—La población romana todavía era creyente —empezó Carbury— después de que los patricios aprendieran a considerar a sus dioses como simples instrumentos útiles.
—Los patricios romanos no abandonaron ostensiblemente su religión. La gente se aferró a ella creyendo que sus amos y dirigentes también lo hacían.
—Los pobres siempre han sido la sal de la tierra —dijo el cura.
—Eso es otra cuestión —replicó el obispo, volviéndose a su anfitrión e iniciando una conversación sobre la cría de cerdos que recientemente habían sido incluidos en las porquerizas del obispado. El padre Barham se volvió hacia el señor Hepworth y siguió con su argumento, o mejor dicho, empezó a hablar con él de este tema. Era un error suponer que los católicos eran todos pobres. Estaba la familia A, la B, la C y la D, y él se sabía todos sus nombres de memoria y estaba orgulloso de su fidelidad. Para él, los verdaderamente fieles eran la sal de la tierra, los que algún día, gracias a su fe, restaurarían la verdadera fe de Inglaterra. El obispo había dicho que no sabía a qué religión pertenecían muchos de sus vecinos, pero el padre Barham, aunque apenas llevaba doce meses en el condado, se sabía el nombre de casi todos los católicos de los alrededores.
—Su párroco es un hombre de celo —señaló el obispo a Roger Carbury después— y no dudo que, además, es una persona excelente, pero quizá un poco indiscreto.
—Me gusta porque hace lo mejor que puede según su juicio, sin la más mínima preocupación por su bienestar material.
—Eso está muy bien, y estoy dispuesto a respetarle por ello. Pero no sé si se puede hablar libremente en su presencia.
—Seguro que no repetirá nada inapropiado.
—Quizá no, pero siempre pensará que va a ganarme la partida.
Más tarde, cuando volvían a casa, la señora Yeld le dijo a su marido:
—No creo que sea adecuado. Por supuesto que no son prejuicios, pero los protestantes son una cosa y los católicos, otra.
—Lo mismo se podría decir de liberales y conservadores, pero no vas a impedir que tengan tratos entre sí.
—Querido, no es lo mismo. Al fin y al cabo, la religión es la religión.
—Debería serlo —dijo el obispo.
—No quiero llevarte la contraria, querido, pero no creo que quiera volver a coincidir con el señor Barham.
—A mí me pasa lo mismo —dijo el obispo—, pero si me cruzo con él, espero que mantengamos una conversación educada.
Capítulo 17
Marie Melmotte escucha una historia de amor
A la mañana siguiente llegó un telegrama de Felix. Llegaría a Beccles en el tren de la tarde y Roger, a petición de lady Carbury, mandó el carruaje a la estación a buscarlo. Así se hizo, pero Felix no se presentó. Aún debía llegar otro tren, con el cual se presentaría a la cena justo a tiempo, si la cena se retrasaba media hora. Lady Carbury, con una mirada tierna, casi sin decir palabra, suplicó a su primo que tuviera paciencia con su hijo. Roger frunció el ceño, como siempre hacía involuntariamente cuando algo no le gustaba, pero asintió. Habría que volver a enviar a alguien a la estación. Actualmente no abundaban los carruajes ni las calesas en Carbury. Roger poseía una pequeña calesa y un par de caballos que, cuando no se empleaban en la casa, se utilizaban en la granja. Cuando él viajaba en tren, optaba por caminar hasta la casa y dejaba su equipaje a cargo de un transporte barato que lo traía desde la estación. Pero hoy ya había mandado el carruaje una vez y ahora lo haría de nuevo, después de que lady Carbury dijera que así lo esperaba. Aunque sería con gran disgusto. La madre consideraba a su hijo sir Felix, el barón, con derecho a consideraciones especiales debido a su posición y su rango, y también por su intención de casarse con la heredera. Para Roger Carbury, sir Felix era un hombre dado al vicio y especialmente antipático que no merecía el más mínimo respeto. A pesar de eso, postergaron la hora de la cena y mandaron la calesa, que de nuevo regresó vacía. Lady Carbury, Henrietta y Roger pasaron la velada en un taciturno silencio.
