Morbus Dei: Bajo el signo des Aries. Matthias Bauer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Matthias Bauer
Издательство: Bookwire
Серия: Morbus Dei (Español)
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9783709937129
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entendió. Sonrió cínicamente y les hizo un saludo militar.

      – Formad una tropa de unos doce hombres de confianza para que os acompañen en la misión. Recibiréis el resto de la información mañana al amanecer, antes de partir – añadió Sovino sin dejar de mirar por la ventana.

      Con esas palabras despidió al teniente, que salió de la estancia, pero en vez de cerrar la puerta, la dejó entornada. Se detuvo al llegar al pasillo y, después de comprobar que no había ningún guardia a la vista, se inclinó hacia la puerta y aguzó el oído.

      –¿Puedo preguntaros por qué no os encargáis vos mismo del asunto? – le preguntó el alcalde a Sovino.

      – No es de vuestra incumbencia, pero mi misión es de otra naturaleza – respondió Sovino, irritado.

      El visitador continuó hablando y lo que Wolff escuchó entonces lo inquietó y le confirmó la imagen que se había hecho de Sovino durante el breve encuentro.

      De pronto se oyeron pasos en el pasillo. Wolff se apartó rápidamente de la puerta y siguió su camino. Se cruzó con dos hombres de la Guardia Negra, pasó por alto su saludo y salió a toda prisa del edificio.

      XI

      Gamelin se despertó sobresaltado del duermevela en que se había sumido. El carruaje se había detenido inesperadamente. Oyó los gritos de sus hombres y balidos de ovejas.

      Abrió la puerta y bajó los dos escalones de hierro forjado. La luz del sol lo cegó y tardó unos segundos en distinguir lo que ocurría: un rebaño de unas cuarenta ovejas bloqueaba el camino y el pastor no parecía tener prisa en arrear al ganado.

      Uno de los mercenarios se bajó del caballo, empuñó el arma y avanzó decidido hacia el aldeano. El campesino se puso a gritar de inmediato a las ovejas y a darles golpes en los cuartos traseros para que avanzaran.

      Gamelin echó un vistazo al entorno. De las cabañas cercanas empezaban a salir curiosos, algunos vestidos con harapos repugnantes y otros terriblemente desfigurados. «Todos asquerosos y sucios», pensó Gamelin. Su indignación fue a mayores cuando vio que uno de aquellos seres despreciables casi lograba mirar debajo del toldo antes de que la patada de un mercenario lo arrojara justo a tiempo al cieno del camino. De pronto, Gamelin lo tuvo claro: si seguían avanzando hacia el sur por el camino de Santiago, cada vez llamarían más la atención, levantarían más rumores y mayor sería el peligro de que los detuviera una patrulla austriaca.

      A sus espaldas se extendían la llanura que precedía a la ciudad de Viena y ante ellos se alzaba la cordillera boscosa de los Alpes orientales. Tardarían más, pero a partir de ese momento, siempre que pudieran, tomarían senderos alejados del camino principal que conducía al puerto de montaña de Semmering.

      Le hizo una señal al jefe de la caravana para que se acercara y compartió sus reflexiones con él. El hombre asintió, espoleó a su caballo y se abrió paso entre las ovejas como Moisés en el mar Rojo, separando al galope el rebaño, que dejó oír sus protestas.

      La caravana se puso de nuevo en marcha y Gamelin desapareció en el interior de su carruaje. Antes de irse, cuatro mercenarios se hicieron con sendas ovejas: la próxima comida estaba asegurada.

      Elisabeth pudo echar algunas miradas al exterior, reconoció el Semmering, el puerto de montaña que habían cruzado hacía pocas semanas —¿o eran años? – de camino a Viena.

      A su lado se sentaba el joven mercenario, que miraba estupefacto las venas negras que se le extendían por la mano.

      – Te acostumbrarás – le susurró ella.

      – No puedo imaginarlo – respondió en un alemán sin acento.

      – Me llamo Elisabeth.

