Y ahora que me acuerdo: otra cosa era en él tan característica como la calva. ¿Qué? Los ojos negros, de una dulzura angelical, ojos de doncella andaluza ó de niño bonito, y un mirar que traía destellos de regiones celestiales, incomprendidas, antes adivinadas que vistas. Para completar tan simpática fisonomía, hay que añadir algo. ¿Qué? Un ligero cariz de raza ó parentesco mongólico en las facciones, los párpados inferiores abultados y muy á flor de cara, las cejas un poco desviadas, la boca, barba y carrillos como queriendo aparecer en un mismo plano, un no sé qué de malicia japonesa en la sonrisa, ó de socarronería de cara chinesca, sacada de las tazas de té. Y el buen Gamborena era de acá, alavés fronterizo de Navarra; pero había pasado gran parte de su vida en el extremo Oriente, combatiendo por Cristo contra Buda, y enojado éste de la persecución religiosa estuvo mirándole á la cara años y más años, hasta dejar proyectadas en ella algunos rasgos típicos de la suya. ¿Será verdad que las personas se parecen á lo que están viendo siempre?... Era tan sólo un vago aire de familia, un nada, que tan pronto se acentuaba como se desvanecía, según la intención con que mirase, ó la mónita con que sonriese. Fuera de esto, toda la cabeza parecía de talla pintada, como imagen antiquísima que la devoción conserva limpia y reluciente.
—¡Ah!—exclamó el beato Gamborena arqueando las cejas, con lo cual las dos series de arruguitas curvas se extendieron hasta la mitad del cráneo.—Alguna vez había de oir mi señor Marqués de San Eloy la verdad esencial, la que no se tuerce ni se vicia con la cortesía mundana.
Don Francisco, elevando al techo sus miradas y dando un gran suspiro, exclamó á su vez:
—¡Ah!...
Miráronse los dos un rato, y el clérigo acabó su desayuno.
—Toda la noche—dijo al fin el tacaño,—me la he pasado revolviéndome en la cama como si las sábanas fueran un zarzal, y pensando en ello, en lo mismo, en lo que usted me... manifestó. Y no veía la hora de que llegase el día para levantarme, y correr en busca de usted, y pedirle que me lo explique, que me lo explique mejor...
—Pues ahora mismo, Sr. D. Francisco de mi alma.
—No, no, ahora no—replicó el Marqués con recelo, mirando á la puerta.—Es cosa de que nos lo parlemos usted y yo solitos, ¡cuidado! y ahora...
—Sí, sí, nos interrumpirían quizás...
—Y además, yo tengo que salir...
—Á correr tras de los negocios. ¡Pobre jornalero del millón! Ande, ande usted, y déjese en esas calles la salud, que es lo que le faltaba.
—Puede usted creerme—dijo Torquemada con desaliento,—que no la tengo buena, ni medio buena. Yo era un roble, de veta maciza y dura. Siento que me vuelvo caña, que me zarandea el viento, y que la humedad empieza á pudrirme de abajo arriba. ¿Qué es esto? ¿La edad? No es tanta que digamos. ¿Los disgustos, la pena que me da el no ser yo propiamente quien manda en mi casa, y el verme en esta jaula de oro, con una domadora que á cada triquitraque me enseña la varita de hierro candente? ¿Es el pesar de ver que mi hijo va para idiota? ¡Vaya usted á saber! No lo sé. No será una sola concausa, sino el resumen de toditas las concausas lo que me acarrea esta situación. Cúmpleme declarar que yo tengo la culpa, por mi debilidad; pero de nada me vale reconocerlo á posteriori, porque tarde piache, y de no haber sabido evitarlo á priori, no hay más que entregarse y sucumbir velis nolis, maldiciendo uno su destino, y dándose á los demonios.
