En la tradición cristiana, la afirmación paulina fue interpretada en diversas formas. La más extendida entendía que el origen divino del poder no implicaba una designación directa, por parte de Dios, del gobernante. El ejemplo del pueblo de Israel constituía simplemente una excepción a la regla, dado el carácter peculiarísimo de la historia del pueblo elegido. Más bien se tendió a pensar que la causa próxima del poder era la comunidad política, o las circunstancias históricas —una guerra victoriosa, una alianza entre pueblos, etc.—. Así, la corriente aristotélico-tomista —Santo Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez, etc.— admitían que Dios era el origen remoto del poder político, pero la causa próxima era la entera comunidad.
En el siglo XVI, en el fragor de las disputas doctrinal-religiosas, surgen algunas teorías que acentúan la intervención directa de Dios en la designación del gobernante. Tal postura, que consideraba al rey como «lugarteniente de Dios», exigía la obediencia pasiva por parte de los súbditos, salvaguardando así el orden y la paz. El representante más extremo de esta postura es el rey inglés Jacobo I, quien publica en 1598 el libro Verdadera ley de las monarquías libres. Ya hemos hecho referencia a las opiniones luteranas y calvinistas al respecto.
En la Francia del siglo XVII se fue haciendo cada vez más extensa y popular la doctrina del derecho divino de los reyes. Aunque no se trata de una teoría demasiado elaborada, sino más bien de un conjunto de sentimientos, intuiciones y principios adquiridos acríticamente, es posible exponer sus principales elementos. Para eso nos serviremos de la obra de Jacques-Benigne Bossuet (1627-1704), obispo de Meaux y preceptor del delfín, Politique tirée des propres paroles de l’Ecriture Sainte. Terminada en 1679, estaba pensada para la formación del hijo de Luis XIV. No se trata, por tanto, de una tratado científico, sino de una obra pedagógica que debía servir a la toma de conciencia del heredero del Rey Sol de su dignidad y de su responsabilidad.
Bossuet considera que el hombre tiene como fin último de su vida a Dios. Los hombres estamos hechos para vivir en sociedad, pero el pecado original nos separó de Dios e impidió la convivencia pacífica entre los hombres. De ahí la necesidad de un gobierno que nos dirigiese y que evitara la destrucción mutua. Los reyes que fueron surgiendo en los comienzos de la historia, ya sea por consenso o por conquista legítima, gobernaban sobre los pueblos que ya estaban acostumbrados a obedecer, pues la idea de mando y autoridad proviene de la autoridad paterna.
Para Bossuet, la monarquía es la forma de gobierno más común, más antigua y la más natural, sobre todo si es hereditaria por línea masculina. A lo largo de la historia ha habido otras formas de gobierno, también aceptadas por Dios. Pero Bossuet no duda en agradecer a la Providencia que haya querido dar a su nación el gobierno más acorde con la naturaleza humana: todos los hombres nacemos súbditos, pues estamos sometidos a la autoridad paterna. Entre los sexos hay una jerarquía, y las mujeres están destinadas a la obediencia. La monarquía hereditaria, como autoridad paterna de la nación, es la forma más natural de gobierno político.
En las páginas destinadas a la formación del delfín, Bossuet va presentando las características de la monarquía bien constituida. En primer lugar, la monarquía es sagrada. Los príncipes obran como ministros de Dios y son sus lugartenientes en la tierra. El rey es cristo, en el sentido de ungido. Pero aunque no hubiera recibido la unción en la ceremonia de coronación, el rey es sagrado en virtud de su cargo, pues representa a la majestad divina y está encargado por la Providencia de ejecutar sus designios. De ahí la obligación que tienen los súbditos de respetar y obedecer a los reyes, incluso cuando no sean justos, como fue el caso de los primeros cristianos respecto a los emperadores paganos.
