—Como usted habrá advertido—me dijo su padre cuando partió—, acabamos de operar con una substancia muy diversa. Esta absorbe todos los rayos lumínicos y brillantes del espectro visible; pero deja pasar libremente las ondas más amplias del calor.
Bajé la cabeza sin responder. No me pareció delicado apoyar lo que decía, pues se trataba, al cabo, de una hija suya.
—Entre los fenómenos del mundo físico y los del mundo moral—prosiguió—descubrimos alguna vez una estrecha relación, una simetría que hace pensar involuntariamente en la armonía preestablecida de Leibnitz y en las causas ocasionales de Malebranche...
El doctor comenzó a disertar gravemente, sabiamente, como tenía por costumbre. Yo le escuchaba con atención y placer, pues su palabra clara, sus variados conocimientos y su ingenio prestaban verdadero encanto a su discurso. Mas hete aquí que cuando nos hallábamos enteramente abstraídos en nuestra plática metafísica, hizo irrupción en la estancia un chico de diez y ocho a veinte años, vivaracho, ruidoso, que guardaba extraordinario parecido con el doctor.
—Adolfito... Mi único hijo varón—dijo aquél presentándomelo.
Traía unos cuantos libros debajo del brazo, y me enteré de que estaba terminando la carrera de Filosofía y Letras, con todas las notas de sobresaliente y muchos premios. Luego que se hubieron cambiado algunas frases, quedó el doctor suspenso un instante, y me dijo en voz baja:
—Todavía podemos hacer otro experimento.
Y acto continuo invitó a su hijo en la misma forma, esto es, anunciándole mi libro imaginario sobre el arte de la lectura, a que leyese el capítulo de la novela que ya habían leído sus hermanas.
Adolfito tomó el libro y comenzó a leer admirablemente, como quien desea lucirse. Pero de pronto levanta la cabeza y exclama:
—¡Hombre, esta descripción me parece muy amanerada! El autor acumula en una casa todos los cachivaches que se hallan descritos en los manuales de antigüedades romanas.
—Bien... Sigue, sigue—repuso su padre sonriendo.
Al llegar a la disputa filosófica entre la patricia y su esclava, de nuevo se interrumpe para afirmar:
—Todo esto es de una inocencia paradisíaca. ¡Una esclava que habla como un profesor de metafísica!
—Sigue, sigue, hijo mío—le dijo su padre, haciéndome al mismo tiempo un guiño malicioso.
Llegó al final del capítulo, y al leer lo del anillo regalado a la esclava, y entregado después por ésta a los pobres, cerró el libro con ademán desdeñoso.
—¡Bah! ¡Bah!... Este golpecito de efecto es de lo más pueril y ridículo que he leído en mi vida.
El doctor Mediavilla dejó escapar entonces una sonora carcajada, y exclamó dirigiéndose a mí:
—Amigo mío, por esta redoma pasan libremente todas las ondas del espectro, menos las ultravioletas, que son los rayos químicos... ¡Los rayos de descomposición!
Adolfito, amoscado por la risa de su padre, se levantó de la silla, y, haciendo un frío saludo, salió de la estancia.
IDEAS CADÁVERES
ODO hombre tiene derecho a ser feliz como mejor le parezca», decía Federico el Grande. O lo que es igual: todo hombre está facultado por los dioses para entregarse a la manía que le plazca, siempre que no haga daño a los demás. Corrales tenía la suya, no perjudicaba a nadie, y, sin embargo, nosotros le tratábamos como si nos infiriese con ella alguna ofensa. Todas las noches alusiones picantes, bromitas de mejor o peor género, sonrisas desdeñosas, etc., etc.
Corrales era un hombre de sport. Había escrito y publicado en las revistas del ramo artículos muy luminosos sobre los caballos sementales ingleses y sobre la caza del zorro; era el encargado en un periódico de dar cuenta a sus lectores de las carreras de automóviles y velocípedos; el año anterior había dado a luz un tratado de Gimnástica racional, con profusión de grabados en el texto, y tenía escrito, y en prensa ya, un libro sobre El juego de la espada.
