Lo cierto de todo es, como digo, que las discusiones marchan en completo y general desorden. Cada cual, sin preocuparse de nada del tema discutido, verdadero náufrago en estas borrascosas sesiones, teje como puede un discurso y encomienda á la Providencia la convicción de sus oyentes. Dudo que exista país en el mundo donde se hable tanto y tan bien como en España, pero seguro me encuentro de que en ninguno se recaba menos de tanta oratoria. Consiste esto en que la forma, el aspecto artístico de la oratoria española, absorbe y avasalla su fondo científico, el cual se halla primorosamente velado, pero velado al fin, por las hermosas galas de una retórica desenfrenada.
En ningún otro país más que en España, y para encarecer á los representantes de la Nación la conveniencia de votar un impuesto sobre el aguardiente, trae el orador á cuento, flotando en un mar de rizadas ondas, las primitivas construcciones pelásgicas, el monoteísmo de la raza semítica ó los cuadros del Correggio. Los oradores españoles no hacen obras de ciencia, sino obras de arte, y como artistas deben ser juzgados. De este modo nos explicamos el deleite con que hemos asistido estos cursos á las sesiones del Ateneo, y á la par el insignificante ardor científico que lograron despertar en nosotros. El público, artista también como los oradores, aplaude con frenesí los períodos tersos, las brillantes imágenes, la mímica fogosa; en cambio repugna el argumento recto y descarnado y el análisis detenido del asunto. Hay una derecha y hay una izquierda. Sentada la una enfrente de la otra, se miran con recelosa antipatía, y tienen por costumbre aplaudir tan sólo á sus respectivos oradores. Excusado será advertir que los años de las personas que en la derecha se sientan suman bastante más que los de aquellos que tienen su asiento en la izquierda. Esto no obstante, el ardor, el entusiasmo y aun la intransigencia es igual por ambas partes.
Y cuenta que esto no lo decimos á modo de censura, porque estamos bien convencidos de que estos fuegos y arrebatos salen del fondo mismo del carácter nacional, de cuyas grandezas participan muchos, de cuyos defectos y pequeñeces todos participamos. No creemos posible, según lo expuesto, que la ciencia gane mucho en las sesiones del Ateneo, donde sus más intrincadas cuestiones se discuten; pero en cambio suponemos que el arte, ese fantasma divino que logró arrastrar siempre con predominio los deseos y las fuerzas de nuestra patria, tendrá que agradecer á este centro literario un culto desinteresado y devotísimo. En buen hora que se nos hagan ver los peligros sin cuento que la verdad corre entre tanta magnificencia y suntuosidad; por cima de todo flotarán siempre las bellezas reales que hemos sabido crear.
Nuestra oratoria recorre en toda su extensión la colosal escala trazada para esta manifestación artística. Oradores, cuya sutil ironía asuela y abrasa, tenemos, y también poseemos esos grandes artistas, verdaderos magos de la palabra, que en todas ocasiones saben rodearse de hermosas y nunca pensadas imágenes que encantan y transportan el alma. El instrumento que exterioriza los vuelos de esta fantasía con su majestuosa dulzura y sonoridad, realza la obra del orador, y la coloca á la par ó por encima de los más acabados modelos del arte clásico.
Fijo en estas consideraciones, pienso mostrar en las páginas siguientes algunas observaciones sobre varios de los oradores que han terciado durante los últimos cursos en los debates del Ateneo. No aspiro á hacer retratos, que harto difícil lo considero para mi humilde pluma. Busco tan sólo el medio de echar á volar algunos pensamientos que me ocurrieron al escuchar los discursos pronunciados en las veladas del Ateneo. Excusado parecerá añadir, después de lo expresado, que mi punto de vista será principalmente artístico. Esto no obstante, trataré, hasta donde me sea posible, de hacer ver, á la par que los méritos artísticos de cada orador, las tendencias más caracterizadas de su inteligencia, ó sea el rumbo que actualmente sigue en el océano del pensamiento humano. Bajo uno y bajo otro aspecto, aunque mucho pueda aplaudir, algo tendré también que censurar; mas haré de modo que estas censuras, ni tengan su raíz en la pasión, ni se presenten tan agrias que puedan herir ninguna susceptibilidad.