Además de ser sagrada, la monarquía es absoluta: el rey no debe rendir cuentas a nadie de sus órdenes; es juez inapelable; no existe posibilidad de coacción contra él. Con otras palabras, el poder del rey es invencible, pues si alguien pudiera frenar al poder público y obstaculizarlo en su ejercicio nadie en el reino podría estar seguro. Al igual que Hobbes, como veremos, Bossuet considera indispensable que el poder del monarca sea absoluto: sin tal autoridad, no podría ni hacer el bien ni reprimir el mal.
Bossuet admite que haya personas que consideren que el término «absoluto» es odioso e insoportable. Pero éstos no se dan cuenta de que el monarca tiene un contrapeso a su poder: el temor de Dios. El límite del poder son las leyes divinas y naturales.
Si el monarca no las respetase, entonces el poder sería arbitrario y tiránico. Por otra parte, la monarquía es paterna. El rey cumple la función del padre de familia para la entera nación: «el nombre de rey es nombre de padre». Por eso, en una posición antitética a la de Maquiavelo, Bossuet considera que el poder real es «dulce» y que los monarcas están hechos para ser amados.
El preceptor del delfín no olvida recordar a los monarcas sus obligaciones. Porque la monarquía tiene que ser razonable: no ha de imponer cargas insoportables, ha de comportarse justamente, pues poder absoluto no se identifica con arbitrariedad. El rey no puede disponer de la vida y de los bienes de sus súbditos, como si fueran esclavos. La propiedad de los bienes que se poseen según las leyes es inviolable. Gobierno absoluto significa gobierno legítimo, donde las personas son libres bajo la autoridad pública.
Bossuet termina su manual con un capítulo dedicado a la «majestad» de la monarquía. Estamos en pleno apogeo del reinado de Luis XIV: «Considerad al príncipe en su palacio. De allí parten las órdenes que hacen funcionar coordinadamente a los magistrados y a los capitanes, a los ciudadanos y a los soldados, a las provincias y a las armadas de mar y tierra. Es la imagen misma de Dios, que, sentado sobre el trono más alto de los cielos, regula el funcionamiento de toda la naturaleza… Mirad un pueblo inmenso reunido en una sola persona, mirad este poder sagrado, paterno y absoluto; considerad la razón secreta que gobierna todo el cuerpo del Estado, encerrada en una sola cabeza: veréis en los reyes la imagen de Dios, y tendréis la imagen de la majestad regia»2.
Pero a pesar de que los reyes son imágenes de la divinidad, no olvida recordar la condición humana de los reyes terrenos: «Lo repito, vosotros sois dioses, es decir tenéis en vuestra autoridad y lleváis sobre vuestra frente un carácter divino… Pero, oh dioses de carne y de sangre, oh dioses de fango y de polvo, vosotros moriréis como hombres… La grandeza separa a los hombres por un poco de tiempo; un fin común iguala a todos. ¡Oh reyes!
Ejercitad, por tanto, audazmente vuestro poder, porque es divino y saludable al género humano, pero ejercitadlo con humildad.
Os ha sido dado desde afuera. En el fondo, os deja débiles, os deja mortales, os deja pecadores, y os grava, delante de Dios, de uno de los más pesados rendimientos de cuentas»3.
La doctrina política de Bossuet realiza una lectura exagerada de la afirmación paulina del origen divino del poder. Si tenemos en cuenta lo dicho en la introducción a esta parte del libro, el derecho divino de los reyes se inscribe no en la tradición cristiana sino en la clerical, pues no se distinguen suficientemente los órdenes natural y sobrenatural y los poderes político y espiritual.
Dicha confusión produciría consecuencias graves en la relación entre la Iglesia y en Nuevo Régimen, como tendremos oportunidad de estudiar en la cuarta parte de esta obra.
c) El contrato social de Hobbes
En su autobiografía, Thomas Hobbes (1588-1679) afirma que su madre lo trajo al mundo prematuramente, pues estaba dominada por el terror suscitado por la llegada de la Armada Invencible a las costas de Inglaterra. En parte bromeando, y en parte hablando seriamente, nuestro filósofo escribe que el miedo es su hermano gemelo. Efectivamente, la finalidad última del pensamiento de Hobbes es el establecimiento de