A eso de las cuatro de la mañana, la casa se despertó a causa de la llegada del barón. Como no había logrado alcanzar ninguno de los trenes de la tarde, se las había arreglado para subirse en el tren del correo, y lo habían depositado en un pueblecito a cierta distancia de Carbury, hasta donde había llegado alquilando un carruaje. Roger bajó en bata para recibirlo, y lady Carbury también salió de su habitación. Sir Felix pensaba, evidentemente, que se había comportado de forma heroica. Roger tenía una opinión distinta y apenas habló.
—Ay, Felix, ¡estábamos tan preocupados! —dijo su madre.
—Yo también, más bien aterrorizado, al descubrir que tenía que recorrer más de quince millas campo a través con un par de viejos caballos que apenas pueden trotar.
—¿Por qué no viniste en el tren de la tarde?
—No pude escaparme. Un asunto del trabajo —mintió rápidamente Felix.
—¿Supongo que por una reunión de la junta? —apuntó Roger, frente a lo cual Felix guardó silencio. Roger sabía que no se había celebrado ninguna junta. El señor Melmotte estaba en el campo y sin él no había junta que valiera. Sir Felix no había trabajado; era puro descaro, indiferencia y una mentira como la copa de un pino. El joven al que Roger no quería dar la bienvenida en su casa, que había venido para llevar a cabo un ardid que le repugnaba y que acababa de despertarle a él y a sus criados a las cuatro de la mañana aún no se había disculpado. «¡Maldito jovenzuelo!», murmuró para sus adentros Roger. Luego, en voz alta, dijo:
—Mejor no hagamos esperar a tu madre en medio del rellano. Te acompaño a tu habitación.
—Está bien, está bien —dijo sir Felix—. Siento haberos molestado a todos. Me tomaré un brandy con soda antes de retirarme.
Esto volvió a ofender a Roger lo indecible.
—No creo que tengamos soda en la casa, y si hay, no tengo ni idea de dónde está. Puedo servirte un brandy si vienes conmigo.
Pronunció la palabra «brandy» como si implicara que se trataba de una bebida disipada y malvada. Roger estaba muy irritado. Tuvo que ir arriba, a buscar la llave del bar, para servir a ese insolente, ese descarado. Lo hizo, y el joven se bebió un vaso de brandy con agua sin darle la menor importancia a la actitud malhumorada de su anfitrión. Cuando se fue a la cama, comentó que el día siguiente quizá no apareciera hasta la hora de comer y expresó el deseo de desayunar en la cama. «Ha nacido para que lo cuelguen», murmuró Roger mientras se dirigía a su habitación, «y se lo merece».
Como a la mañana siguiente era domingo, todos fueron a la iglesia, excepto Felix. Lady Carbury siempre iba a misa cuando estaba en el campo y nunca cuando estaba en casa, en Londres. Era uno de los hábitos morales, como las cenas tempranas y los largos paseos, que encajaban con la vida de campo. Se imaginaba que si no iba, el obispo se enteraría de alguna manera y no estaría contento, y a lady Carbury le gustaba el obispo. En general, le gustaban todos los obispos, y era consciente de que el deber de una mujer era sacrificarse por la sociedad. En cuanto al motivo por el cual la gente iba a la iglesia, probablemente nunca se le había ocurrido pensar en ello. A la vuelta, se encontraron a sir Felix fumando un cigarro en el camino de gravilla, frente a uno de los ventanales del salón.
—Felix, si no te importa, llévate el cigarro un poco más lejos. Estás llenando la casa de humo de tabaco —dijo su primo.
—¡Por Dios, cuántos prejuicios! —exclamó el barón.
—Sea como sea, por favor haz lo que te pido.
Sir