El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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peor, cien veces peor. Todo se sabe...

      —Y bien, ¿qué medio creéis que os queda para con la reina?

      —Las cartas que poseéis.

      —Pero esas cartas no pueden usarse sin que yo me pierda.

      —¿Creéis que vos estaréis perdido, cuando yo esté salvado?

      —Hace algún tiempo que, con mucho sentimiento mío—dijo con gran humildad don Rodrigo—vemos las cosas de distinto modo. Yo veo...

      —Vos veis menos de lo que creéis ver.

      —Yo veo todo lo que pasa en la corte y fuera de ella, señor. Sé que vuecencia no puede anunciarme una cosa grave que yo no sepa.

      —Voy á deciros una gravísima: ¿sabéis dónde está la reina?

      Miró con asombro Calderón á Lerma.

      —No comprendo á vuecencia—dijo.

      —Me explicaré: ¿sabéis por qué la reina no parece?

      —¿Qué no parece su majestad?

      —Sí, por cierto; la reina se ha perdido esta noche, ó ha estado perdida. En una palabra: su majestad la reina, á cierta hora de la noche, no estaba en su cuarto.

      —¿Cómo, á qué hora?

      —A principios de la noche.

      —Pues puedo deciros—exclamó Calderón poniéndose pálido—que si la reina ha desaparecido de su aposento, ha salido del alcázar.

      —¿Que ha salido?

      —Sí, señor, sola y en litera.

      —Eso no puede ser; ¡imposible!—exclamó el duque poniéndose de pie—. ¡Margarita de Austria, sola como una dama de comedias!...

      —Es más, señor, acompañada de un hombre.

      —¿Pero no habéis dicho que salió sola del alcázar?

      —Sí, sí por cierto; yo la había dado una cita.

      —¿Y esperábais?...

      —No esperaba; pero á todo trance, y por no esperar yo mismo á las puertas del alcázar, para no dar que pensar, puse un hombre de mi confianza, y esperé más lejos. Impaciente, fuí á informarme de mi centinela, y éste me dijo que había salido del alcázar, bajando por la escalera de las Meninas, una dama que tenía todo el aspecto que yo le había indicado, que había entrado en una litera y acababa de alejarse. Seguimos la dirección que la litera había tomado. La hallamos al fin, la seguimos. De repente para la litera y sale...

      ¡La reina!

      —Una dama tapada que tenía el mismo aspecto, el mismo andar reposado, grave, gallardo de su majestad. Más aún; de repente, aquella dama se detiene junto á un hombre que estaba parado en una encrucijada y se ase á su brazo y sigue.

      —¡Oh! no podía ser la reina, no; ¿á qué había de asirse á otro hombre?

      —¡Ah! aquel hombre, cuando le dejó la dama tapada en una callejuela solitaria, me detuvo hierro en mano.

      —¡Oh!—exclamó el duque de Lerma—¿se trataba de mataros?

      —Y la reina se había puesto por cebo; no tengo duda de ello. Además, aquel hombre había sido buscado á propósito; yo me jacto de ser buena espada; pues bien, aquel hombre me desarmó y me hizo gracia de la vida.

      —No querían, pues, mataros: no era la reina.

      —Al contrario, la generosidad de ese hombre me confirma más en mis sospechas; la reina se horroriza de la sangre... como vuecencia; la reina, sin duda, ha querido decirme: aunque soy mujer, y me tenéis obligada al silencio, puedo en silencio mataros; tengo una valiente espada que me sirve.

      —¿Pero no se os ocurre que vuestro vencedor pudo quitaros las cartas?

      —La reina no sabe que por guardarlas mejor llevo siempre las cartas conmigo.

      —¿Y no se sabe quién es ese hombre que ha defendido á la reina?

      —No lo sé aún, pero lo sabré; le he hecho seguir por un hombre que no le perderá de vista.

      —Pues bien; lo que más urge ahora es desenredar este misterio de la reina, ver claro: saber cómo, por dónde puedan entrar personas extrañas en la cámara de la reina, y cómo la misma reina puede salir sin ser vista de nadie. Hay ciertos pasadizos en el alcázar que han estado á punto de causarnos graves disgustos. Haced que las gentes que están al lado del rey, cuenten sus pasos, oigan sus palabras...

      —Tal las oyen, que aconsejo á vuecencia haga dar una mitra al confesor del rey.

      —¡Cómo!

      —Fray Luis de Aliaga ha pasado toda la tarde al lado de su majestad, mientras vuecencia reconciliaba á sus enemigos y se creía por su reconciliación libre de cuidados.

      El duque quedó profundamente pensativo.

      —¡El confesor del rey! ¡La reina apela al hierro! ¡Oh! ¡oh! la lucha es encarnizada... y bien, será preciso obrar de una manera decidida...

      —No digáis es necesario obrar... decidme obrad, y obro. Estas cartas son ya insuficientes... vuecencia no puede pedirme que me pierda al perder á la reina... la reina lo arrostra todo... imitémosla.

      —Procurad saber quién es ese hombre de que la reina se ha valido; averiguado que sea, hacedle prender, y esto al momento. Después, id á avisarme al alcázar.

      Don Rodrigo conoció que la orden era perentoria, y fué á salir.

      —No, por ahí no; tomad mi linterna; vais á salir por el postigo; de paso mirad si hay algún muerto en la calle, ó al menos señales de sangre.

      —¡Ah!

      —Sí, antes que viniérais sonaron cuchilladas en la callejuela.

      —¡Ah! ¡ah!—dijo para sí Calderón bajando las escaleras detrás del duque—. ¡Cuchilladas junto al postigo de su excelencia, y su excelencia interesado en saber el fin de estas cuchilladas! ¡ah! ¿qué será esto? ¡Creo que este hombre, cuando me guarda secretos, desconfía de mí! Pues bien, obraré como me conviene, señor duque; y ya es tiempo; no quiero sumergirme con vos.

      Cuando llegaba á este punto de su pensamiento, Lerma abría el postigo y se cubría con él para no ser visto por un acaso desde la calle.

      Calderón salió.

      Apenas había salido y cerrado el duque, cuando resonaron en la calle, como por ensalmo, delante del postigo, cuchilladas, y poco después, unas segundas cuchilladas más abajo, unieron su estridor al de las primeras.

      El duque de Lerma subió cuanto de prisa le fué posible las escaleras, llamó á algunos criados, y los envió á saber qué había sido aquello.

       Índice

      DE CÓMO DON FRANCISCO DE QUEVEDO ENCONTRÓ EN UNA NUEVA AVENTURA EL HILO DE UN ENREDO ENDIABLADO

      Cuando Quevedo salió de la casa del duque de Lerma por el postigo, apenas había puesto los pies en la calle, se le vino encima Juan Montiño, que, como sabemos, estaba esperando en un soportal á que saliese por aquel postigo don Rodrigo Calderón.

      Al verse Quevedo con un bulto encima, y espada en mano, echó al aire la suya, y embistiendo á Juan Montiño, exclamó con su admirable serenidad, que no le faltaba un punto:

      —Muy obscuro hace para pedir limosna; perdone por Dios, hermano.

      Y