Felix Carbury se desvió dos millas para pasar por el bosque de abedules que estaba a una media milla de la granja de Sheep’s Acre. En un giro estrecho se encontraba la verja que llevaba a la pradera, y sir Felix lo recordaba perfectamente. No era más que un camino de campo, casi siempre vacío, y en domingo estaría desierto. Se acercó a la verja a pie y se quedó esperando un rato, mirando hacia el bosque. No tardó mucho en aparecer una jovencita con un sombrero, que esperaba en la pradera al otro lado de la verja. Sin saber muy bien qué hacer con su caballo, Felix lo condujo trotando hacia el prado, lo desmontó y ató las riendas a un abedul. Luego se acercó a Ruby Ruggles y se sentaron los dos bajo un árbol.
—Qué descaro, llamarse amigo mío —dijo ella.
—¿Es que no lo soy?
—¡Menudo amigo! La última vez se suponía que volvería a Carbury en quince días, y eso fue… hace mucho.
—Pero te escribí, Ruby.
—Bah, ¿qué son las cartas? El cartero seguro que las ha leído y mi abuelo las ha debido de ver. No, no me gustan nada las cartas, no quiero que me escriba más.
—¿Crees que las ha visto?
—Si no es así, no será por lo bien que las disimuló. No sé por qué ha venido aquí ni tampoco por qué he venido a verlo. Es una locura.
—Porque te quiero, ¿por qué va a ser, eh, Ruby? Y tú has venido porque me quieres a mí. ¿No es eso, preciosa?
Y se echó cuan largo era a su lado y rodeó la cintura de Ruby con su brazo.
No es menester detallar todo cuanto hablaron e hicieron. Durante esa media hora, la felicidad de Ruby Ruggles fue completa. Tenía a su amante de Londres a su lado, y aunque Felix hablaba entre la broma y el desprecio, al fin y al cabo hablaba de amor y le prometía cosas y le decía que era guapa. Quizá no disfrutaba, porque la chica no le importaba nada, y simplemente la veía porque era lo que hacía un caballero que pasaba tiempo en el campo. Empezaba a pensar que el perfume que llevaba era demasiado fuerte, que las moscas eran molestas y que el suelo estaba duro. Antes de que pasara la media hora, ya tenía ganas de irse, mientras que Ruby se habría quedado allí para siempre, escuchándolo. Era la plasmación de las delicias de la vida que había leído varias veces en las novelas baratas que sacaba de la pequeña biblioteca ambulante de Bungay.
¿Qué venía después? No se había atrevido a pedirle que se casara con ella, ni siquiera lo había mencionado, y él no se había atrevido a pedirle a Ruby que fuera su amante. La chica poseía un valor animal, fuerza, fuego en la mirada, y Felix era lo bastante listo como para ser precavido. Al cabo de media hora, seguro que lamentaba haberla citado, pero al irse prometió que se verían de nuevo el martes por la mañana. Su abuelo estaría en el mercado de Harlestone y Ruby se citó con el joven en el huerto de la granja. Al prometerle que allí estaría, Felix decidió que no cumpliría su palabra. Volvería a escribir y la invitaría a ir a Londres; le mandaría dinero para el viaje.
«Supongo que me pedirá que sea su mujer», se dijo Ruby mientras avanzaba por el camino, alejándose de su propia casa para que, a la vuelta, nadie la relacionara con el joven, si es que alguien lo veía en la carretera. «No pienso ser otra cosa», añadió para sí. Luego dejó que su mente se distrajera examinando las diferencias entre John Crumb y sir Felix Carbury.
Capítulo 19
Ruby Ruggles escucha una historia de amor
—Creo que volveré mañana por la mañana —le dijo Felix a su madre ese domingo por la noche, después de cenar. En ese momento, Roger paseaba solo en el jardín y Hetta estaba en su habitación.
—¡Mañana! Felix, pero si estás invitado a cenar con los Longestaffe.
—Puedes decirles lo que te parezca mejor.
