Existe una ley inexorable que se ha demostrado válida a lo largo de la historia, que hemos mencionado, y sobre la que conviene insistir: siempre se comprueba una discordancia entre el surgimiento de una invención tecnológica que entraña una profunda alteración en la sociedad y la capacidad que los sujetos tienen para procesar ese cambio. Aunque las personas parezcan adoptar de forma inmediata las novedades técnicas, esa velocidad en el uso se anticipa respecto del tiempo que la subjetividad requiere para su comprensión. Eso implica una dificultad para apreciar correctamente el alcance y los efectos directos y colaterales de los cambios sociales.
Es evidente que un gran número de cosas que hoy nos resultan familiares y que nos acompañan de forma natural en nuestra cotidianidad, no lo eran para las generaciones previas. Cincuenta empleados de una plantilla compuesta por ochenta trabajadores de una empresa de Wisconsin se han ofrecido voluntarios para que se les implante un microchip en la mano17. De ese modo, pueden fichar automáticamente su entrada en la fábrica, pagar en la cafetería, y realizar otras acciones más. «Esto en muy pocos años va a ser normal», comenta uno de los trabajadores respecto de la ola de críticas que se expandieron por los medios cuando se conoció la noticia.
Evidentemente, antes de que se inventaran los aviones no existía la fobia a volar. A nadie se le ocurriría hoy alertar contra los peligros de la aviación porque hay un gran número de personas que son incapaces de subirse a un avión, o lo hacen soportando niveles muy altos de angustia. Es innegable que las mutaciones que la ciencia aplicada introduce en nuestras vidas traen consecuencias, algunas de ellas negativas, por cuanto se manifiestan en forma de síntomas nuevos. El aumento exponencial de los trastornos de aprendizaje, que se traduce en el diagnóstico abusivo del denominado Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), no solo debe abordarse como la invención de un trastorno que beneficia los intereses de la industria farmacéutica. Toda la información, la transmisión de mensajes y la tecnología de la comunicación en su conjunto (regida por el valor supremo de la velocidad) han hecho de lo instantáneo el modelo de la relación del sujeto moderno con el tiempo. Cada vez resulta más difícil lograr que la atención se detenga más allá de un breve lapso, en especial si el mensaje no se acompaña de un elemento visual, como lo demuestra el empleo cotidiano del PowerPoint. Crece la dificultad para que los niños y los jóvenes puedan comprender, elaborar y reflexionar sobre un texto, puesto que lo habitual es la incesante lluvia de centenares de estímulos breves, simplificados, fugaces, que son absorbidos de manera casi inconsciente.
Si el síndrome de fatiga crónica es la expresión moderna del cansancio de vivir, el déficit de atención es el signo de la expansión ilimitada de la hipertextualidad, del sujeto que se desliza sin rumbo ni propósito, cautivo en el frenesí de la multitarea: poder hablar por teléfono, ver un video, escribir un texto y responder a un mensaje, todo ello de manera simultánea. Es indudable que esta forma de alienación no puede entenderse si no se admite que la relación con los dispositivos técnicos y sus aplicaciones no es algo que solo transcurre en el plano cognitivo. Un misterioso goce se deduce del carácter adictivo que para muchos sujetos tiene lo que se denomina multitasking [multitarea]. Estas conquistas, celebradas como logros que impulsan el rendimiento de las capacidades humanas, en ocasiones entrañan consecuencias que se verifican como síntomas. Los síntomas son algo así como lo que objeta la idea falaz de que el progreso es un camino lineal. La aventura humana es un fabuloso compendio de gestas y tragedias. La labor de un psicoanalista es muy modesta, puesto que la incidencia de su voz es apenas audible en el ruido ensordecedor de la historia. No obstante, estamos ahí, atentos a lo que cae, lo que se desecha, lo que flaquea, lo que tropieza, tiembla, se escabulle, o incomoda al discurso triunfal de la razón ilustrada.
La técnica nos ha situado en un estado que la autora norteamericana Sherry Turkle sintetiza muy bien en el nombre de uno de sus libros más importantes: Alone together [Juntos en soledad]18. La hiperconectividad, que ha inaugurado innumerables comunidades a lo largo y ancho del planeta, reunidas en torno a toda clase de signos identitarios, y que ha permitido a sujetos aislados de cualquier vínculo encontrar un alojamiento en la magia de las redes sociales, es —paradójicamente— lo que también nos separa, crea una barrera invisible, un filtro difícil de atravesar. La presencia real va convirtiéndose en algo extraño, invasivo. Mandamos un mensaje de texto a alguien que está en la habitación de al lado y muchas parejas encuentran normal comunicarse por WhatsApp estando uno junto al otro. La palabra es mucho más que significado. Los emoticonos, que se han inventado para dotar a lo escrito de esa cualidad insustituible de la palabra viva, no pueden suplir la progresiva evanescencia del sujeto hablante en el universo digital. Se trata de una impactante transmutación. Por una parte, la presencia se vuelve innecesaria. Al mismo tiempo, el cuerpo va siendo colonizado por los mecanismos técnicos. El futuro inmediato es la progresiva «internalización» de los dispositivos, esto es, su desaparición en el mundo periférico y su ingreso en el interior del organismo viviente.
La cultura de internet, el universo en el que pronto dejará de distinguirse entre lo virtual y lo real, ha llegado para cambiar de manera definitiva el curso de la historia de la humanidad. Para muchos, es la oportunidad de encontrar una salida de emergencia por la que escapar de sí mismos. Para otros, es el lugar donde construir una red social que en ocasiones puede sustituir a la familia de la que se carece, o mejorar la que se tiene. Hay quienes usan la interconectividad como refugio del hastío de la vida y otros para crear proyectos que mejoran la vida de miles de personas. Del mismo modo que un simple palo pudo servir para alcanzar frutos de un árbol, cavar un surco, cazar un animal o romper el cráneo de un semejante, la técnica es y seguirá formando parte de la condición humana, sirviendo a fines diferentes, algunos a favor del deseo de vida, otros en beneficio de intereses letales. Al igual que en cualquier otra esfera de lo humano, siempre tropezaremos con el síntoma, con lo que no funciona. Será precisamente allí, en eso que no anda según lo que los algoritmos han previsto, donde lo más propiamente humano seguirá resistiendo. Si alguna visión positiva podemos aportar los psicoanalistas respecto del futuro, es que siempre habrá algo que no funcione, aunque esto pueda sonar extraño. Mientras eso continúe sucediendo, mientras algo de nosotros se niegue a la automatización y a la completa absorción de la existencia en la economía del cálculo y la programación, podremos confiar en que nos mantendremos vivos.
Capítulo II Milenarismo19 High Tech
En un corto lapso hemos pasado de las metáforas del cerebro concebido como un sistema operativo de altísima sofisticación, a las metáforas de los superordenadores capaces de replicar un cerebro humano o de «cargar» la «mente» de una persona y alojarla en una especie de vida digital eterna. Las unas y las otras son metáforas que rebosan un optimismo fraudulento, enunciadas con asertividad performativa, responsables a su vez de la expansión global del cientificismo. Su principal peligro reside en que su carácter ficcional se confunda con una literalidad empírica, distorsionando así tanto las expectativas respecto de la tecnología como las necesidades que vendría a satisfacer. Es el caso, por ejemplo, de creer que la memoria en el sentido informático del término es equivalente a la memoria en el plano del ser hablante. Una vez más, nos encontramos ante el terrible y demiúrgico poder del lenguaje: no solo en lo que respecta a lo que se dice, sino también al lugar desde donde se habla.
Por ese motivo, parece acertado rehusarse al concepto de «la tecnología»,