D. MIGUEL SÁNCHEZ
IERTA noche, y en ocasión que el señor Sánchez pedía la palabra, oímos decir á nuestro lado: «Este señor cura padece una equivocación; se dirigía á San Luis y entró distraído en el Ateneo».
No es exacto, sin embargo, lo que el mordaz interlocutor trataba de significar. El Sr. Sánchez (ó el Padre Sánchez, que así es como generalmente se le conoce) nada tiene de orador sagrado, si no es cierta pastosidad de voz y melifluidad de tono, y el empleo de algunas frases, como las de mansedumbre por humildad, misericordia por compasión, y otras tales que trascienden de una legua á púlpito.
Por lo demás, ¿quién podrá dudar que el Sr. Sánchez abandonó totalmente las formas arcaicas de la Cátedra Santa para aceptar con amor la nueva fase de la apologética católica? No se trata ya de hinchadas é indigestas pláticas, sembradas de místicos ejemplos donde Satanás juega por lo común papeles de melodrama, de símiles bíblicos y latines macarrónicos, no; la moda, que todo lo invade, como me propongo demostrar en ocasión propicia, se ha introducido por la mohosa cancela de las catedrales y ha sugerido á los defensores de la verdad católica nuevas y radicales reformas en su piadosa estrategia. La Iglesia había poseído hasta ahora santos padres, doctores y mártires; pero carecía de guerrilleros de la palabra, y los tiempos actuales se los han suministrado.
Los modernos paladines del Catolicismo no se aperciben á la batalla, como los antiguos, demandando al cielo fuerzas en medio de fervorosas oraciones y áspera penitencia, sino que afilan su lengua en las peleas del meteeng, y adiestran su pluma en las turbulencias del periodismo candente. Los apóstoles é iluminados de otros días, son actualmente polemistas irascibles y batalladores. Los que fecundaban antes con su preciosa sangre los campos de la religión, riegan con bilis ahora la arena del debate. Los apologistas católicos se creen en el deber de aceptar las condiciones en que hoy se les ofrece la lucha, y mantienen en tensión constantemente el arco que tiene aparejado el dardo del sarcasmo ó del ultraje.
El Sr. Sánchez ha entrado de lleno en los derroteros de la nueva apologética. No pertenece á la escuela de San Anselmo y San Bernardo; pero, en cambio, es discípulo aprovechado de Luis Veuillot. Hace bastantes años que esgrime su palabra, sutil y revoltosa, en el Ateneo de Madrid, si bien ha padecido un prolongado mutismo, ocasionado, á lo que parece, por la suspicacia clerical. No merecen los honores de batallas las luchas en que interviene, porque no entra en sus miras presentar el pecho al enemigo, pero sabe preparar con destreza una emboscada y evitar los más certeros golpes. No para mientes jamás en las doctrinas, sino en la persona que las representa, y á ella asesta luego sus malignas estocadas. El Padre Sánchez entiende que la discusión es un pugilato donde el laurel de la victoria debe adjudicarse al que más aporrea á su adversario.
Es un polemista escabroso; un defensor audaz del antiguo régimen; tiene bastante nervio dentro del género especial de su oratoria, y maneja con éxito ese estilo, ora místico, ora volteriano, que por medio de intencionadas burlas é incesantes sarcasmos pretende inculcarnos el amor de Dios y del prójimo.
Cuando escuchamos las picantes alusiones, las sangrientas diatribas con que el P. Sánchez maltrata á sus adversarios políticos, nuestro pensamiento se remonta sin darnos cuenta de ello á los primeros tiempos del Cristianismo. Y contemplamos la figura apacible del Redentor, y escuchamos la dulce y persuasiva voz que nos ordena amarnos los unos á los otros; y vemos también sobre el fuste marmóreo de una columna á aquellos ejemplares varones que salieron del mundo vivos en fuerza de mirar al cielo. ¡Oh santos Estilitas! ¡Cuántas veces se hubiera desplomado el P. Sánchez de vuestra memorable columna; él que tan