Pero existía otra tradición, más antigua, que quizá respondía más satisfactoriamente al relato de la condesa traidora. Se trata de lo que Apiano de Alejandría, un historiador romano de origen griego, y Justino, autor de una Historiarum Philippicarum libri XLIV en la que recogía los pasajes más importantes de las Historiae Philippicae, obra principal de Pompeyo Trogo, describen en sus respectivos libros. La escena se desarrolla en el siglo II. a.C. en Siria y tiene como protagonistas al matrimonio formado por Demetrio II y Cleopatra. Las versiones de Apiano y Justino difieren en lo que respecta a Demetrio, que encuentra la muerte de modo distinto[71]. La personalidad de la condesa traidora la encarnaría Cleopatra Tea, que concita todo el protagonismo del episodio. Es ella quien mata a uno de sus hijos, Seleuco[72], y la que intenta envenenar al otro, Antíoco. Se describe a una Cleopatra llevada por unas ansias desmedidas de poder y ambición, capaz de traicionar a su marido y de matar a sus hijos. Por supuesto, se incluye en ambos relatos el célebre suceso del envenenamiento. Cuando Antíoco regresa de una campaña militar, Cleopatra le ofrece una copa envenenada que Antíoco, prevenido, rechaza, exhortando a su madre a beberla. Tras hacerlo, Cleopatra muere[73]. Vemos que esta estructura es análoga a la que encontramos en la leyenda de la condesa traidora, pues la acción incluye tanto al padre como a los hijos. Se ajusta mejor porque en la versión de Paulo Diácono, aunque es cierto que incorpora el envenenamiento, las acciones se circunscriben exclusivamente a los dos maridos de Rosamunda. Menéndez Pidal sugirió que esta tradición de raigambre clásica pudo haber sido ampliamente conocida en la Edad Media, porque Justino fue confundido a menudo con San Justino[74].
La leyenda de la condesa traidora ofrece, asimismo, otra perspectiva que nos permite profundizar en la situación de las mujeres en la Edad Media. Patricia E. Grieve ha señalado en este sentido que García Fernández y sus mujeres se intercambian los ámbitos a los que en principio estarían destinados. En el caso de García es claro, se trata del ámbito público, porque es el encargado de gobernar el condado de Castilla, mientras que, en cuanto a Argentina y Sancha, su labor se restringe a la esfera privada[75]. Esta situación, que en principio no presentaría problemas, va cambiando cuando García, impulsado por el gran interés de restaurar un honor dañado por el adulterio, abandona sus funciones políticas. Parte hacia Francia para vengar algo que pertenece, de acuerdo con Grieve, al ámbito privado. Al convertirse en el «private man» que define Grieve, García descuida el ámbito público, se vuelve más débil y, finalmente, termina pagando esa negligencia con su vida. Es cierto que García deja dos alcaldes de modo temporal al frente del condado y que ello podría implicar debilidad ante los ataques musulmanes, pero conviene tener en cuenta que García estaba obligado, como hemos dicho unas páginas atrás, a vengar el agravio y a hacerlo personalmente[76]. La traición de su mujer lo imposibilitaba ante sus súbditos y lo limitaba mucho en sus funciones públicas o incluso en la defensa del cristianismo.
Sancha, sin embargo, en tanto que «public woman», interfiere cada vez más en un espacio del que sería totalmente ajena. Las mujeres desempeñan en este tipo de relatos un papel central, en contraposición con el carácter secundario que en la Edad Media poseen[77]. De hecho, se trata de personajes que son fundamentales en términos de desarrollo de la trama; sin su presencia tan acusada sería imposible entender esta narración épica. En este sentido Vera C. Lingl destacó que la presencia en la épica española de esta tipología de mujer, con caracteres tan dominantes, demostraría que el género no se podría definir como misógino. Según Lingl, Sancha tendría todo el control de la situación y García Fernández solo sería necesario para ejecutar el asesinato, ya que esto, como hemos dicho antes, lo haría lícito[78]. Esto lleva a Lingl a concluir que «its female characters deserve to be studied as much as their male counterparts»[79].
Por último, nos centraremos brevemente en comentar dos rasgos esenciales que rodean toda esta narración y que frecuentemente tienden a entremezclarse: la lujuria y el adulterio. El hecho de que las mujeres dominen la acción de los poemas que se insertan en las tradiciones épicas medievales, o de que el erotismo desempeñe un papel elemental en las mismas, es atípico si exceptuamos, como podemos imaginar a la luz de lo visto hasta ahora, y como ha señalado Deyermond, la épica española[80]. La sexualidad tiene una impronta muy acentuada en el transcurso del relato, sobre todo a partir de la versión contenida en la Estoria, donde este componente se agudiza claramente. Detalla, entre otros, el encuentro inmediato que se produce entre García Fernández y Sancha antes de que el primero matase a la adúltera y al amante: «Mando pensar del et meterle en so cámara y aquella misma noche albergaron amos a dos de so uno et reçibieronse por marido et por muger»[81]. No debemos pensar que la proliferación de escenas sexuales se limita a esta, ya que es frecuente en todo el ciclo de los condes de Castilla.
La condesa es, por definición, lujuriosa y adúltera. A lo largo de la historia española se cuentan numerosos episodios en los que las conductas lujuriosas son el preludio a auténticos desastres. Podemos llamar la atención de nuevo sobre la «pérdida de España», época dominada por un ambiente de vicio y decadencia. Lo que sucede es que en la mayoría de ocasiones la lujuria atañe a los hombres, generalmente monarcas o nobles y no, como sucede en esta ocasión, a mujeres. La lujuria es un deseo excesivo de placer sexual que, si se satisface estando casada, se convierte en adulterio. Pero, ¿qué implicaciones conllevan la lujuria y el adulterio? En primer lugar, hay que decir que nos movemos en un periodo en el que existe una auténtica aversión al sexo. Esta se convierte, en efecto, en una característica central del pensamiento cristiano en el siglo X. Incluso el sexo marital se concibe como una especie de concesión, es decir, Dios permite a las personas casadas tener sexo, pero con fines exclusivamente reproductores, nunca por placer.
La mujer tenía reservada su presencia a las instituciones de parentesco. Reyna Pastor ha analizado que el hecho diferencial que caracterizaba a las mujeres era el de la conyugalidad, porque otorgaba a la mujer ese estatus que la transformaba «en la reproductora, la que engendra y cría un hijo, en la que, por ello, trasmite la herencia»[82]. La continencia periódica fue un tema que los monjes y los clérigos trataron de imponer a los esposos y que se observa especialmente bien entre los siglos VI-XI, donde se multiplicaron los tiempos de continencia obligatoria[83]. Parece claro que la imposición de reglas como esta representaba un factor de ordenación moral y de la propia vida conyugal en el contexto de