Morlesín tardó algunos instantes en responder.
—Me preocupa mucho la constitución de la materia—dijo al cabo—. Quisiera saber lo que hay dentro de los átomos.
—Lo sabrá usted.
—¿Cree usted, señor doctor...?
—Sí, sí; lo sabrá usted.
Y gravemente pasó por delante de él, invitándome a seguirle.
—Es un experimento antiguo, pero siempre curioso—me dijo—. Física recreativa... Morlesín, haga usted delante del señor el experimento.
El fámulo se apresuró a obedecer. Cerró los balcones, y con una pequeña lámpara de arco voltaico produjo el espectro, haciendo atravesar el rayo luminoso por un prisma de cristal. Entonces pude ver cómo el espectro se extendía más allá de los límites del rojo, haciendo subir el termómetro, y más allá del violeta, haciendo surgir la luz en un papel impregnado de sulfato de quinina. Los rayos invisibles tenían, pues, una eficacia superior a los visibles. Después, por medio de soluciones adecuadas, me mostraron la causa determinante de los colores. Unos cuerpos absorben ciertas ondas luminosas, y dejan pasar libremente las otras. Estas últimas son las que prestan su color a los cuerpos. Por fin, pude observar que este poder de elección que los cuerpos tienen para las ondas luminosas, no solamente se extiende al espectro visible, sino también al invisible. El agua, por ejemplo, era perfectamente transparente para la luz, y opaca para los rayos caloríferos. Otros líquidos, viceversa, eran opacos para los rayos visibles, y dejaban pasar los invisibles ultrarrojos o ultravioletas.
Morlesín, rojo y hasta ultrarrojo de placer, me dió una explicación acabada de estos fenómenos. El éter lumínico, substancia imponderable e infinitamente elástica que llena los espacios interestelares, penetra en todos los cuerpos, rodea los átomos, que nadan en él como nuestra tierra nada en la atmósfera. Las vibraciones de este éter son la causa de la luz y del calor. Estas vibraciones u ondulaciones del éter difieren en el período de duración. Las más cortas son las ultravioletas, que se llaman también rayos químicos, porque su rapidez las hace más aptas para la descomposición de los cuerpos; las más largas, las ultrarrojas, generadoras del calor. Pues la causa de la opacidad o transparencia de los cuerpos para unas u otras ondas consiste en que el movimiento de estas ondas coincida o no con el movimiento de los átomos. Si el período de vibración de una onda coincide con el período de vibración de los átomos que componen un cuerpo, los dos movimientos se acumulan, y el cuerpo absorbe aquella onda, o, lo que es igual, resulta opaco para ella. En cambio, dejará pasar libremente las otras.
Mediavilla, que había escuchado con sonrisa burlona la disertación de su fámulo, exclamó:
—Ya ve usted que el amigo Morlesín habla de las cosas que pasan ahí dentro como si fuese un gnomo testigo de todas las operaciones misteriosas de la madre Naturaleza.
Morlesín dió las gracias ruborizado. El doctor me echó el brazo por la espalda y me llevó de nuevo a su gabinete.
—Acaba usted de presenciar un experimento de física—me dijo—. ¿Quiere usted ver este mismo experimento transportado al mundo psíquico?...
—No entiendo...
—Sí; esta misma filtración de las ondas lumínicas al través de los cuerpos, voy a hacérsela a usted ver al través de las almas.
Le miré con estupefacción, sin comprender. Mediavilla, sin explicarse más, se acercó a un aparato telefónico que tenía cerca de la mesa y llamó a su casa.
—¿Está la señorita Luisa?—preguntó al criado—. ¿Sí?... Pues dile que, si no le sirve de molestia, tenga la bondad de subir un momento.
—Es mi hija mayor—dijo colgando el auditivo—. Tiene veintidós años. Será la redoma al través de la cual vamos a filtrar la luz de esta lámpara.
Y llevó la mano a un estante de su biblioteca y sacó de él un libro. Yo le miraba cada vez con mayor sorpresa.
