Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matthias Bauer
Издательство: Bookwire
Серия: Morbus Dei (Español)
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9783709937129
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de la ciudad a unos cuantos enfermos, probablemente supervivientes del distrito en cuarentena?

      –¿Pero qué demonios piensa hacer ese francés con unos cuantos enfermos?

      Sovino suspiró como si tuviera que explicarle otra vez a un niño poco espabilado por qué uno y uno son dos.

      – Se os informó de que una parte del ejército francés avanzaba hacia Turín, ¿no es cierto?

      Tepser asintió en silencio.

      – Y, por pocos conocimientos de estrategia que se tengan, cualquiera sabe que la mejor manera de romper las defensas es hacerlo desde dentro.

      Tepser no mostró ninguna emoción, a pesar de que la burla de Sovino lo hizo sentir como un barril de pólvora a punto de estallar.

      – Basta con meter a los enfermos en la ciudad sitiada y esperar a que la epidemia devore a los que la defienden. Vos sabéis muy bien que en vuestra ciudad actuó muy deprisa.

      Tepser se quedó boquiabierto. ¿Cómo se había enterado aquel siervo de la Iglesia de los sucesos que, unos días antes, habían tenido un desenlace fatal?

      Una sonrisa socarrona se dibujó en el semblante de Sovino:

      – Podéis evitar que los hechos se registren por escrito, pero eso no significa que la gente no hable ni que yo no me entere, evidentemente. Igual que de la suerte que ha corrido mi sobrino.

      – Basilius Sovino – murmuró Tepser, y recordó al joven novicio que seguía al dominico Bernardus Wehrden a todas partes en silencio—. Mi más sentido pésame. Si os sirve de consuelo, debéis saber que no sufrió mucho…

      Sovino lo mandó callar con un gesto de la mano.

      – Ahorradme vuestras condolencias retóricas sobre la muerte rápida y el alivio que supone. Soy un hombre de la Iglesia y sé perfectamente que eso no es cierto, nadie muere en un instante. La muerte sólo es el principio del verdadero sufrimiento.

      – Pero vuestro sobrino era…

      – Ni una palabra más sobre mi sobrino – lo interrumpió de nuevo Sovino—. Era el hijo licencioso de mi hermana licenciosa y de su aún más licencioso esposo. Siempre me dio la impresión de que era una rata. Y seguro que murió como tal. De manera licenciosa y cobarde.

      Sovino sonrió complacido, pero enseguida volvió a ponerse serio y miró a Tepser a los ojos.

      – Creo que queríais contarme algo sobre el barrio en cuarenta que nunca ha existido.

      El alcalde era un apasionado jugador de ajedrez y sabía cuándo llegaba el momento de atacar. Y aún no había llegado ese momento, antes tenía que sacrificar alguna pieza.

      – Decidme en qué puedo ayudaros.

      – El francés no me importa – aclaró Sovino—. Lo que quiero es acabar con la enfermedad, puesto que no cabe duda de que es obra del demonio. Quiero que ordenéis a vuestro mejor hombre que dirija un pelotón de asalto contra el francés y que liberen de su sufrimiento a esas almas enfermas. Ya sabéis a qué me refiero.

      Tepser asintió.

      – Bien – prosiguió Sovino con frialdad—. No me gustaría verme en la obligación de seguir investigando cómo es posible que vos y las demás autoridades de Viena colaborarais tan estrechamente con Von Pranckh sin sospechar nada de sus intrigas.

      Tepser palideció. Sovino esbozó una sonrisa sardónica, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

      – Informadme cuando pueda dar instrucciones a vuestro hombre.

      X

      El teniente Wolff estrechó a su amante, le dio una calada a la pipa y exhaló el humo formando anillos. «No hay nada mejor en este mundo que notar el calor de una mujer en la cama», pensó con placer.

      «Salvo notar el calor de dos mujeres», sonrió para sus adentros y atrajo hacia él a su segunda amante, que se acurrucó adormecida sobre su pecho.

