Y, en efecto, sin darle tiempo a huir, se encuentra rodeada súbitamente por ellos; la estrechan, lanzan gritos salvajes, ríen brutalmente, como los héroes de la Odisea, y, por fin, llevan su osadía hasta poner sus labios en el rostro de la preciosa niña.
La indignación pudo en ella más que el miedo, como ha sucedido siempre con todas las doncellas cristianas.
—¡Que os pincho!, ¡que os pincho!—comenzó a gritar blandiendo sus tijeritas.
Pero no llegó a hacerlo, porque se hallaba mucho más alta en la escala de la evolución, y la horrorizaba verter una gota de sangre de su prójimo.
Los bárbaros se aprovechan lindamente de aquel delicado sentido moral, y uno tras otro besan riendo sus cándidas mejillas.
Mas he aquí que la justicia del cielo, revistiendo la forma corporal y perecedera de la Pepa, cae inopinadamente sobre ellos. Bofetada de aquí, pescozón de allá, estirón de orejas a uno, de pelos a otro, en mucho menos tiempo de lo que tarda en decirse, pone en dispersión a aquella canalla. Y en virtud del impulso adquirido (nos complacemos en suponerlo), arremete también contra Angelina, y planta dos bofetadas en aquellas rosadas mejillas, un instante antes tan besuqueadas.
Lloran los salvajes, llora su víctima y, ¡caso admirable!, llora también la justicia celeste. ¿De ira? ¿De remordimiento?
Un minuto después, allí no había pasado nada. Los salvajes, satisfechos a medias de su correría, vuelven a la tarea de inflar el globo, y Angelina es arrastrada al tribunal de las domésticas para ser juzgada. No se encontró ni sombra de culpabilidad en su conducta. Por tanto, fué absuelta libremente, con todos los pronunciamientos favorables.
Limpiados sus ojos, restregadas sus mejillas hasta el rojo subido para borrar las huellas de aquellos besos groseros, Angelina vuelve, como un pajarito alegre y petulante, a inspeccionar las flores. Poco a poco se va aproximando nuevamente al aduar de los bohemios, y pasa repetidas veces por delante de ellos. «¡Oh coquetería femenina, que ya estalla en un corazoncito de siete años!», exclamarán ustedes filosóficamente. Eso pensé yo, naturalmente; pero pronto me convencí de que infería una ofensa a la simpática niña.
Lo que la empujaba otra vez hacia el terreno de la tribu no era la coquetería, sino un vivo sentimiento de justicia.
A pesar del aturdimiento y angustia en que la había puesto la agresión de los bárbaros, pudo observar que el jefe de ellos, aquel hermoso niño de ojos y cabellos negros, no había tomado parte en la algarada. Se había mantenido en su sitio, contemplando con mirada burlona y desdeñosa la fechoría de sus compañeros.
Angelina, al pasar por delante del grupo, le dirigía miradas penetrantes de curiosidad y gratitud. La vi vacilar, dar un paso hacia él, volver atrás; por fin, se acerca con ademán resuelto y le dice:
—A ti, porque has sido bueno, a ti te doy un beso.
Y, efectivamente, puso sus labios de coral en la atezada mejilla del caudillo. Éste se deja besar inmóvil como una estatua, le dirige una larga y orgullosa mirada, y, haciendo un mohín de desdén, vuelve con el mismo afán a su tarea.
UN TESTIGO DE CARGO
AY personas que no pasean jamás sino por calles céntricas. Hay otras que gustan de las excéntricas y solitarias, en los barrios extremos de Madrid, lindantes con la campiña. Las hay, por fin, que no pasean ni por unas ni por otras, y sólo encuentran alegría midiendo el pasillo de su casa a trancos, y acercándose de vez en cuando a la estufa para calentarse las manos.
Pues bien; declaro que yo pertenezco a la segunda categoría, aunque también me agrada recorrer una y otra vez mi pasillo con las manos en los bolsillos, particularmente cuando llueve, y dar unas cuantas vueltas por las calles de Alcalá y de Sevilla a las horas de más tránsito. Cuando esto último acaece, procuro que mi rostro vaya fruncido y aborrascado para adaptarse al medio ambiente; pero es contra mi gusto, bien lo sabe Dios, porque mi fisonomía, por naturaleza, es plácida y sentimental.
Así, que experimento más placer en pasearme por las afueras, donde encuentro rostros alegres que me miran sin hostilidad. Sólo allí me desarrugo y soy exteriormente lo que Dios quiso hacerme. Y he pensado algunas veces que si trasladásemos las caras de las afueras al centro, y las del centro las enviásemos a paseo, Madrid ofrecería a los ojos de los extranjeros un aspecto más hospitalario, más risueño y, sobre todo, más humano que el que ahora tiene.
No sucede lo mismo con los perros. Encuentro, generalmente, los del centro apacibles y corteses; los de los barrios extremos, agresivos, quimeristas y mucho más descuidados en el aseo de su individuo. Sin duda, la cultura, que ejerce una influencia tan triste en la raza humana, suaviza y mejora la canina.
Ignoro si el perro con quien tropecé cierto día en una de las calles más extraviadas del barrio de Chamberí era quimerista y agresivo como sus convecinos; pero sí puedo dar fe de su escandalosa suciedad.
Flaco, lanudo como esos bohemios que no se recortan jamás la barba y la dejan crecer por donde salga, cubierto de polvo y con un pegote de barro en cada pelo, se acercó a mí este repugnante animal moviendo el rabo y mirándome con ojos humildes.
Yo dí un salto atrás, porque la experiencia me ha enseñado que se puede mover el rabo humildemente y ser en el fondo malísimo sujeto. Pronto me convencí de que no había nada que temer. Aquel pobre perro había venido tan a menos, se hallaba tan desamparado y abatido, que los últimos rescoldos de su carácter agrio, si alguna vez lo había tenido, se habían apagado por completo.
Hice sonar con los dedos una leve castañeta, correspondiendo al meneo vertiginoso de su rabo, y me dispuse a proseguir mi camino. Pero él agradeció aquella fría castañeta como nadie me agradeció en la vida el saludo más cordial y cariñoso. Comenzó a brincar delante de mí, y a retorcerse, y a lanzar suaves e insinuantes aullidos, expresando tanto gozo como gratitud.
No se agradecen así los saludos en este bajo mundo—me dijo nuevamente la experiencia—si no se teme o se espera algo. Este perro no tiene amo, o ha sido arrojado por él de su casa. ¡Pobre animal! Me interesó su desgracia, y de nuevo hice sonar la castañeta con alguna mayor efusión, y él con esto renovó las señales de gratitud hasta querer descoyuntarse.
Inmediatamente tomó la resolución de seguirme hasta el fin del mundo.
Yo le veía detrás varias veces, dándome escolta; otras, delante, sirviéndome de heraldo. Por momentos se detenía; levantaba hacia mí su hocico peludo, y me miraba con afectuosa sumisión, cual si me quisiera decir que estaba dispuesto a obedecerme como amo y señor. La desgracia de aquel animal me conmovió. Era tan feo, que no había motivo para admirarse de que su dueño le hubiese abandonado.
Y, sin embargo, yo he visto algunas señoras ricas que acariciaban y mimaban con apasionados transportes de amor a otros perros más feos que éste, y he visto también a algunos jóvenes elegantes acariciar y mimar a estas mismas señoras, más feas aún que sus perros.
Me representaba a aquel pobre animal, arrojado ignominiosamente de su casa, volviendo a ella a demandar gracia, aullando tristemente a la puerta; le veía marchar errante