—Déjame en paz —dijo—. Yo me ocuparé de mis asuntos.
—¿Acaso no son también los míos?
—No, porque tú no tendrás que casarte con ella y aguantar a esa gente. Yo decidiré qué hago y no quiero que nadie se entrometa.
—¡Qué desagradecido eres!
—Te entiendo perfectamente. Soy un desagradecido cuando no hago lo que tú quieres. No eres de mucha ayuda, ¿sabes? Solo me arrojas a los leones y esperas que sobreviva.
—¿Cómo vas a ganarte la vida, entonces? ¿O tienes pensado ser siempre una carga para mí y para tu hermana? No me extraña, no tienes el menor sentido de la vergüenza. Tu primo Roger tiene toda la razón. Me iré de Londres de una vez por todas y te abandonaré para que te hundas en tu miseria y tus vicios.
—Así que eso dice Roger, ¿eh? Siempre pensé que era uno de esos tipos.
—Es el mejor amigo que tengo.
Cabe hacer una pausa y reflexionar sobre lo que hubiera dicho Roger de la afirmación de lady Carbury.
—Es un viejo malhumorado y tacaño que se mete donde no le llaman, y si vuelve a hacerlo, le diré muy claro lo que pienso de él. Demonios, madre, estas pequeñas conversaciones que mantenemos en mi habitación no me gustan una pizca. Por supuesto que es tu casa, pero ya que me permites tener una habitación propia, podrías dejarme disfrutar de ella.
Lady Carbury no podía explicarle, en el estado en el que ambos se encontraban, que nunca tenía oportunidad de hablar con él excepto en esos momentos. Si esperaba a que bajase a desayunar, se escabullía en cinco minutos y no volvía hasta las tantas de la madrugada. No le importaba, como a la madre pelícano, que sus vástagos le arrancaran hasta la sangre del pecho, pero sentía que se merecía algo a cambio de esa sangre, una compensación por sus sacrificios. En cambio, su hijo era capaz de chupar hasta que no quedara ni una gota y además molestarse por la preocupación que su madre exhibía acerca de su vida. Una y otra vez, lady Carbury recordaba las palabras de su primo y empezaba a pensar que Roger tenía razón. Sin embargo, sabía que llegado el momento, era incapaz de ser severa. Casi se odiaba a sí misma por la debilidad que su propio cariño de madre le infligía, pero no podía negar que era así. Si Felix caía, ella caería con él. A pesar de su crueldad, de su despreciable dureza, de su insolencia y maldad, de su ruin indiferencia hacia el futuro, su madre se aferraría a él para siempre. Todo lo que hacía y todo lo que aguantaba, ¿acaso no era por y para él?
Sir Felix había ido a la plaza Grosvenor desde su regreso de Carbury y había visitado a la señora Melmotte y a Marie, pero siempre las había visto juntas y no habían mencionado el tema del compromiso. La madre de Marie no le resultaba de la menor utilidad a Felix. Era tan amable como de costumbre, lo que no era mucho. Le había contado que la señorita Longestaffe vendría a pasar dos meses con ellos y que no le apetecía mucho porque la joven era un poco «fatigante». A lo cual Marie declaró:
—Yo creo que la dama me gustará mucho.
—¡Bah! —exclamó la señora Melmotte—. Pero si a ti no te gusta nunca nadie.
Marie miró a su pretendiente sonriendo, pero no dijo nada. Su madre exclamó:
—¡Sí, ya! Eso está muy bien, pero quiero decir que no tienes ningún amigo.
De esto, Felix dedujo que la señora Melmotte estaba informada de sus intenciones y que su desaprobación no era absoluta. El sábado había recibido una nota en su club, firmada por Marie, que decía: «Ven el domingo a las dos y media. Te verás con papá después de comer». La tenía en la mano cuando su madre se presentó en su habitación. Había decidido obedecer a su futura novia, pero no pensaba contarle nada de eso a su madre, porque había bebido demasiado y estaba malhumorado.
