Detengámonos ahora en la doctrina del otro gran protagonista de la Reforma, Juan Calvino (1509-1564). Había nacido en Noyon (Francia), y estudió derecho en las universidades de Orléans, Bourges y París. A partir de 1533 comienza a manifestar opiniones contrarias a la fe católica, y debe huir de Francia. De Estrasburgo va a Basilea, donde completa su escrito más importante: Institutio doctrinae christianae. Después de una breve estancia en el norte de Italia, se dirige a Ginebra. Allí intenta imponer sus ideas religiosas, pero será expulsado en 1538. Volverá a la ciudad que le diera fama en 1541, llamado para poner orden en una Ginebra dividida en facciones. Hasta 1564, año de su muerte, Calvino fue el alma de la ciudad, instituyendo un sistema político-religioso extremadamente rígido, en el que la ley política estaba inspirada en la Sagrada Escritura, y en donde todo disentimiento doctrinal era perseguido, incluso con condenas a la hoguera.
Menos místico que Lutero, Calvino poseía una sólida formación jurídica y una cierta tendencia sistemática. Coincide con Lutero en la absoluta centralidad de la Sagrada Escritura, pero equipara el Antiguo con el Nuevo Testamento, pues ambos son Palabra de Dios. De ahí que encontremos en el calvinismo una fuerte presencia de elementos veterotestamentarios, como la prohibición de imágenes en el culto, la consideración de la prosperidad material como manifestación externa de la elección de los justos, las batallas por la defensa de la fe verdadera, etc. Una de sus doctrinas centrales será la de la predestinación, que se inserta en la problemática de la salvación, que tanto había obsesionado a Lutero. Según el reformador francés, la predestinación es un decreto eterno de Dios, por el que establece lo que desea hacer de cada ser humano. Unos están destinados a la vida eterna, y otros a la condenación eterna. La misericordia de Dios se manifiesta en la decisión de salvar a algunos individuos, independientemente de sus méritos. La salvación está fuera del alcance de las fuerzas humanas, y el hombre no puede hacer nada para modificar el decreto de Dios. Sin embargo, según Calvino, hay signos en esta vida que permiten entrever el proprio destino, como por ejemplo la aceptación de la Palabra de Dios.
La doctrina de la predestinación ocupará un lugar cada vez más importante en la teología calvinista posterior, sobre todo bajo la influencia de Teodoro de Beza. A partir de 1570, la predestinación fue vista desde la perspectiva de la elección de Dios de un determinado pueblo, sin olvidar, obviamente, la doctrina de la predestinación individual. Así como en el pasado escogió a Israel para ser su pueblo, ahora Dios escoge a las comunidades reformadas. La elección de Dios se manifiesta a través de un “pacto de gracia”, en donde se establecen las obligaciones de Dios para su pueblo, y del pueblo para Dios. El calvinismo, que se expandió rápidamente en Suiza, Holanda, Escocia, Inglaterra (el puritanismo es la versión inglesa del calvinismo), constituyó comunidades compactas, con una conciencia de ser “elegidos de Dios”, y con una tendencia al mesianismo derivante del saberse el nuevo pueblo escogido. Estas ideas religiosas explican muchas de las actitudes de los puritanos que emigran a América en el siglo XVII, donde fundan las colonias de Nueva Inglaterra. Para los puritanos, América es la nueva tierra prometida, y la comunidad allí asentada debe vivir de acuerdo al “pacto de gracia” con su Dios.
También esto explica la actitud exclusivista e intolerante de las colonias puritanas, a diferencia de las otras colonias fundadas en América del Norte por anglicanos, cuáqueros o católicos.
Contemporáneamente a los sucesos referidos en el Continente, en Inglaterra se produce el cisma anglicano, cuando Enrique VIII se autodeclare Cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Aunque la base teológica del anglicanismo, por lo menos en sus primeros años, no se aleja de la doctrina católica —excepción hecha de la doctrina del primado del Romano Pontífice—, con el pasar de los años se verificará un proceso de protestantización del anglicanismo. Teniendo en cuenta la expansión del Imperio Británico en los siglos sucesivos, es evidente que la separación de Roma trajo consecuencias fundamentales para el mundo contemporáneo.
