El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
Скачать книгу
que aunque muchas veces hemos jugado los hierros, no creí que pudiéramos llegar á reñir de veras!

      —¡Ah! ¿sois vos, señor Juan? que me place; y ya que no nos hemos sangrado, alégrome de que hayamos acariciado nuestras espadas para daros un consejo: lo de tajos y reveses á la cabeza, dejadlo á los colchoneros, que sirven bien para la lana, y aficionáos á las estocadas; de mí sólo sé deciros que de los instrumentos de filo, sólo uso la lengua. ¿Pero qué hacéis aquí?

      —Espero.

      —Ya, ya lo veo. ¿Pero á quién esperáis?

      —A un hombre.

      —Decid más bien á un muerto; y dígolo, porque á pesar del demasiado aire que dais á la hoja de la espada, si yo no fuera quien soy, me hubiérais hecho vos lo que no quiero ser en muchos años. Pero el nombre del muerto; digo, si no hay secreto ó dama de por medio, que no siendo así...

      —Dama y secreto hay; pero me venís como llovido; conozco vuestra nobleza, quiero confiarme de vos, y os pido que me ayudéis.

      —Y os ayudaré, y más que ayudaros; tomaré sobre mí la empresa y el encargo. ¿Pero de qué se trata?

      —¿Conocéis á don Rodrigo Calderón?

      —Conózcole tanto, como que de puro conocerle le desconozco. Es mucho hombre.

      —Pues á ese hombre espero.

      —Para...

      Quevedo hizo con el brazo la señal de una estocada á fondo.

      —Cabalmente.

      —Perdonad; pero vos no sois cristiano, amigo Juan.

      —¿Por qué me decís eso? ¿no os he dejado tiempo para poneros en defensa?

      —Dígolo, porque vuestro rencor no cede. ¿No os habéis satisfecho con haber desarmado hace dos horas á don Rodrigo Calderón, sino que pretendéis matarle?

      —¡Cómo! ¿era don Rodrigo Calderón el hombre con quien reñí cuando?...

      —Sí, cuando acompañábais á una dama muy tapada, muy hermosa y muy noble que había salido del alcázar.

      —¡Cómo! ¿conocéis á esa dama?

      —Puede ser.

      —¿Y es hermosa?

      —Puede que lo sea.

      —¿Y sabéis su nombre?

      —Puede llamarse... se puede llamar con el nombre que mejor queráis; os aconsejo que no toméis jamás el nombre de una tapada, sino como un medio de entenderos con ella.

      —¿Pero no decís que la conocéis?

      —Lo que prueba, pues tanto me preguntáis, que no la conocéis vos.

      —¡Ay! ¡no!

      —¿Os habéis ya enamorado?

      —Lo confieso.

      —Sin conocerla...

      —Ahí veréis.

      —¿Por la voz, ó por el olor, ó por el bulto? Ved que esas tres cosas engañan.

      —Estoy seguro de que es una divinidad.

      —Se me os perdéis, Juan, se me os perdéis, y lo siento. Idos de la corte, amigo mío, porque si apenas habéis entrado habéis caído, á poco más sois hombre enterrado. Creedme, Juan, veníos conmigo á una hostería y dejáos de tapadas, que no contentas con haberos matado os piden hombres muertos.

      —Idos si queréis—dijo Juan Montiño—, que yo estoy resuelto á quedarme y á cumplir lo que he prometido.

      —No, no me iré, puesto que me necesitáis: aquí me estoy con vos y venga lo que viniere.

      —He reparado en un bulto que me sigue desde después de mi primera riña con don Rodrigo.

      —¡Ah! ¿sí? ¿un bulto? razón más para que yo me quede.

      —Y ese bulto está allá abajo, junto á la esquina.

      —¿Y no le habéis ahuyentado por no espantar la caza? bien hecho; por lo mismo dejaréle yo allí: pero entrémonos en este zaguán.

      —Entrémonos.

      —¿Y estáis seguro de que don Rodrigo Calderón está ahí dentro, y si está de que saldrá por ahí?

      —No lo estoy, pero espero.

      —Vais haciéndoos á las costumbres de los enamorados tontos, que se pasan la vida en esperar á bulto.

      —Por más que hagáis...

      —No os curo.

      —No.

      —¿Pero tanto vale esta dama?

      —¡Oh!

      —¡Oh! Decir ¡oh! vale tanto como si dijéseis: esa dama es para mí un acertijo.

      —¿Creéis que estoy enamorado?

      —¡Ayúdeos Dios, si vuestro mal no tiene cura! ¿Y sabéis que tarda don Rodrigo?

      —¿Qué tenéis que hacer?

      —Mucho: por ejemplo, me urge ver á vuestro tío el cocinero de su majestad.

      —Pues no podéis verlo esta noche.

      —¿Cómo?

      —Va de viaje. Se muere mi tío el arcipreste y va á cerrarle los ojos.

      —¡Ah! pues si no puedo ver á vuestro tío, me importa poco que tarde nuestro hombre; entre tanto á dormir me echo.

      —¡A dormir!

      —Sí; he encontrado aquí un poyo bienhechor, y estoy cansado. Y luego, ¿de qué hemos de hablar? No conocéis á esta dama... no puedo aconsejaros á ciencia cierta... me callo, pues, y duermo. Avisadme cuando sea hora.

      Al sentarse Quevedo se desembozó y dejó ver una línea de luz por un resquicio de su linterna.

      —¡Oh! ¡traéis linterna!—dijo el joven.

      —Nunca voy sin ella.

      —¿Me prometéis decirme el nombre de la dama, si os doy algo por lo que podáis venir en conocimiento?

      —Os lo prometo—dijo Quevedo.

      —Pues bien, abrid la linterna y mirad.

      Quevedo abrió la linterna, y Juan Montiño, doblando la carta que su tío había recibido de palacio, y dejando sólo ver el primer renglón que decía: «Tenéis un sobrino que acaba de llegar de Madrid...» mostró aquel renglón á Quevedo.

      —¡Y es letra de mujer!—dijo éste.

      —¿Pero no la conocéis?

      —No—repuso Quevedo guardando la linterna.

      —Voy á ayudaros—añadió el joven—: esta carta ha venido de palacio á mi tío, de mano de una dueña de la servidumbre.

      —Si no me dais más señas no puedo alumbrar vuestras dudas. ¡Y me duermo, vive Dios, me duermo!—dijo Quevedo bostezando.

      —Decidme: ¿hay en palacio alguna dama cuya hermosura deslumbre como el sol?

      —Háilas muy hermosas: ¿la vuestra es esbelta, ligera, buena conversación, morena?...

      —No, no; es blanca.

      —¿Cómo, pues, sabéis su color si iba tapada?

      —Una mano...

      —¡Ah! es verdad, las tapadas que tienen buenas manos no las tapan. Pues no es la condesa de Lemos—dijo para sí