No tardó en aparecer una joven más baja que alta, más gruesa que delgada, de rostro fresco y sonrosado. El doctor me presentó a ella como gran literato, y le endilgó la patraña de que estaba escribiendo un libro sobre el arte de la lectura, y tomaba notas y hacía observaciones en cuantos sujetos me era posible, hombres, mujeres, jóvenes, niños y viejos.
—¡Si tú fueses tan amable que leyeses en alta voz un capítulo de esta novela!
—¡Oh! ¡Yo leo muy mal!—exclamó la joven poniéndose encarnada como una cereza.
—No es exacto. Pero aquí no se trata de la mayor o menor perfección en la lectura, sino de ciertas observaciones que el señor está efectuando acerca del acento, del timbre de la voz, del ritmo, etc., etc.
Luisa tomó ya sin replicar el libro de manos de su padre, y se puso a leer en el sitio que éste le designó.
Era una novela histórica de los tiempos primeros del cristianismo en Roma. En el capítulo señalado por el doctor se describía con brillantes colores y lujo de detalles la mansión de un patricio. Leyó la joven la descripción de los suntuosos peristilos de mármol, las estatuas, los bronces, las pinturas, las alfombras de Persia, las sederías de la China, las telas bordadas de la India, con indiferencia y entonación monótona. Pero al llegar a una escena en que la hija del patricio, altiva e irascible, disputa con una esclava cristiana, la cubre de burlas y denuestos porque cree en la inmortalidad del alma, y, por fin, la hiere cruelmente con un puñalito, la voz de la lectora se mudó ostensiblemente, la respiración se le cortó varias veces, y sus ojos se rasaron de lágrimas. Luego, la orgullosa patricia, arrepentida al ver correr la sangre en abundancia, manda curar a la esclava y le regala en compensación un rico anillo de esmeraldas. Mas al domingo siguiente el precioso anillo apareció en una iglesia entre las limosnas recogidas para los pobres. Este último rasgo hizo brillar los ojos de la lectora con alegría y admiración.
—Está bien, hija mía. Muchas gracias. Puedes bajar cuando gustes; y si tu hermana Consuelo está desocupada, dile que suba un instante.
Despidióse la primogénita de Mediavilla besando a su padre y alargándome la mano con timidez y cordialidad al mismo tiempo.
—Ya ve usted que mi hija mayor deja pasar libremente las ondas luminosas de corto período, los brillantes colores del iris, y sólo absorbe las vibraciones invisibles ultrarrojas, las que engendran calor en los corazones.
—Lo he observado con placer. ¡Dichoso el hombre que tropieza en el mundo con uno de estos seres, cuya alma sólo vibra con el amor y el perdón!
—Sí; pero ¡desgraciados estos seres si tropiezan con un hombre deslumbrado, cuyos ojos no son capaces de percibir las ondas preciosas e invisibles que remueven su alma!—repuso el doctor mientras una arruga surcaba su frente.
Comprendí que aquella joven era la hija preferida de su corazón, y que su felicidad le inspiraba un cuidado ansioso y vigilante.
Consuelo, su hija segunda, se presentó. No pude menos de sentirme subyugado inmediatamente. Un rostro blanco, ovalado, cabellos negros, ojos rasgados de largas pestañas, alta, flexible y aérea como una hada. Me saludó con la soltura un poco impertinente de las jóvenes persuadidas de su hermosura y que la ven celebrada. Su padre le repitió la misma demanda que había hecho a Luisa, poniéndole el libro delante. La hermosa joven me dirigió entonces una penetrante mirada de curiosidad, donde se mezclaba la inquietud y la burla. Luego se puso a leer, y su voz era también de timbre delicioso. Cuando la Naturaleza decide formar un ser bello, parece que muestra empeño en no olvidar ningún toque.
No tardé en advertir que la descripción de las riquezas acumuladas en la casa del patricio romano lograba interesarla; que tanta obra de arte, tanta joya y tanta elegancia le causaban profunda admiración. En cambio, cuando llegó a la escena de la disputa entre la esclava cristiana y la señora pagana, su tono se hizo más indiferente y monótono. Ni aun logró alterarlo el bárbaro castigo que ésta