—Calma, calma, señor Marqués—dijo el eclesiástico con severidad paternal, un tanto festiva;—que eso de darse á los demonios, ni lo admito ni lo consiento. ¡Tal regalo á los demonios! ¿Y para qué estoy yo aquí, sino para arrancar su presa á esos caballeros infernales, si por acaso llegaran á cogerla entre sus uñas? ¡Cuidadito! Refrénese usted, y por ahora, puesto que tiene prisa, y á mí me llaman mis obligaciones, no digo más. Quédese para otra noche que estemos solitos.
Torquemada se restregó los ojos con ambos puños, como para estimular la visión debilitada por el insomnio. Miró después como un cegato, viendo puntos y círculos de variados colores, y al fin recobrada la claridad de su vista, y despejado el cerebro, alargó la mano al sacerdote, diciéndole con tono y ademán campechanos:
—Ea, con Dios... Conservarse.
Salió, y pidiendo la berlina, no tardó el hombre en echarse á la calle, huyendo de la esclavitud de su hogar dorado. Y que no era ilusión suya, no. Realmente, al traspasar la herrada puerta del palacio de Gravelinas, y sentir en su rostro el ambiente libre de la vía pública, respiraba mejor, se le refrescaba la cabeza, sentía más agudo y claro el ingenio mercantil, y menos penosa la opresión de la boca del estómago, síntoma tenaz de su mala salud. Por lo cual decía con toda su alma, empleando con impropiedad la palabreja recientemente adquirida: «La calle es mi oasis.»
Acabadito de salir el tacaño de la sacristía, entró Cruz. Creeríase que estaba acechando la salida del otro para colarse ella.
—Ya va, ya va; ya le tiene usted navegando por esas calles, ¡pobre pescador de ochavos!—dijo festivamente, como si continuara un diálogo del día anterior.—¡Qué hombre!... ¡qué ansiedad por aumentar sus riquezas!
—Hay que dejarle—replicó el sacerdote con tristeza.—Si le quita usted la caña de pescar dinero, se morirá rabiando, y ¿quién responde de su alma? Que pesque... que pesque, hasta que Dios quiera ponerle en el anzuelo algo que le mueva al aborrecimiento del oficio.
—La verdad: como usted, tan ducho en catequizar salvajes, no eche el lazo á éste y nos le traiga bien sujeto, ¿quién podrá domarle?... Y, ante todo, padrito, ¿estaba el café á su gusto?
—Delicioso, hija mía.
—Por de contado, almorzará usted con nosotros.
—Hija mía, no puedo. Dispénsame por hoy.
Y echó mano al sombrero, que no podía llamarse de teja, por tener abiertas las alas.
—Pues si no almuerza, no le dejo marcharse tan pronto. ¡Estaría bueno! Ea, á sentarse otro ratito. Aquí mando yo.
—Obedezco. ¿Tienes algo que decirme?
—Sí, señor. Lo de siempre: que en usted confío para aplacar á esa fiera, y hacer más tolerable esta vida de continuas desazones.
—¡Ay, hija de mi alma!—exclamó Gamborena, anticipando al discurso, como argumento más persuasivo, la dulzura de su mirar incomparable.—He pasado la vida evangelizando salvajes, difundiendo el Cristianismo entre gentes criadas en la idolatría y la barbarie. He vivido unas veces en medio de razas cuyo carácter dominante es la astucia, la mentira y la traición, otras en medio de tribus sanguinarias y feroces. Pues bien: allá, con paciencia y valor que sólo da la fe, he sabido vencer. Aquí, en plena civilización, desconfío de mis facultades, ¡mira tú si es raro! Y es que aquí encuentro algo que resulta peor, mucho peor que la barbarie y la idolatría, hija de la ignorancia; encuentro los corazones profundamente dañados, las inteligencias desviadas de la verdad por mil errores que tenéis metidos en lo profundo del alma, y que no podéis echar fuera. Vuestros desvaríos os dan, en cierto modo, carácter y aspecto de salvajes. Pero salvajismo por salvajismo, yo prefiero el del otro hemisferio. Encuentro más fácil crear hombres, que corregir á los que por demasiado hechos, ya no se sabe lo que son.
Dijo esto el