¿Marie sabe que está usted hablando conmigo, entonces?
—Sí, lo sabe.
—Y mi esposa, ¿también ella lo sabe?
—Yo nunca le he hablado de mis sentimientos. Quizá su hija se lo haya contado.
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