Cuando algún tunante poseía una finca indebidamente, y su dueño legítimo se disponía a reclamársela, ya sabía que no tenía más que traspasarla por la mitad de su valor a don Robustiano, y el pleito quedaba segado en flor. No había en todo el partido judicial un valiente que se atreviese a pleitear con don Robustiano.
Aquel hombre exprimía a sus semejantes, como si fuesen manzanas, hasta la última gota. En cierta ocasión tuvo una idea feliz. Se le ocurrió vender todas sus propiedades a los mismos arrendatarios. No había que apurarse; se las pagarían en dos plazos: la mitad, de presente, la otra, a los cuatro años, con el rédito consiguiente. Los infelices cayeron en el lazo: buscaron dinero para pagar el primer plazo; pero al llegar el segundo, muchos de ellos, o se descuidaron, o no hallaron quien se lo diese, y don Robustiano se quedó otra vez con sus propiedades y con el dinero percibido. De este paso heroico salió con las costillas molidas cierta noche al retirarse a casa.
Otra vez oímos altas voces en la calle; nos asomamos al balcón y vimos a un hombre que salía de casa del escribano con las manos en la cabeza, gritando: «¡Oh, qué ladrón!, ¡oh, qué ladrón!» La gente se agolpó en torno suyo, le hacía preguntas; pero él, convulso, horrorizado, no sabía más que repetir: «¡Oh, qué ladrón!, ¡oh, qué ladrón!» Después supimos que era un hermano de don Robustiano, a quien éste había seducido para que pusiese a su nombre una finca heredada de sus padres con objeto de librarle de un embargo. Así que la vió a su nombre, se quedó con ella.
Sin embargo, ésta fué la única ocasión en que las hazañas de don Robustiano hicieron ruido en la calle. Generalmente, desollaba vivas a sus víctimas, o las asaba en parrilla, apagando cuidadosamente sus gritos. Era un hombre decoroso en todos los actos de su vida, decoroso en su marcha, en sus saludos, en su pechera almidonada y en sus botas de campana.
Para este hombre decoroso llegó, no obstante, el fin, como llega para todos los que tienen o no tienen decoro.
Un día fuimos sorprendidos con la noticia de que le iban a traer el Viático. No sabíamos que se hallaba enfermo. Verdad que nuestras relaciones de amistad no eran muy estrechas. A pesar de eso, mi padre se dispuso a recibir a Nuestro Señor a la puerta de la calle con un cirio en la mano, me hizo tomar otro, y le acompañamos hasta el cuarto mismo del moribundo.
Jamás olvidaré aquella espantosa visión. Don Robustiano, ordinariamente feo, pálido y anguloso, estaba ahora, a punto de dejar la vida, tan horrible, que recuerdo su figura como una pesadilla que no puede borrarse de la imaginación.
En torno suyo se hallaban su mujer y sus hijos y unos cuantos vecinos. Se incorporó con entereza para recibir la comunión, y dijo las oraciones con voz firme, sin asomo alguno de miedo. Cuando el sacerdote hubo partido, dijo, paseando su mirada siniestra por todos nosotros y fijándola después en sus hijos:
—Vais ahora a ver cómo muere un cristiano. Traedme ese crucifijo...
Se hizo como pedía, se abrazó al crucifijo de metal, y comenzó a repetir oraciones, unas en latín, otras en castellano. Al cabo de media hora dejó de pronunciar palabras, comenzó el estertor, y poco después expiró.
Yo estaba asombrado de no ver en torno suyo las consabidas sabandijas y alimañas de los cuadros que representan la muerte del pecador.
—¡Muere como un santo!, ¡muere como un santo!—oí murmurar a un vecino.
Y he aquí por qué mi padre sostenía que cada cual tiene una conciencia para su uso particular.
PRAGMATISMO
L sol se puso rojo. La negra, horrible nube se acercó, y las tinieblas invadieron el cielo, momentos antes sereno y transparente.
Entonces los camellos se arrodillaron, y los hombres se volvieron de espalda y se prosternaron también. Los caballos se acercaron temblando a los hombres, como buscando protección.
El furioso khamsin comenzó a soplar. No hay nada que resista al impetuoso torbellino. Las tiendas, sujetas al suelo con clavos de hierro, vuelan hechas jirones, y la arena azota las espaldas de los hombres; sus granos se clavan en los lomos de los cuadrúpedos, haciéndoles rugir de dolor.
Aguardaron con paciencia por espacio de dos horas, y la espantosa tromba se disipó. Entonces el sol volvió a lucir radiante; el aire adquirió una transparencia extraordinaria.
Los pacientes camellos se alzaron con alegría, los caballos relincharon de gozo, y los hombres lanzaron al aire sonoros hurras. Estaban salvados.
Habían salido de Río de Oro hacía algunos días, y, audaces exploradores, se lanzaron por el desierto líbico para alcanzar el país de los árabes tuariks. Les faltaba el agua; pero esperaban llegar aquel mismo día al gran oasis de Valatah. Así lo pensaba y lo prometía su guía Beni-Delim, un hombre desnudo de medio cuerpo arriba, de tez rojiza, nariz aguileña, cabellos crespos y mirada inteligente.
—¡Beni-Delim! ¡Beni-Delim! ¿Dónde está Beni-Delim?
Beni-Delim había desaparecido.
Entonces la consternación se pintó en todos los semblantes. El traidor había aprovechado los momentos de obscuridad y de pánico para huir, dejándolos en el desierto sin guía. Estaban perdidos.
El jefe de la expedición, un italiano hercúleo de facciones enérgicas y agraciadas, les gritó:
—¡No hay que acobardarse, amigos! Cuando ese miserable ha huído, el oasis no debe de estar lejos. ¡En marcha!
Caminaron todo aquel día, sufriendo horriblemente; pero la noche se llegó, y no había señales del oasis. Se tendieron sobre la arena silenciosos, esperando que el sueño les libraría por algunas horas de aquel tormento.
Cuando amaneció el jefe dió la orden de marcha. Algunos le dijeron:
—Pietro, déjanos aquí. No podemos más. Más vale morir de una vez que prolongar algunas horas nuestra agonía.
El italiano lanzó un juramento espantoso y les obligó a levantarse pinchándoles con su cuchillo.
Y volvieron a caminar jadeantes y silenciosos bajo un sol abrasador. Poco tiempo después un hombre cayó al suelo. El jefe le vió caer; pero siguió caminando como si no le hubiera visto; los demás hicieron como él. Una hora después cayó otro; luego, otros dos. La caravana seguía marchando, mejor dicho, seguía arrastrándose sobre la candente arena. El sol comenzaba a declinar. De pronto suena entre ellos un grito de alegría:
—¡Mirad! ¡El oasis!, ¡el oasis!
En efecto, el oasis se hallaba enfrente de ellos. No muy lejos se divisaban las crestas azuladas de sus montañas. Los exploradores se abrazan llorando de alegría.
—¡Animo, compañeros!—grita Pietro—.¡Un esfuerzo más, y estamos salvados!
Pero en aquel instante un hombre enjuto, de barba rala y canosa y ojos penetrantes revestidos de gafas, avanza algunos pasos sobre la arena, saca de su mochila unos gemelos de mar, y escruta el horizonte por todos lados. Era el sabio de la expedición.
—¡Esperad! ¡No os alegréis tan pronto, desgraciados! Eso que percibís no es el oasis, sino la imagen de las montañas que dejamos muy atrás. La capa de aire en contacto con la arena se hace, por el calor que ésta irradia, menos refractiva que las que están sobre ella. Los rayos de los objetos distantes, que caen oblicuamente sobre esta capa, no