Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matthias Bauer
Издательство: Bookwire
Серия: Morbus Dei (Español)
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9783709937129
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uno para extraerle la sangre, otro para recibirla y otro para llevarla a cabo.

      Leonardus se echó a reír a carcajadas. El prusiano notó un hormigueo en los dedos que lo empujaba a darle un bofetón al viejo borracho, pero se controló, se despidió del médico con un gesto de la cabeza y salió de la cabaña.

      La temperatura había bajado, el viento era más frío y el día tocaba a su fin. Los habitantes de Deutsch-Altenburg aprovechaban los últimos rayos de sol para terminar sus tareas.

      El prusiano se rascó la cabeza. Seguía sin saber muy bien cómo tomarse el hecho de que la sangre de un animal corriera por sus venas. Pero, al fin y al cabo, estaba vivo.

      De momento no podía decidir si se trataba de una maldición o de una bendición.

      Vio a Johann sentado en el tronco de un árbol, junto a la orilla del Danubio, y fue a hacerle compañía.

      El viento erizaba la superficie del agua. Johann y el prusiano contemplaron la corriente en silencio, los dos absortos en sus pensamientos.

      – Pasado mañana saldré en busca de Elisabeth – dijo finalmente Johann.

      – No sé si ya estaré…

      Johann lo interrumpió con un gesto de la mano:

      – Es mi búsqueda, no la tuya. Sólo me he quedado para asegurarme de que salías de ésta. Será mejor que te quedes y descanses.

      – Ya veremos – gruñó el Prusiano, y se rascó la cicatriz que le cruzaba la cara hasta la oreja izquierda—. El matasanos me ha puesto un emplasto de hierbas en la herida. Escuece como un demonio, pero parece que se cura deprisa.

      – Ni siquiera sé por dónde empezar – replicó Johann, sin comentar las palabras de su amigo?. No puedo ir a Viena, me arrestarían antes de cruzar la muralla. Y si el carruaje salió de la ciudad, Elisabeth podría estar en cualquier parte.

      –¿Por qué no hablas con el conde? Por lo que parece, todavía tiene contactos. Y es un hombre de honor, lo ha demostrado – dijo el prusiano.

      – Sí, ¿quién lo habría dicho de un noble de sangre azul?

      – Y, además, protestante – añadió lacónicamente el prusiano.

      Al cabo de un instante, una sonrisa se dibujó en los labios de los dos amigos. Recordaban muy bien la cara de espanto que puso Elisabeth el día que conocieron a Von Binden.

      – Eso se lo dejaremos a los hombres de la Iglesia – dijo el prusiano—. Protestante, judío o un proscrito… ¿Qué más da? Ellos destruyen a cualquiera que sea diferente.

      – También he conocido religiosos muy buenos – replicó Johann—. Hombres como el padre Von Freising o Burkhart von Metz. Justos y combativos, siempre ayudando a los débiles con la palabra y la espada.

      – Pero ésos no pintan nada – respondió el prusiano—. Lo mismo que en nuestro caso: ¿de qué le sirve a un soldado tener conciencia si está a las órdenes de alguien como Von Pranckh?

      – Nosotros nos opusimos.

      –¿Y de qué ha servido? Von Pranckh ganó méritos para ascender en la carrera militar y casi nos atrapa en Viena. Habrá guerras contra todos y contra cualquiera que sea diferente hasta el Día del Juicio Final – dijo el prusiano, y luego murmuró—: Y siempre lo pagan los débiles. Son los que mueren.

      – Heinz…

      El prusiano hizo un gesto para que no siguiera hablando. Los dos hombres permanecieron en silencio. Cuando anocheció, volvieron a entrar en la cabaña.

      VI

      El conde Von Binden le dio una moneda a un hombre harapiento. El mendigo le clavó los dientes para comprobar que era auténtica y se alejó corriendo como si lo persiguiera el diablo.

