Al mismo tiempo fijé la vista involuntariamente en la reproducción al óleo de una de las vírgenes de Murillo que pendía sobre su cama. Sujeto al marco había un magnífico ramillete de flores, recientemente colocadas allí, a juzgar por su frescura.
Jiménez advirtió la mirada, y dijo sonriendo:
—¡Ya lo ves! El doctor Angélico termina como el doctor Fausto; a los pies de la Virgen María.
—Pero ¿has tomado la resolución de terminar?
—Ha llegado el cese, querido... Acércate un poco... Es posible que te inspire pavor la muerte... Cuando llegue el momento, ya verás cómo no es tan fiera como la pintan.
Al pronunciar estas palabras sonreía dulcemente. Yo sentí el corazón oprimido. Hizo una pausa, y con trabajo siguió diciendo:
—Te he nombrado mi testamentario... Perdóname: no tengo hoy otro amigo más íntimo... Lo que se ha de hacer con mi fortuna ya lo verás en el testamento... Toma esos papeles que hay sobre la mesa, y llévatelos a tu casa...
Sobre la mesa, en efecto, vi dos grandes legajos amarrados con una cuerda.
—Entre ellos—prosiguió—, los hay puramente literarios. Sírvete de ellos como quieras, o quémalos... Pero si publicas algo, que no sea con mi nombre... Al mundo no le importará mucho que haya existido un tal Jiménez que ha dicho bastantes tonterías y una que otra cosa regular...
En vano traté de infundirle esperanza de curación. Estaba absolutamente convencido de que moría, y este convencimiento le dejaba tranquilo, como si fuese a cambiar de domicilio. Comprendí que se fatigaba hablando, y me resolví a dejarlo. Embargado por la emoción, me marchaba sin los papeles. El me llamó para recordármelos.
—Volveré a la tarde—le dije.
—No; no vuelvas hasta la noche—me respondió.
Al salir al jardín con los legajos y montar en el coche no pude ya reprimir las lágrimas.
¿Sabía que iba a morir antes de llegar la noche? Ahora creo que sí.
El criado vino a avisarme al obscurecer de que su amo se marchaba por momentos. Cuando llegué, el doctor Angélico había dejado de existir. En torno de su cadáver, aún caliente, se hallaban el médico, un sacerdote y doña Pepita.
El médico, pálido y triste, exclamaba:
—¡Era un nombre!
El sacerdote murmuraba gravemente:
—¡Era un cristiano!
III
Los papeles de Jiménez necesitaban, como los jeroglíficos egipcios, prodigios de atención y perseverancia para ser descifrados. Además de su letra perversa y abreviaturas, se hallaban escritos con lápiz unos, otros con tinta, en todos los tamaños y formas imaginables: tan pronto pliegos en folio semejando memoriales a la Alcaldía, como esquelitas diminutas de las que se envían a la tienda de comestibles. La mayor parte redactados en español; pero los había también en francés y en inglés.
No me decidí, por lo pronto, a ser el Champollión de aquella bárbara escritura. Los dejé dormir largo tiempo en un armario. Pero habiendo resuelto no escribir ya para el público, y careciendo de otras ocupaciones que me distraigan, emprendí, pasados algunos años, la tarea; y después de algunos esfuerzos he logrado, en parte, llevarla a cabo. Digo en parte, porque los papeles que ahora se publican no son todos los que me entregó.
Indudablemente, algunos de ellos parecían destinados a la publicidad por la forma en que están escritos. La gran mayoría, no obstante, son apuntes o notas rápidas sugeridas por algún incidente de la vida o por sus lecturas, y desde luego se puede asegurar que sólo los escribía para descargarse de sus impresiones, necesidad absoluta que experimentan todos los solitarios.
Mi obra no ha sido de interpretación solamente, sino también de arreglo. He juntado las notas cuando me ha parecido bien, o las he fraccionado; también las he completado en ocasiones y las he puesto títulos. Además, he suavizado algunos conceptos, sobradamente decisivos, porque entiendo que, de haberlos él publicado, hubiera hecho lo mismo. No se habla en público como se habla solo.
Estos papeles, tomados en conjunto, resultan una biografía, aunque más interna que externa. Por ellos se verá con bastante claridad qué clase de hombre era el doctor Angélico; se comprenderá su espíritu, su ingenio, sus aficiones, sus odios, sus amores, sus opiniones y sus manías. Al terminar mi tarea me hice cargo de que no había descifrado unos manuscritos, sino un carácter. Le había tratado con intimidad bastante tiempo, y, sin embargo, no había logrado penetrarle por completo.
Acaso se me moteje por no haber respetado su última voluntad, dándolos con su nombre a la publicidad. He pensado que, de haberlos impreso bajo el velo del anónimo o con nombre supuesto, no habría de faltar quien me los achacase. No quiero ufanarme con plumas ajenas, ni ser tampoco responsable de las opiniones que acerca de muchas cosas divinas y humanas se hallarán estampadas en las siguientes páginas. Por otra parte, no puedo menos de sentir alegría y consuelo difundiendo y, si fuera posible, perpetuando el nombre de un amigo querido. El lector decidirá si valía la pena de sacarlo del olvido.
A. P. V.
LA SORPRESA
ÁS de una vez me acaeció despertar, tras un corto sueño durante el día, tan sorprendido de mi existencia como si realmente naciese en aquel instante.
«¿Qué es esto, qué es esto? ¿Qué soy yo? ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué es el mundo?», me preguntaba estremecido. Tan grande era mi estupefacción, que me costaba trabajo el no romper en gritos de terror y admiración. El velo de lo infinito temblaba delante de mí como si fuera a descorrerse. Un relámpago iluminaba el misterio. Mi alma en aquel instante no creía más que en sí misma; pensaba vivir en el seno del Todo; no se daba cuenta de que ya estaba desprendida, y rodaba como una hoja que el huracán arrastra. «Estas formas que veo—me decía—son extrañas a mi ser; yo no pertenezco a ellas, ni ellas a mí. ¿Será verdad que mi alma sueña los cuerpos?» La muerte me parecía tan inconcebible como la nada. El relámpago descubría un horizonte indeciso, inmenso, azulado. En los confines lucía una aurora. «Mi sitio está allí: allí quiero ir. ¿Pero mis ojos podrán recibir los rayos de ese sol cuando se levante?»
Aquel despertar antojábaseme un sueño, y apetecía dormir para despertar realmente. Sí; quería despertar para comprender, para vivir; quería romper los muros de mi propio ser y asomarme a lo eterno. ¡Cómo reía el espíritu en aquel momento del protoplasma, la generatio spontanea, la teoría celular, la evolución, y de todas las demás explicaciones que se han dado de lo inexplicable!
Vivimos sobre una pequeña hoja como el gusano, la recorremos lentamente, descubrimos sus pequeñas vetas, que nos parecen caminos maravillosos; pensamos conocer los secretos del Universo porque conocemos sus partes blandas y duras. Llega el relámpago, y los ojos, aterrados, descubren la miseria de nuestra ciencia. ¡Oh pequeña hoja del saber humano, cuán pequeña eres!
Pasó el momento de la sorpresa; me levanto del sillón