Las ideas teológicas de la Reforma ejercieron una vasta influencia en gran parte de la cultura occidental. Los principios de la justificación por la sola fe y el libre examen acentuaban el carácter subjetivo de la religión. Dichos principios sufrirán un proceso de secularización, y se transformarán, ya en el siglo XVIII, en la libertad de conciencia, que entendía que el juicio individual de la conciencia era la última instancia en el obrar moral. No se trataba ya de ser dócil a una particular luz del Espíritu Santo, sino que el libre ejercicio de la razón daría con la clave del actuar justo, sin referencia a ninguna autoridad por encima de la razón.
Las críticas reformadas a la espiritualidad medieval, identificada con los preceptos de la vida monástica y con el consecuente contemptus mundi (desprecio del mundo) dió vida a un aprecio creciente por las actividades temporales. En Lutero y en Calvino encontramos frecuentes referencias a la positividad del trabajo y de la vida cotidiana, ámbitos en donde Dios llama a una vida cristiana coherente. Si bien esta consecuencia de la Reforma es positiva —en los países de mayoría protestante se desarrolló una ética del trabajo que no se encuentra en los países de tradición católica—, manifiesta una cierta incoherencia con su premisas teológicas. En efecto, si el hombre es incapaz de realizar obras meritorias pues su naturaleza está corrompida por el pecado, tampoco podrá santificar realmente la vida ordinaria. Lutero no niega la necesidad de las buenas obras, que considera consecuencia de la fe fiducial. Pero sí niega que éstas posean algún mérito a los ojos de Dios. En realidad, la antropología pesimista luterana, llevada hasta las últimas consecuencias, abría el camino a una creciente separación entre el obrar humano —siempre determinado por el pecado— y los planes salvíficos de Dios. Los indudables ejemplos de altura moral que encontramos en muchos reformados a lo largo de la historia manifiestan que en la práctica era difícil aceptar literalmente la doctrina de la justificación por la sola fe, con exclusión de las obras meritorias.
Ligado a la ética del trabajo se encuentra el desarrollo del capitalismo, que algunos intelectuales del siglo XX pusieron en relación con las ideas calvinistas. La teoría más conocida —aunque últimamente fue puesta en duda— es la avanzada por Max Weber (1864-1920), quien es su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904) afirmaba que el capitalismo moderno debe a la ética calvinista su fuerza propulsora. Obviamente el capitalismo es un fenómeno independiente de la Reforma —ya encontramos formas capitalistas en el siglo XV—, pero donde sí influiría el calvinismo sería en una determinada forma histórica del mismo. El calvinismo, como hemos visto, afirma la existencia de un Dios absoluto, trascendente, que ha predestinado a cada uno de nosotros a la salvación o a la condena eternas, sin que nuestras obras puedan modificar el decreto divino preestablecido. Dios ha creado este mundo para su gloria, y el hombre tiene el deber de trabajar para la gloria de Dios y para crear el reino de Dios en esta tierra. Los calvinistas vieron una señal de la predestinación a la salvación en el éxito mundano de la propia profesión, y por eso el individuo se siente inclinado a trabajar para superar la angustia de la incertidumbre de la propia salvación. Por otra parte, la ética protestante manda al creyente que no confíe en los bienes de este mundo, y prescribe una conducta ascética. Por eso, el capitalista no gasta lo que ha ganado con sus negocios, sino que lo reinvierte. La ética protestante proveería de una explicación y de una justificación a la conducta caracterizada por la búsqueda del máximo beneficio en vistas no a su goce sino a su reinversión35.
La Reforma también influirá en las doctrinas políticas. Ya hemos afirmado que el Estado confesional moderno depende en gran medida de las ideas políticas de Lutero. Las guerras de religión fueron caldo de cultivo para la aparición de nuevas doctrinas. Entre 1562 y 1598 hubo en Francia al menos ocho guerras religiosas, en extremo violentas como toda guerra civil. En este contexto histórico se desarrollan las teorías de los realistas, sostenedores del derecho divino del rey. Los súbditos