A la luz de la historia, muchos autores y pensadores han mostrado cómo el milenarismo es un recurso fantasmático que resurge —con nuevas vestimentas y una misma finalidad— cada vez que los seres humanos se confrontan a un cambio de paradigma. Lo más inquietante es que, según las épocas, la salvación puede llegar para todos o solo para los elegidos. El tecnomilenarismo promete un paraíso en el que nadie quedará excluido, pese a que los acontecimientos tal como se presentan en el momento actual parecen indicar todo lo contrario, que la tecnología no solo no habrá de traer la felicidad para todos, sino que más bien servirá para trazar de forma mucho más acentuada las graves diferencias sociales, económicas y políticas que hoy padecemos8. Esta es una de las razones más evidentes por las cuales debemos pluralizar el concepto y el enfoque de la tecnología, manteniendo todo el tiempo la perspectiva de su pluralidad. En efecto, la disponibilidad casi general de la telefonía móvil y el acceso a la comunicación digital pueden llevarnos a la confusión de creer que eso mismo sucede con otras formas de tecnología.
Con independencia de su verosimilitud y del auténtico desarrollo logrado, las tecnologías que apuestan a una prolongación de la vida o a la detección y erradicación de graves patologías en ningún caso estarán al alcance masivo de la población, no solo debido a su elevado coste económico, sino fundamentalmente porque el dominio de esos modos de tecnificación (como el de los medios de producción) habrá de convertirse en uno de los mayores artífices de los procedimientos de segregación social. Los debates éticos demuestran la enorme dificultad para delimitar de forma precisa y fundamentada la diferencia entre los beneficios, por ejemplo, de la manipulación genética, y la perspectiva de que estas tecnologías puedan conducir a proyectos eugenésicos que una vez más nos precipiten hacia los abismos más siniestros de la historia.
La alternativa del discurso naturalista no resulta, en el fondo, mucho menos preocupante. La idea de una naturaleza que ha sido corrompida por la acción maléfica de la tecnificación puede muy bien ser el vehículo de posiciones altamente reaccionarias. No existe ninguna naturaleza en un sentido abstracto. La naturaleza también es una construcción discursiva y, por lo tanto, un artificio de lenguaje. La idealización romántica de la naturaleza debe ser cuestionada tanto como la fetichización de la tecnología. Ello, por supuesto, no significa desatender los legítimos esfuerzos llevados a cabo por los movimientos ecologistas, que precisamente se distinguen por contextualizar el sentido de lo natural en un discurso político y no en el romanticismo reaccionario del retorno a las fuentes originarias incontaminadas.
Mientras en épocas anteriores el conservadurismo tendía a idealizar el pasado y a acentuar la nostalgia por una imaginaria Edad de Oro que era menester recobrar, las formas modernas de algunos sectores conservadores han convertido el futuro —al que presentan con la misma imaginería que antes le otorgaban al pasado— como la Tierra Prometida a la que seremos conducidos por el carro triunfante de la tecnología. Uno de los aspectos más engañosos y temibles de esta reificación de la tecnología no depende de que, desde el punto de vista empírico, muchos de sus augurios sean dudosamente realizables, sino de que la felicidad se vislumbre bajo la forma de un sistema social presuntamente apolítico y superador de todas las diferencias ideológicas. Bajo esta apariencia, sin duda se esconde el demonio de un neoliberalismo que, a fin de realizar sus designios, manipula los eternos sueños humanos induciendo en ellos el espejismo del progreso. No es muy difícil reconocer que la confianza absoluta en el misticismo tecnológico obedece a la misma lógica que subyace a la creencia en la «mano invisible» del mercado. Que el progreso se haya verificado en incontables aspectos del saber humano no significa que esa tendencia sea una ley natural ni que carezca de «efectos secundarios», en demasiadas ocasiones mucho más graves que los males presuntamente superados.
Sobre este tema vale la pena citar a John Gray quien, de una manera muy freudiana, explica:
Los que creen en el progreso —ya sean marxistas, anarquistas, socialdemócratas o neoconservadores, o positivistas tecnocráticos— conciben la ética y la política como si fuesen una ciencia, de tal modo que cada paso hacia adelante permite nuevos avances futuros. Creen que la mejora en la sociedad es acumulativa, y que la eliminación de un mal implicará la desaparición de otros en un proceso siempre abierto. Pero los asuntos humanos no muestran signo alguno de sumarse en esa forma: lo que se gana siempre puede perderse y a veces —es el caso del retorno de la tortura como técnica aceptada de guerra y de gobierno— en un abrir y cerrar de ojos. El conocimiento humano tiende a aumentar, pero los humanos no por ello se vuelven más civilizados. Siguen propensos a toda clase de barbarie y mientras el crecimiento del saber les permite incrementar las condiciones materiales, también aumenta el salvajismo de sus conflictos9.
Capítulo I Los lazos amorosos y familiares en el mundo digital
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La nueva alienación
En el mundo contemporáneo, la técnica ha ido conquistando un lugar, un dominio y un alcance sin precedentes. A pesar de que el ser humano se ha caracterizado desde sus orígenes prehistóricos por su relación con el objeto técnico, es indudable que en la actualidad esa relación ha cobrado un impulso que se aproxima a una transformación cualitativa inédita: la posibilidad de una integración plena entre el objeto técnico y el organismo. La bioingeniería médica, que ha creado asombrosas prótesis, marcapasos, estimuladores intracraneales y otros tantos dispositivos cuya implantación ha permitido mejorar —e incluso resolver— graves trastornos, se encamina hacia un nuevo desafío: la producción de seres en los que los límites entre la estructura orgánica y la mecánica sean prácticamente inexistentes. No habremos de juzgar lo que este cercano porvenir podrá depararnos. La historia nos ha demostrado que, por regla general, la opinión pública (es decir, el nivel medio de la mentalidad de cualquier sociedad) está siempre por detrás respecto de la evolución técnica. Dicho de otro modo: la técnica se mueve a una velocidad a todas luces mayor que nuestra capacidad para adaptarnos a ella, para asumir sus cambios y sus consecuencias.
Ese desfase en la comprensión subjetiva del desarrollo técnico, que es la forma actual en la que se pone de manifiesto la alienación de los seres humanos, esa distancia entre lo que la ciencia aplicada produce y nuestra posibilidad de reflexionar sobre ello, va en progresivo aumento. Aquí debemos enfatizar el hecho de que no me refiero a una complejidad en el manejo de la técnica. Por el contrario, su omnipresencia en nuestras vidas se debe, entre otras razones, al hecho de que su empleo es cada vez más sencillo.
Cuando observamos la asombrosa habilidad y soltura con la que los niños de muy corta edad, incluso antes de