Pero Corrales era un ser raquítico y patizambo que en su vida se había subido a un trapecio o a unas paralelas, que no había montado ningún caballo ni velocípedo, ni disparado una carabina, ni asido ninguna espada francesa o española. Y he aquí lo que despertaba nuestra indignación y nos tenía sobresaltados y furiosos.
El pobre diablo recibía nuestros sarcasmos con humilde sonrisa, procuraba suavemente desviar la nube hacia otro lado, y cuando no podía, nos dejaba entender a medias palabras que todo el mundo necesitaba vivir, y que él se ganaba la vida escribiendo artículos y libros sobre los juegos atléticos. Pero nosotros no escuchábamos sus gemidos, y, cada día más implacables, le tiroteábamos con refinada crueldad: «Corrales, el conde de Rebullida tiene un potro que no puede hacer carrera de él. Yo le hablé de un amigo que en cuanto le echase los calzones encima le dejaría como una seda, y mañana nos espera en la cuadra.» «Corrales, me ha sorprendido no ver tu nombre en el programa del asalto del Círculo Militar.» «Corrales, ¿no es cierto que tú levantas setenta kilos a pulso con un brazo? Ayer me lo negaba un chico del gimnasio de la calle de la Reina.»
Llegó un día, no obstante, en que, acorralado como una fiera antes de morir, nos enseñó las uñas.
He aquí cómo sucedió:
Hacía ya una hora larga que le disparábamos las saetas más envenenadas de nuestro carcaj, cuando le vimos ponerse pálido y dibujarse en su boca una sonrisa amarga.
—Pero vamos a cuentas: ¿soy yo el primero que no vive con arreglo a sus ideas o teorías? Tú, Jiménez, eres un cristiano convencido, un creyente severo de todos los dogmas de la Iglesia. ¿Cuántas veces te confiesas y comulgas? ¿Cuánto tiempo pasas en oración cada día? ¿Qué penitencias son las que haces? ¿Has presentado la mejilla izquierda alguna vez cuando te abofetearon la derecha? ¿Practicas la caridad, la humildad y la pobreza?... Tú, Olivares, eres un político, un representante del país. Hablas mucho de decadencia y de corrupción administrativa en el Congreso, truenas contra los abusos del caciquismo, y sostienes con gran calor que mientras los funcionarios públicos no sean inamovibles y no haya pureza en las elecciones España no podrá regenerarse. Y, sin embargo, yo veo que recibes todos los días una balumba de cartas de tu distrito, y corres por los Ministerios con la lengua fuera recomendando a los hijos de tus electores para que les den algún destino, sin pararte a investigar si pueden desempeñarlo o hay que dejar cesante a un desgraciado que cumple con su obligación, influyendo para que adjudiquen ciertas marismas a uno que no tiene derecho a ellas, obligando al Tesoro a que pague a tus amigos créditos que no paga a otros acreedores más antiguos, solicitando el indulto para cualquier bribón que está merecidamente en presidio, etc., etc.... Tú, Jacinto, presumes de filósofo; pero en vez de retirarte del mundo para meditar sobre los grandes problemas metafísicos, paseas tus cabellos perfumados y tu monocle por todas las reuniones aristocráticas, cenas en el Ideal Room con las damas elegantes, asistes a las tertulias de los hombres políticos, aspiras a que te den un distrito, y mientras tanto aceptas la cruz de Isabel la Católica, te irritas y vociferas cuando hacen ministro a cualquier zascandil o cuando la prensa elogia a cualquier majadero. Yo había oído decir que los filósofos son los hombres que miran las pequeñeces de este mundo desde lo alto y con desdén superior... Y tú, Rivera, eres un poeta. ¿Qué