      El aire estaba cargado de humo y de olor a vino tinto y a sudor. Las dos únicas velas que iluminaban la estancia proyectaban suficiente luz para intuir el brocado rojo que cubría las paredes.

      «No me importaría morir ahora mismo», pensó Wolff. Justo en ese momento, la puerta de la habitación se abrió de golpe y un soldado del cuerpo de alguaciles entró sin vacilar.

      –¡Mi teniente, el alcalde reclama vuestra presencia! ¡De inmediato!

      Wolff soltó un profundo suspiro, seguido de un gruñido de resignación. Besó a la mujer a su derecha, luego a la de la izquierda, se puso los pantalones y dejó un florín de oro encima de la cama.

      – Maria, Anna… hasta la próxima, mis dulces ninfas vienesas.

      Las dos mujeres le lanzaron un beso con la mano.

      – En mi humilde opinión, el teniente Wolff es el hombre ideal para esta delicada tarea, señor Sovino – dijo Tepser en tono servicial—. En su juventud ya demostró su valía cuando, en el último asedio turco, rompió varias veces el cerco de Viena con un pequeño pelotón para realizar operaciones que minaran las fuerzas de los impíos.

      Sovino observó con ojos críticos al hombre que se encontraba en posición de firmes delante de él y el alcalde. El teniente Georg Maria Wolff parecía un hombre duro, era de constitución vigorosa, llevaba el pelo corto y pasaba de los cuarenta. Su aplomo le confería el aspecto de ser una persona formal y seria; aunque las arrugas en torno a sus ojos, señales de frecuente risa, revelaban que en su vida privada no se comportaba de modo tan cartesiano como cuando estaba de servicio.

      Sovino se mesó la cuidada barba. Por un momento lo asaltó la duda, pero finalmente se decidió.

      – Teniente Wolff, ¿estáis dispuesto a cumplir en nombre de Dios una misión de suma importancia para la Iglesia y de gran relevancia para vuestra amada ciudad imperial?

      Wolff miró a Tepser, pero el alcalde no movió ni un solo músculo de la cara. Wolff asintió.

      –¿Y estáis dispuesto a jurarlo sobre la Biblia?

      – Sí, señor.

      Sovino sonrió satisfecho.

      – No obstante, antes me gustaría saber qué tengo que jurar – añadió Wolff con determinación.

      Tepser dio un manotazo en la mesa.

      –¿Cómo os atrevéis? Vuestra obligación es acatar las órdenes…

      – Pero, señor alcalde – lo calmó Sovino—, prefiero a un hombre leal que piense por sí mismo que a un simple receptor de órdenes que ante el más mínimo contratiempo se vea limitado por su limitado intelecto.

      Wolff miró fijamente a Sovino. Conocía a esa clase de hombres. Se cubrían con un manto de bondad, pero eran capaces de pasar por encima de un cadáver.

      – Un enviado secreto francés, de nombre François Antoine Gamelin, ha conseguido sacar del distrito en cuarentena a unos cuantos enfermos peligrosos para utilizarlos en su propio beneficio y también en beneficio del reino de Francia. – Sovino bajó la voz—. Os hablaré abiertamente: no es ningún secreto que Su Santidad el Papa apoya al rey Luis XIV por haber ayudado a su sobrino Felipe V de Borbón a hacerse con el trono de España. Sin embargo, el daño que el plan de Gamelin podría causar al Sacro Imperio Romano Germánico es incalculable. Y Su Santidad no puede tolerarlo.

      Tepser asintió con la cabeza, fingiendo que lo entendía. Wolff permanecía impasible.

      Sovino prosiguió:

      – Gamelin avanza en estos momentos hacia el sur con un puñado de mercenarios. Alcanzadlo y matadlo. Y destruid su carga.

      – Al francés, en cuanto podamos, pero ¿no hemos «liberado» ya de su sufrimiento a bastantes enfermos? – El tono de voz de Wolff dejó muy claro lo que pensaba de la limpieza del distrito en cuarentena y de lo que les había ocurrido a los enfermos.

      – Desde luego, pero