1) La interpretación personal que Pi y Margall hace del pensamiento proudhoniano, asumiendo –según él– gran parte de sus presupuestos teóricos iniciales, va a llevar a una situación de monopolio hermenéutico tal que será difícil hablar de Proudhon sin pasar antes por Pi y Margall[9], lo que se hará las más de las veces asumiendo, con sus aciertos y sus errores, las conclusiones sentadas por el propio Pi y Margall sobre la obra de Proudhon[10]. De tal suerte que, llegado un momento, ambos pensamientos, el proudhoniano y el pimargalliano, acabarán confundiéndose, hasta tal punto que durante el Sexenio Revolucionario no se dudará, incluso, en combatir las ideas federalistas que el republicanismo federal liderado por Pi y Margall deseaba ver salir triunfantes de la Gloriosa Revolución de 1868, atacando directamente al que se suponía era su líder espiritual («el sistema expuesto por el Sr. Pi y Margall no es más que el fiel trasunto de las doctrinas y el sistema de Proudhon», dirá el diputado Romero Girón)[11], lo que llevará a Pi y Margall a tener que explicarse al respecto durante el debate en Cortes Constituyentes de mayo de 1869:
El Señor Romero Girón, por otra parte, ha tenido una particular maña para combatir mis ideas: suponiéndome discípulo de Proudhon, ha ido a atacar a Proudhon para combatirme a mí; ésta es una manera rarísima de combatir a un orador. Yo no niego que Proudhon es uno de los hombres que más he estudiado; pero el señor Romero Girón sabe la independencia de mi carácter, y sabe que yo nunca me he sometido a los errores de Proudhon, ni a los errores de persona alguna desde el momento en que los he reconocido […][12].
La imagen que, en definitiva, va a quedar y transmitirse con posterioridad del federalismo pimargalliano en particular y del español en general, tanto desde la tribuna política[13] como desde la cátedra de historia[14], será la de un federalismo calcado del pacto federativo proudhoniano. En consecuencia, el federalismo de Pi y Margall será visto como una copia o, en el mejor de los casos (matices introducidos luego por la historiografía española ya en el siglo XX), como una adaptación del federalismo abstracto de Proudhon a la realidad española del momento[15]. Pero de este modo, también, el federalismo de Proudhon quedará en nuestro país reducido al federalismo profesado por Pi y Margall. El Proudhon que conoce, pues, la España decimonónica, y a posteriori nuestro siglo XX, es el Proudhon personal de Pi y Margall. Naturalmente, esto no sería para nada problemático si el federalismo de uno y de otro fueran verdaderamente iguales o cuando menos muy parecidos. El problema es que no lo son[16].
2) Al confundirse ambas teorías federales, como si uno y otro partieran de las mismas premisas y dijeran en el fondo lo mismo, se acabará obviando la naturaleza profunda del pacto federativo proudhoniano –pacto federal entre grupos naturales (cantones o regiones), que le llevará a una posición de tipo confederalista, o federalismo plurinacional–, quedando en adelante asociado al federalismo pactista individualista expuesto y asumido por el primer Pi y Margall (federalismo nacional o descentralización) y, en consecuencia, será entendido unánimemente en España como un federalismo individualista o abstracto, al más puro estilo del contractualismo rousseauniano[17]. Si tenemos en cuenta que, según este razonamiento, el federalismo de Pi y Margall sería, como ya se ha dicho, una copia mejorada del federalismo proudhoniano, no resulta difícil entender que los estudiosos del federalismo español se hayan centrado exclusivamente en el estudio del federalismo pimargalliano, del cual, en apoyo de las tesis del propio Pi y Margall, se deducía el proudhoniano.
El segundo de los factores al que tenemos que aludir, de no menor importancia que el anterior, y con el que está en el fondo íntimamente relacionado, es el deficiente estado en que se han encontrado desde el siglo XIX los estudios sobre el federalismo, al entenderse generalmente la Federación o el Estado federal como un modelo derivado del Estado unitario y que en cualquier caso debía adaptarse –y así lo ha hecho, como nos lo demuestra el derecho positivo federal– a sus características básicas, esto es, soberanía y nación una e indivisible, unidad orgánica del pueblo y del Estado, subordinación de los entes federados a la federación, etc.[18]. A ello se refiere Olivier Beaud cuando habla en su reciente Théorie de la Fédération de la exagerada tendencia al empirismo que ha dominado la doctrina iuspublicista en materia de federalismo desde el primer tercio del siglo XX, lo que el autor califica como una práctica sin teoría[19]. Lleva razón en esto Olivier Beaud, aunque quizá sea necesario matizar diciendo, con Ferrán Requejo, Ramón Máiz o Miquel Caminal[20], que lo que yace en el fondo de esta teoría del federalismo no es una práctica federal sin teoría, o una práctica hecha teoría, sino más bien una práctica federal inspirada por una teoría monista de la nación, lo que en definitiva, por la flagrante oposición que hoy todos concuerdan en ver entre la idea federal y la de nación, viene a ser lo mismo y hace buena la expresión de Beaud, tal como la sobrentiende: una práctica federal sin teoría… federal[21].
Resumiendo más de lo que debiéramos, al entenderse sistemáticamente el federalismo como una idea no contradictoria (como ocurre en el caso de Pi y Margall[22]) con el modelo de Estado-nación liberal que triunfa a finales del siglo XVIII, sin romper, eso sí, con la teoría bodiniana de la unidad de la soberanía estatal, que dominará sin discusión la doctrina iuspublicista hasta la fecha, no podía entenderse, o quizá habría que decir que no podía aceptarse el federalismo de un Proudhon, toda vez que éste sí rompía, como veremos, tanto con Bodin (fragmentación del soberano) como con el contractualismo individualista y el estatalismo nacionalista (base teórica, el primero, del segundo en nuestro liberalismo político) que las Revoluciones francesa y americana de finales del siglo XVIII impondrían. De este modo, el federalismo plurinacional en el que cabría encuadrar al federalismo proudhoniano –con otros federalistas como Altusio, Calhoun o el primer Valenti Almirall, ya en el siglo xx con el personalismo francés (Alexandre Marc, Denis de Rougemont) o las más recientes tesis comunitaristas o multiculturalistas de un Charles Taylor o Will Kymlicka– ha llegado a ser percibido por la doctrina como un modelo contrario u opuesto a la democracia, en la medida en que ponía en entredicho las bases teóricas del Estado-nación (soberanía y nación indivisibles), que es en donde, en definitiva, nace la democracia y se consolida luego el Estado de derecho. Difícil pues, en efecto, entender la democracia de otro modo que no sea el nacional acuñado por nuestro liberalismo normativo. Pero es precisamente en este punto (no en vano señalaba C. Friedrich el vínculo entre federalismo, democracia y Estado de derecho[23]) en el que la recuperación de la filosofía federal puede permitirnos reinterpretar y recuperar para la democracia el sentido profundo de ideas (la sociedad de sociedades de Montesquieu, la libertad de B. Constant, el compact de los founding fathers, etc.) que, vistas bajo el prisma monista y por ende reductor de la teoría del Estado y de la nación, han perdido la fuerza y el atractivo que algún día tuvieron. Peor aún, por sorprendente que parezca, se han acabado convirtiendo en ideas sospechosas. Esfuerzo, pues, de recuperación de una teoría normativa