—Sería de lo más descortés. Los Longestaffe son la principal familia del condado y eres consciente de ello. Nadie sabe qué pasará. Si alguna vez vives en Carbury, sería una pena que os hubierais distanciado por una tontería.
—Te olvidas, madre, de que Dolly Longestaffe es uno de mis mejores amigos.
—Eso no justifica que les hagas un desplante a sus padres. Y tendrías que recordar para qué has venido aquí.
—¿Para qué he venido?
—Para ver a Marie Melmotte con más calma de lo que puedes verla en Londres.
—Eso ya está arreglado —dijo sir Felix, en tono indiferente.
—¡Arreglado!
—En cuanto a la chica. No puedo hablar con el padre aquí.
—¿Quieres decir, Felix, que Marie Melmotte te ha dicho que sí?
—Ya te lo dije.
—Mi querido Felix, ¡hijo mío!
En su alegría, la madre abrazó al hijo y le cubrió de besos. El primer paso ya estaba dado y coronado con éxito. Todos los demás jóvenes envidiarían a su hijo y las madres, a ella.
—No me habías dicho nada, ¡pero no importa! Soy tan feliz. ¿De verdad te quiere? No me extraña nada, cualquier chica te adoraría.
—Eso no lo sé, pero creo que no piensa dejarme tirado.
—Tiene que ser firme, eso seguro, y su padre cederá. Siempre lo hacen, si la chica se mantiene en sus trece. ¿Por qué iba a oponerse?
—No sé, no tiene por qué.
—Eres un caballero, tienes un título, vienes de una familia de categoría. Imagino que buscará un hombre así para su hija y no veo por qué no estaría satisfecho contigo. Con toda su riqueza, ¿qué son mil o dos mil libras al año? Y, además, te nombró director en una de sus juntas. Ay, Felix, es demasiado bueno para ser cierto.
—No sé si tengo muchas ganas de casarme, la verdad.
—Felix, por favor, no digas eso. ¿Por qué no te iba a gustar? La chica es muy dulce, todos la querremos mucho. No te vengas abajo ahora, te lo ruego. Podrás hacer lo que te venga en gana una vez solucionemos el tema del dinero. Irás de caza y tendrás una casa propia en Londres, en el barrio que más te guste. A estas alturas, ya sabes lo desagradable que es vivir con estrecheces.
—Sí, lo sé.
—En cuanto te cases, ya no tendrás problemas de ese tipo nunca más. Habrá dinero de sobra, para todo, durante toda tu vida. Será un éxito completo y total. No sé cómo decírtelo más claramente para que entiendas que lo has hecho todo de forma espléndida y que te quiero mucho.
Procedió a acariciarle la mejilla; casi no podía contener su alegría exultante, una mezcla de ansiedad y triunfo. Si después de todo su guapo hijo, que desde hacía varios meses llevaba una vida de crápula y le causaba graves problemas financieros, lograba emerger como un barón con más de veinte mil libras anuales de renta, ¡qué glorioso final a sus penurias! Tenía que saber —lo sabía— que su hijo era un ser egoísta y miserable, pero sentía tanta felicidad ante la perspectiva del esplendor que les esperaba que apartó de su mente la tristeza que su carácter vil le causaba. Si lograba hacerse con la mano de la chica y la fortuna del padre, ni ella ni su hermana ganarían nada directamente, excepto que al menos la carga de mantenerle ya no recaería sobre sus hombros. Pero su hijo sería magnífico frente al mundo, y la perspectiva de su fortuna y de su riqueza bastaba para empujarla al mismísimo paraíso de los sueños y la ilusión.
—Entonces, Felix, debes quedarte, es muy importante. No faltes a la velada con los Longestaffe mañana. Solo es un día más y si ahora huyes…
—¡Huir! Qué tontería.
—Si volvieras a Londres, quiero decir, sería un desaire para la chica, y pondría a Melmotte en tu contra, seguro. Debes mostrarte agradable con él, eso debes hacer.