No tardó el entusiasta joven en ver cumplidos sus deseos, y afiliado en una Congregación, cuyo nombre no hace al caso, le mandaron, para hacer boca, á Zanzíbar, y de allí al vicariato de Tanganika, donde comenzó su campaña con una excursión al Alto Congo, distinguiéndose por su resistencia física y su infatigable ardor de soldado de Cristo. Quince años estuvo en el África tropical, trabajando con bravura mística, si así puede decirse, hecho un león de Dios, tomando á juego las inclemencias del clima y las ferocidades humanas, intrépido, incansable, el primero en la batalla, gran catequista, gran geógrafo, explorador de tierras dilatadas, de selvas laberínticas, de lagos pestilentes, de abruptas soledades rocosas, desbravando todo lo que encontraba por delante para meter la cruz á empellones, á puñados, como pudiera, en la naturaleza y en las almas de aquellas bárbaras regiones.
V
Enviáronle después á Europa formando parte de una comisión, entre religiosa y mercantil, que vino á gestionar un importantísimo arreglo colonial con el Rey de los belgas, y tan sabiamente desempeñó su cometido diplomático el buen padrito, que allá y acá se hacían lenguas de la generalidad de sus talentos. «El Comercio—decían,—le deberá tanto como la Fe.» La Congregación dispuso utilizar de nuevo aptitudes tan fuera de lo común, y le destinó á las misiones de la Polinesia. Nueva Zelanda, el país de los Maoris, Nueva Guinea, las islas Fidji, el archipiélago del estrecho Torres, teatro fueron de su labor heróica durante veinte años, que si parecen muchos para la vida de un trabajador, pocos son ciertamente para la fundación, que resulta casi milagrosa, de cientos de cristiandades (establecimientos de propaganda y de beneficencia), en las innumerables islas, islotes y arrecifes, espolvoreados por aquel inmenso mar, como si una mano infantil se complaciese en arrojar á diestro y siniestro los cascotes de un continente roto.
Cumplidos los sesenta años, Gamborena fué llamado á Europa. Querían que descansase; temían comprometer una vida tan útil, exponiéndola á los rigores de aquel bregar continuo con hombres, fieras y tempestades, y le enviaron á España con la misión sedentaria y pacífica de organizar aquí sobre bases prácticas la recaudación de la Propaganda. Instalóse en la casa hospedería de Irlandeses, de la cual es histórica hijuela la Congregación á que pertenecía, y á las pocas semanas de residir en la villa y Corte, topó con las señoras del Águila, reanudando con la noble familia su antigua y afectuosa amistad. Á Cruz habíala conocido chiquitina: tenía seis años cuando él era capellán de la casa. Fidela, mucho más joven que su hermana, no había nacido aún en aquellas décadas; pero á entrambas las reconoció por antiguas amigas, y aun por hijas espirituales, permitiéndose tutearlas desde la primer entrevista. Pronto le pusieron ellas al tanto de las graves vicisitudes de la familia durante la ausencia de él, en remotos países, la ruina, la muerte de los padres, los días de bochornosa miseria, el enlace con Torquemada, la vuelta á la prosperidad, la liberación de parte de los bienes del Águila, la muerte de Rafaelito, la creciente riqueza, la adquisición del palacio de Gravelinas, etc., etc..., con lo cual quedó el hombre tan bien enterado como si no faltara de Madrid en todo aquel tiempo de increíbles desdichas y venturosas mudanzas.
Inútil sería decir que ambas hermanas le tenían por un oráculo, y que saboreaban con deleite la miel substanciosa de sus consejos y doctrina. Principalmente Cruz, privada de todo afecto por la dirección especialísima que había tomado su destino en la carrera vital, sentía hacia el buen misionero una adoración entrañable, toda pureza, toda idealidad, como expansión de un alma prisionera y martirizada, que entrevé la dicha y la libertad en las cosas ultraterrenas. Por su gusto, habríale tenido todo el día en casa, cuidándole como á un niño, prodigándole todos los afectos que vacantes había dejado el pobre Rafaelito. Cuando, á instancias de las dos señoras, Gamborena se lanzaba á referir los maravillosos episodios de las misiones en África y Oceanía, epopeya cristiana digna de un Ercilla, ya que no de un Homero que la cantase, quedábanse las dos embelesadas. Fidela como los niños que oyen cuentos mágicos, Cruz en éxtasis, anegada su alma en una beatitud mística, y en la admiración de las grandezas del Cristianismo.