      El joven la miró titubeando, pero al final se decidió a presentarse.

      – Alain.

      –¿De dónde eres?

      – De Châteaudun.

      Elisabeth lo miró inexpresiva.

      – De Francia.

      Elisabeth asintió.

      – No tienes acento.

      – Mi padre estaba convencido de que, si quieres vencer a alguien, tienes que hablar su idioma. – Suspiró—: Ya ves tú adónde me ha llevado.

      – Bueno, al menos puedes charlar conmigo – replicó Elisabeth, burlona. Y de repente tuvo una idea.

      –¡Johann! – gritó el prusiano con todas sus fuerzas. No recibió respuesta—. ¡Johann, maldita sea!

      De pronto, el jinete que cabalgaba delante tiró de las riendas hasta que su caballo se detuvo. El polvo del camino hacía que los ojos le ardieran al prusiano, que también refrenó a su caballo y miró furioso a su amigo.

      – Por todos los demonios, vas a matar a los caballos – le reprochó.

      Johann no se inmutó.

      – Ya compraremos otros. Se nos acaba el tiempo.

      – A nosotros, no. A ti. ¿Cuánta distancia crees que puede recorrer una caravana en un día? – le preguntó el prusiano y, sin esperar la respuesta, añadió—: Los alcanzaremos, no te quepa duda.

      Johann respiró hondo. En el fondo sabía que su amigo tenía razón. Le acarició el cuello al caballo, que resollaba, y miró a su alrededor. Hans y Karl se acercaban al galope; los seguía Markus, que parecía un gigante a lomos de su pequeño caballo. Los hombres tenían la cara cubierta de polvo y los caballos estaban al borde de la extenuación.

      – Si quieres matar a los caballos, será mejor que les peguemos un tiro en vez de obligarlos a cabalgar como posesos – protestó Karl.

      Johann miró hacia el horizonte y vio unas nubes densas que se teñían de color anaranjado al sol del atardecer. Su sombra se extendía sobre los campos; anunciaban tormenta.

      – Pararemos en la próxima posada.

      –¡Aleluya! – exclamó Hans—. Una hora más cabalgando y mi trasero se volvería tan insensible como el corazón del guardián de un harén turco.

      –¡Qué sabrás tú de guardianes y de harenes turcos! – dijo Karl entre risas, pero Hans no replicó.

      La lluvia azotaba el tejado de la pequeña posada de Ebraichsdorf en la que Johann, el prusiano, Markus, Hans y Karl ocupaban una mesa tosca de madera. Las lámparas de aceite arrojaban una luz trémula y, en el suelo y en las mesas, había jarras de barro para recoger el agua de lluvia que entraba por los agujeros del tejado.

      El posadero, que también hacía las veces de cocinero, mozo de cuadra y criada, entró con un caldero de sopa humeante y lo dejó encima de la mesa. «A juzgar por el aspecto del cocinero, la comida tiene que ser repugnante», pensó Johann, mientras observaba cómo el hombrecillo escuálido se apresuraba a ponerles platos y cucharas de madera.

      – Q-q-que ap-p-pro… – El posadero acabó la frase haciendo un gesto con la mano y se fue apresuradamente.

      – No está en sus cabales – comentó Karl.

      Markus olió el contenido del caldero.

      – He comido cosas peores – informó.

      – Bueno, pues allá vamos – dijo el prusiano, que empezó a servir la sopa en los platos.

      Sin embargo, antes de que pudiera coger la cuchara para empezar a comer, Johann se levantó.

      – Quiero agradeceros de todo corazón vuestra ayuda – dijo, y respiró hondo—. Sabéis que podéis iros cuando queráis, sin que os pese. Tú también, Markus. Gracias.

      – Vaya, ¡ojalá lo hubiera sabido antes! – bromeó Karl, y Hans le dio un codazo—. Sólo añadiré una cosa: empezamos esto juntos y lo acabaremos juntos.

      Todos golpearon la mesa con el mango de la cuchara para mostrar su acuerdo.

      Cuando