      Von Binden volvió a la cabaña del médico. Hans, Karl y Johann limpiaban junto a la puerta el pescado que habían capturado en el Danubio esa misma mañana. Johann lo miró con ojos expectantes.

      –¿Y bien?

      – El carruaje negro salió de Viena el mismo día – informó el conde—. Seguido por dos carromatos con toldos. Por lo visto, iban hacia el sur.

      Johann se levantó de un salto.

      – Os lo agradezco. Ahora…

      Von Binden le hizo un gesto para que se calmara.

      – No te precipites. La caravana iba escoltada por más de una docena de mercenarios.

      –¿Una docena? – Karl lo miró con cara de asombro—. ¿Y qué escoltaban que fuera tan importante?

      – Nadie de la ciudad lo sabe. O prefieren no saberlo. Pero parece que tiene algo que ver con la enfermedad que se desató en el barrio en cuarentena.

      Johann pensó febrilmente. Algo en las palabras de Von Binden se le había incrustado en la mente. El carruaje… Dos carromatos… Mercenarios… De repente lo asaltaron los recuerdos y revivió el día funesto.

      Él y Von Pranckh, enfrentados en una barca chata debajo de un sombrío cielo de tormenta.

      Von Pranckh apuntándole con una pistola. «Adieu, List, aquí se separan nuestros caminos. Pero, gracias a ti, el general La Feuillade recibirá un regalo muy especial.»

      –¡Feuillade! – exclamó Johann.

      –¿Feu… qué? —preguntó Hans.

      – El general Feuillade. Von Pranckh me dijo que yo le había hecho un regalo especial.

      –¿Tú le has hecho un regalo a un francés? – repitió Karl, incrédulo.

      – Bobadas – intervino el prusiano, que en aquel momento salía sonriendo de la cabaña—. Lo único que Johann le ha regalado a un francés ha sido alguna que otra bala.

      Hans y Karl también sonrieron, pero Johann siguió con el semblante serio. Luego, se volvió hacia Von Binden:

      –¿Os dice algo ese nombre?

      El conde asintió con la cabeza.

      – El general La Feuillade avanza en estos momentos hacia Turín con el mariscal Vendôme y las tropas francesas.

      – Y Von Pranckh hizo un trato con un teniente general que se llama Gamelin. Al menos, se vanaglorió de ello mientras me torturaba – añadió pensativo Johann.

      – A ver, vayamos por partes – dijo Hans, mientras se rascaba la cabeza—. ¿Quién hizo qué con quién y por qué?

      – Von Pranckh y el teniente general Gamelin planeaban algo. – Johann intentó desenredar la madeja de nombres y conexiones—. Y el general La Feuillade tenía que recibir un «regalo».

      –¿Y si Gamelin era el que tenía que entregarlo? – reflexionó en voz alta el prusiano, mirando a los demás—. ¿Y si el carruaje negro que salió de Viena hacia el sur era suyo?

      – Y el regalo lleva falda – añadió Karl, muy serio, siguiendo el hilo del pensamiento del prusiano

      –¿Quieres decir que Elisabeth es el regalo?

      – No exactamente ella. Su enfermedad. Y la de los que van encerrados en los dos carromatos – dijo el conde.

      – Pero ¿para qué? —Hans seguía sin comprender.

      – La Feuillade puede asediar la ciudadela de Turín el tiempo que quiera, pero no conseguirá tomarla por asalto, la fortificación es muy segura – explicó el prusiano—. Tendría que minarla, es decir, tendría que abrir túneles por debajo de los muros, volarlos y confiar en que una parte de la muralla se derrumbara para poder cruzarla.

      – Eso le llevaría meses y necesitaría buena parte de las tropas francesas. Por no hablar de las bajas que provocaría la artillería enemiga desde el otro lado de la muralla – añadió Johann—. Sin embargo, si consiguiera que en Turín se declarara una enfermedad, el problema se solucionaría