Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matthias Bauer
Издательство: Bookwire
Серия: Morbus Dei (Español)
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9783709937129
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tan vigilados. – Hans también lo había entendido.

      – Pasarán por el puerto de montaña de Semmering y se dirigirán al sur por el camino de Santiago. Allí estarán a salvo de patrullas y avanzarán más deprisa. Allí encontraré a Elisabeth—. Se volvió hacia el conde para estrecharle la mano—. Gracias por tu ayuda, Samuel.

      El conde ignoró el gesto de Johann y le dio un abrazo.

      – Soy yo el que te está agradecido. Me encantaría acompañarte, pero mi camino con Victoria Annabelle va hacia otro lado.

      Johann asintió con la cabeza y se deshizo del abrazo. La hija del conde lo miró con timidez y él le guiñó un ojo. Una sonrisa fugaz se deslizó por el semblante de la niña, que entró rápidamente en la cabaña.

      – Nosotros iremos al lugar donde vosotros queríais ir al principio – prosiguió el conde—. Si tu búsqueda finaliza con éxito, me alegraría mucho que volviéramos a vernos en Transilvania. Pienso establecerme allí y recibiré con los brazos abiertos a cualquiera que sea abierto de mente y tenga un corazón libre. De todos modos, me gustaría que te acompañara mi estimado Markus Fischart. Él cuidará que conserves la cabeza hasta que regreses.

      Markus se levantó e hizo un saludo militar un tanto desmañado.

      Johann sonrió, y se volvió hacia el prusiano y los demás.

      – Amigos, vosotros no estáis obligados a acompañarme. Podéis…

      De repente, se le cortó la respiración, el prusiano le había dado un puñetazo en el pecho. Johann vio la mirada de pillo de su amigo antes de caer de rodillas como un saco.

      El prusiano se examinó con satisfacción el puño.

      – Vaya, creo que he recuperado la fuerza. – Bajó la mirada hacia Johann—. ¿Tú también?

      Johann asintió resollando.

      – Muy bien – prosiguió el prusiano—. Creo que ya he descansado bastante. ¿Tú también?

      Johann consiguió reanimarse.

      – Bastaba con que dijeras que venías conmigo.

      Hans y Karl carraspearon casi al unísono.

      – Que «veníais» conmigo, quería decir, por supuesto. Os lo agradezco – dijo Johann, se levantó y respiró hondo.

      Hans y Karl le dieron unas palmaditas en la espalda. Los hombres volvieron a la cabaña.

      Aunque se alegraba como un niño de que sus compañeros lo acompañaran, Johann sabía que la misión era peligrosa y las probabilidades de que todos regresaran con vida eran muy escasas.

      Sin embargo, podían conseguirlo, puesto que contaba con compañeros leales, conocía el objetivo y estaba decidido a enviar al infierno a Gamelin y a sus mercenarios.

      Elisabeth, voy en tu busca.

      Una hora más tarde salían de la localidad de Deutsch-Altenburg.

      VII

      Unos nubarrones negros se cernían sobre la vieja ciudad imperial mientras derribaban las últimas barricadas y refugios del distrito en cuarentena. Era imposible reprimir la sospecha de que las autoridades querían eliminar cuanto antes cualquier vestigio de la enfermedad, con la esperanza de que de ese modo también se borraría el recuerdo de la deportación de los infectados.

      El día después de la evacuación, las calles principales y las callejuelas volvieron a llenarse de ciudadanos y comerciantes que se ocupaban de sus quehaceres como si en las últimas semanas no hubiera ocurrido nada grave.

      Delante de la puerta principal de la catedral de San Esteban esperaban dos docenas de corceles, guarnecidos con mantillas de seda negra que les cubrían el cuerpo desde la cabeza hasta las pezuñas. El águila imperial ornaba los mantos por ambos lados, así como los estandartes que enarbolaban los sirvientes.

      Alrededor se apiñaban grupos de curiosos que querían echar un vistazo en el interior del templo, donde en aquellos momentos se celebraba la solemne misa de difuntos por el general Ferdinand Philipp von Pranckh.