Y él ponía, de su copioso ingenio, los mejores recursos para fascinarlas y hacerles sentir hondamente todo el interés del relato, porque si sabía sintetizar con rasgos admirables, también puntualizaba los sucesos con detalles preciosos, que suspendían y cautivaban á las oyentes. Á poco más, creerían ellas que estaban viendo lo que el misionero les contaba; tal fuerza descriptiva ponía en su palabra. Sufrían con él en los pasajes patéticos, con él gozaban en sus triunfos de la Naturaleza y de la barbarie. Los naufragios, en que estuvo su vida en inminente riesgo, salvándose por milagro del furor de las aguas embravecidas, unas veces en las corrientes impetuosas de ríos como mares, otras en las hurañas costas, navegando en vapores viejos que se estrellaban contra los arrecifes, ó se incendiaban en medio de las soledades del Océano; las caminatas por inexploradas tierras ecuatoriales, bajo la acción de un sol abrasador, por asperezas y trochas inaccesibles, temiendo el encuentro de fieras ó reptiles ponzoñosos; la instalación en medio de la tribu, y la pintura de sus bárbaras costumbres, de sus espantables rostros, de sus primitivos ropajes; los trabajos de evangelización, en los cuales empleábanse la diplomacia, la dulzura, el tacto fino ó el rigor defensivo, según los casos, ayudando al comercio incipiente, ó haciéndose ayudar de él; las dificultades para apropiarse los distintos dialectos de aquellas comarcas, algunos como aullidos de cuadrúpedos, otros como cháchara de cotorras; los peligros que á cada paso surgen, los horrores de las guerras entre distintas tribus, y las matanzas y feroces represalias, con la secuela infame de la esclavitud; las peripecias mil de la lenta conquista, el júbilo de encontrar un alma bien dispuesta para el Cristianismo en medio de la rudeza de aquellas razas, la docilidad de algunos después de convertidos, las traiciones de otros y su falsa sumisión; todo en fin, resultaba en tal boca y con tan pintoresca palabra la más deleitable historia que pudiera imaginarse.
¡Y qué bien sabía el narrador combinar lo patético con lo festivo, para dar variedad al relato, que á veces duraba horas y horas! Mal podían las damas contener la risa oyéndole contar sus apuros al caer en una horda de caníbales, y las tretas ingeniosas de que él y otros padres se valieran para burlar la feroz gula de aquellos brutos, que nada menos querían que ensartarles en un asador, para servirles como roast-beef humano en horribles festines.
Y como fin de fiesta, para que la ardiente curiosidad de las dos damas quedase en todos los órdenes satisfecha, el misionero cedía la palabra al geógrafo insigne, al eminente naturalista, que estudiaba y conocía sobre el terreno, en realidad palpable, las hermosuras del planeta y cuantas maravillas puso Dios en él. Nada más entretenido que oirle describir los caudalosos ríos, las selvas perfumadas, los árboles arrogantes no tocados del hacha del hombre, libres, sanos, extendiendo su follaje por lomas y llanadas más grandes que una nación de acá; y después la muchedumbre de pájaros que en aquella espesa inmensidad habitan, avecillas de varios colores, de formas infinitas, parleras, vivarachas, vestidas con las más galanas plumas que la fantasía puede soñar; y explicar luego sus costumbres, las guerras entre las distintas familias ornitológicas, queriendo todas vivir y disputándose el esquilmo de las ingentes zonas arboladas. ¿Pues y los monos, y sus aterradoras cuadrillas, sus gestos graciosos, y su travesura casi humana para perseguir á las alimañas volátiles ó rastreras? Esto era el cuento de nunca acabar. Nada tocante á la fauna érale desconocido; todo lo había visto y estudiado, lo mismo el voraz cocodrilo habitante en las charcas verdosas, ó en pestilentes cañaverales, que la caterva indocumentable de insectos preciosísimos, que agotan la paciencia del sabio y del coleccionista.
Para que nada quedase, la flora espléndida,