A eso de las tres del domingo llamó a la puerta de Grosvenor y pidió ver a las damas. Hasta el momento de llamar, e incluso un poco después, cuando el portero estaba abriendo la puerta, tenía pensado preguntar por el señor Melmotte. Pero en el último momento le faltó el valor, y el criado le acompañó hasta el salón. Allí se encontraban la señora Melmotte, Marie, Georgiana Longestaffe y lord Nidderdale. Marie le miró ansiosamente, pensado que ya se habría entrevistado con su padre. Felix se deslizó en una silla cercana a la señora Melmotte y se esforzó por parecer tranquilo. Lord Nidderdale siguió flirteando, pues eso hacía, con la señorita Longestaffe, mientras esta correspondía al flirteo en voz baja y con profunda indiferencia hacia su anfitriona o la joven dama de la casa.
—Sabemos por qué está aquí —dijo Georgiana.
—Vine para verla a usted.
—Estoy segura, lord Nidderdale, de que no tenía ni idea de que yo estaría aquí.
—Por Dios, por supuesto que sí. Vine a propósito. ¿No le parece interesante la institución del matrimonio?
—Es una institución a la que se pertenece de forma permanente.
—Claro, claro. Pensé en ello cuando era joven, como una alternativa a alistarme o a hacerme abogado, pero no pude con ello. En cambio, ese sí es un hombre feliz. Si me lo permite, seguiré visitando esta casa porque usted está aquí. No creo que le guste, por cierto. La casa, quiero decir.
—No, yo tampoco lo creo, lord Nidderdale.
Al cabo de un rato, Marie se las arregló para hablar en privado con su pretendiente durante unos segundos, cerca de las ventanas.
—Papá está en la biblioteca —apuntó—. Le dijo a lord Alfred cuando vino que ya no contaba con él. —Era evidente para sir Felix que todo apuntaba a que le allanaban el camino—. Ve tú y pídele a ese criado que te acompañe a la biblioteca.
—¿Vuelvo a bajar cuando termine?
—No, pero deja una nota para mí, fingiendo que es para la señora Didon.
Sir Felix sabía lo bastante del funcionamiento de la casa como para saber que la señora Didon era la criada de la señora Melmotte, comúnmente llamada Didon por todas las damas de la familia.
—O mándala por correo, si quieres, pero dirigida a ella. Eso será mejor. Ahora vete.
Sí que le parecía a sir Felix que la muchacha había mudado de comportamiento un poco repentinamente. Pero aun así se fue, estrechándole la mano a la señora Melmotte y haciendo una reverencia frente a su hija antes de salir.
En unos instantes se encontró en la estancia mencionada con el señor Melmotte. Llamarla biblioteca era un poco exagerado; el gran hombre solía pasar allí sus tardes de domingo, generalmente en compañía de lord Alfred Grendall. Quizá meditaba sobre sus millones o fijaba los precios del dinero y de los fondos de inversión de las bolsas de Nueva York, París o Londres. Pero en esta ocasión lo despertaron de un sueño que parecía disfrutar, cigarro entre los labios.
—¿Cómo se encuentra, sir Felix? Supongo que va en busca del salón de las damas.
—Acabo de volver de la salita, sí, pero pensé en pasar a verlo antes.
Inmediatamente, Melmotte pensó que el barón había venido para pedirle en persona su parte del botín de la empresa y decidió proyectar una expresión severa y hasta maleducada. Pensó que le iría mejor si se mostraba colérico ante cualquier posible sugerencia o interferencia en su rol como hombre de finanzas. Había escalado lo bastante como para embarcarse en esa conducta, y la experiencia dictaba que los hombres que están a medio hacer se doblan como juncos frente a una exhibición salvaje de superioridad, aunque sea supuesta. También era cierto que Melmotte gozaba de la gran ventaja de comprender el juego, mientras que sus colaboradores no entendían nada. Así pues, se servía de la timidez o de la ignorancia de sus colegas y cuando se requería algo más, especialmente en el caso de gente mayor, hacía un despliegue de su temperamento. Cuando no bastaba