      El aire de la catedral estaba cargado de humo. El olor dulzón del incienso impregnaba el aire y las notas graves del órgano, situado encima del baldaquino de la familia Füchsel, hacían temblar las velas de los candelabros.

      Casi todos los bancos de la nave principal del templo gótico estaban ocupados por altos dignatarios y ciudadanos influyentes. Delante del altar se encontraba el cuerpo embalsamado de Von Pranckh, que yacía en un ataúd de estaño ricamente ornado. La arandela que le rodeaba el cuello indicaba que le habían separado la cabeza del cuerpo.

      El obispo Harrach estaba junto al ataúd, con las manos juntas y la cabeza agachada. Las notas de un réquiem llenaban la catedral y obligaban a los devotos a pensar con temor en lo inevitable.

      Memento mori.

      Recuerda que morirás.

      El alcalde Tepser también agachaba la cabeza en un gesto de humildad y tenía los ojos cerrados. No faltaba mucho para que aquel nefasto capítulo de su mandato pasara a la historia y, con ello, al olvido.

      No faltaba mucho.

      El coro cantó la última estrofa de Dies Irae.

      Lacrimosa dies illa,

      Qua resurget ex favilla

      Iudicandus homo reus…[1]

      En aquel momento se abrió la pesada puerta con herrajes del magnífico portal principal. El coro y el órgano enmudecieron como si acabaran de recibir la orden de silencio. Veinte hombres vestidos de negro avanzaron por la nave central hasta llegar al altar, sin mostrar la menor consideración por la liturgia.

      Un murmullo se extendió entre los presentes, nadie sabía qué significaba aquello ni quiénes eran esos hombres. El que iba en cabeza se detuvo teatralmente delante del ataúd y el obispo Harrach retrocedió unos pasos.

      El alcalde Tepser lo observó. Era un hombre corpulento, con el pelo y la barba muy cortos, y una mirada penetrante y gélida que no revelaba emoción alguna. No lo había visto nunca, pero su aspecto y su conducta no prometían nada bueno.

      El hombre levantó las manos y el murmullo enmudeció al instante. Luego cerró la tapa del ataúd con un estruendoso golpe.

      –¡Estáis honrando a un traidor! – Sus palabras retumbaron en la catedral y fueron como una bofetada para todos los presentes.

      Tepser se levantó de inmediato.

      –¿Con qué derecho os atrevéis a interrumpir la ceremonia?

      El hombre miró fijamente al alcalde, luego sacó una bula de debajo de la capa y la desenrolló.

      – Soy Antonio Maria Sovino, visitador apostólico de su Santidad el Papa Clemente XI, capitán de la Guardia Negra. ¡Y cumpliréis mis órdenes!

      Un nuevo murmullo se extendió por los bancos de la iglesia, los clérigos bajaron la cabeza.

      Tepser notó que lo invadía una furia desmedida. En aquellos instantes, le daba lo mismo si Von Pranckh era el Redentor o el demonio en persona. Como se decía popularmente en Viena para referirse a los sepelios fastuosos, con muchísimos invitados y posterior convite, era un «bonito cadáver». Por lo tanto, ¿a quién le importaba lo que aquel hombre hubiera hecho en vida? Para unos sería un gran estratega y para otros un asesino… Todo dependía de la fama póstuma. Y eso era lo que Tepser pretendía con aquel funeral. Un héroe vienés muerto: lo demás vendría por sí solo.

      Sin embargo, el visitador estaba a punto de destruirlo todo. Y, por si eso fuera poco, osaba poner en entredicho la autoridad de Tepser delante de todo el mundo.

      El alcalde le dirigió una mirada cargada de ira a Sovino.

      –¡Reuníos conmigo dentro de una hora! – masculló—. ¡El funeral se suspende hasta nuevo aviso!

      Sovino asintió


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Lleno de lágrimas será aquel día

En que resurgirá de sus cenizas

El hombre culpable para ser juzgado […]