—Pero, alma de Dios—repuso la otra—, si aún no hemos cumplido los veinte años, y no hace uno que andamos por el mundo, ¿cómo hemos de conocerle con tantos pelos y señales? ¿Qué sabes tú todavía cuál es bueno ni cuál es malo, tratándose de hombres y de mujeres?
—¡Mucho, muchísimo!—exclamó Sagrario en un arranque de cómica solemnidad—. Y dejemos a un lado los hombres, por ahora, que son unos infelices que no se meten con nadie; ¡pero las mujeres!... ¿Piensas que soy sorda? ¿Tiénesme por ciega? ¿Lo eres tú, por si acaso? ¿Y tantos años se necesitan, andando entre ellas, para observar cuándo sus besos son de judas, y puñaladas sus sonrisas?... Mira, Beronic (la llamaban todos así, en francés, como la habían llamado en el colegio, por quitar el saborcillo sainetesco que teñía su nombre pronunciado en español), y no te lo digo por meterte miedo, sino por todo lo contrario: porque sepas que, providencialmente y porque no aburran por llanos los salones, hay esas escabrosidades en ellos; lo que pasa es esto... y tenlo presente para que no te acongoje al otro día la sorpresa del hallazgo: por llegar, te comerán todas con los ojos; algunas te llenarán los oídos de lisonjas; otras, la cara de besos; tú estarás ruborosa, algo trabada con los estorbos de los elegantes arreos que nunca has arrastrado, y el flamear de los honores con que te reciben en el gran mundo los veteranos de él; pues porque te turbas, porque te trabas, y, sobre todo, porque estás hermosa, te morderán las que te besan, las que te adulan y las que te miran: las unas con la lengua, las otras con los ojos; y si no fueras bonita, te morderían lo mismo por todos estos pecados y por el de ser fea... ¿Te sonríes, Leticia?... ¡Qué pieza eres! Pues mira, ni siquiera le pido a Beronic las albricias del descubrimiento, porque esas cosas las he leído infinitas veces en libros de escarmentados. Lo que he hecho yo es comprobar el caso sobre el terreno, como ha de comprobarle esta novicia, por torpe que sea de oído y de mirada, siempre que haga la observación con un poco de malicia. ¡Pues si llegas a tener ángel para los hombres, y dan éstos en acudir a tu lado!... De risco que sean tus carnes, han de sentir la mordedura de la más blanda de boca.
Leticia soltó aquí la carcajada.
—¿A que te sangran a ti todavía las cicatrices?—le dijo Sagrario, encarándose valientemente con ella.
—¡Si no me río por eso, extremosa!
—Pues ¿por qué te ríes, prudente?
—Porque, en tu afán de abrir los ojos a ésta, vas a concluir por hacerle aborrecible aquello mismo que tratamos de hacerle amable... y que tanto nos gusta a nosotras.
—¡Bah!..., ese no es caso de risa.
—¿Lo dudas?
—Es que no lo creo. Te ríes de mis despreocupaciones, como tú llamas a esta claridad que yo gasto, lo mismo en hechos que en dichos. ¡Como tú prefieres el sistema contrario!... Pues mira, yo no me río del tuyo, que te lleva al mismo fin que el mío: cuestión de temperamento y de gustos. Por eso no le predico a ésta las ventajas de tal o cual camino para ir a donde nosotras vamos: lo mejor es dejar a cada cual que marche por donde más llano lo vea.
—Estamos conformes—dijo Leticia con gran formalidad, probablemente forzada—. Pero sea o no caso de risa lo del cuadro que pintabas, es lo cierto que tanto puedes recargarle de color, que llegue ésta a mirarle con miedo.
—Por eso mismo—replicó Sagrario, golpeando a la aludida en un hombro con el abanico cerrado—, he comenzado por advertirla que se lo cuento para evitarle la sorpresa del hallazgo de ello; porque ha de saltarle a los ojos, más tarde o más temprano, eso que yo tengo por uno de los bocadillos más sabrosos de la mesa de nuestro mundo... ¡Caramba, y qué bien salió este parrafejo! ¿Si iré para literata sin notarlo?... Con franqueza, Beronic..., y perdona tú, Leticia, si hallas algo shocking la despreocupación: después del placer de ser codiciada de los hombres de buen gusto, no hay otro que más halague mi vanidad que el ser envidiada y aborrecida de las mujeres elegantes.
Con esta explosión de las ingenuidades de Sagrario, cuatro mordiscos de la lima sorda de Leticia, y media docena de comentarios de la neófita, no tan cortos de alcance como pudieron creer sus amigas, tomándolos en toda su apariencia, terminó aquella entrevista, que no la enseñó mucho más de lo que ella sabía o sospechaba.
V
Llegó, al fin, y por sus pasos contados, la tan esperada noche de mi exhibición solemne. No conservo en la memoria los detalles minuciosos de aquel acontecimiento, tan señalado en la vida de las mujeres de mi alcurnia y de mis hábitos, porque, como todas las realidades muy soñadas, ésta no me pareció de la magnitud en que me la habían forjado las quimeras de la imaginación.
»Recuerdo que precedieron a la fiesta largas horas de punzante inquietud, de ávida contemplación de mis flamantes y simbólicos arreos de batalla, tendidos sobre lechos, sillones y cojines: desde el menudo zapato de raso, hasta las flores de la cabeza, pasando por un océano de sedas, encajes, plumas y crespones; todo aéreo, todo casto, todo simple, como pedían y piden los estatutos de la Orden para una doncella de mi edad y condiciones, a quien no le es lícito, todavía, albergar malicias en su cabeza ni torpes sentimientos en el corazón; otras horas, no tan largas, en lo más recóndito de mi gabinete, entre menjurjes, abluciones y atildaduras de tocador. En seguida, la ímproba y conmovedora tarea de vestirme todos los dispersos perifollos: allí mi madre, allí la doncella, allí la modista; yo, como un maniquí, rodeada de luces y de espejos. El vestido, sin mangas y casi sin cuerpo, dejábame las carnes, de cintura arriba, medio a la intemperie. Sentía yo la impresión del aire tibio, más que en ellas, en algo tan profundo y delicado, que, tras de golpearme las sienes, me obligaba a cerrar los ojos y a tirar del escote del vestido hacia arriba, y de las mangas hacia abajo; procedían en sentido inverso la modista y la doncella; sonreíase mi madre; quejábame yo de que era mucho lo descubierto; replicábanme, que, por lo mismo, y por ser bueno, había que lucirlo; atrevime a mirarlo más despacio, y resigneme al fin, porque quizás estuvieran ellas en lo cierto, amén de que lo imperioso del mandato quitaba todo pretexto a mis escrúpulos.
»Ya estaba armada de punta en blanco: nuevas combinaciones de luces y de espejos para verme a mi gusto por todas partes, y ensayar actitudes, movimientos y sonrisas, y sorprender a hurtadillas la grata impresión de todo ello en las caras de las tres espectadoras.
»En el salón inmediato aguardaba mi abuelo, que, en honor mío, había hecho aquella noche «la calaverada» de ir a admirarme «vestida de pecadora». Al verme aparecer, se quedó como asombrado. Pensé yo que se escandalizaba, y me cubrí el seno con el abanico. Me dijo a su modo muchas cosas, que tan pronto me sonaban a ponderaciones entusiásticas, como a lamentos de pesadumbre. Atajele el discurso poniéndole mi frente junto a su boca para que me diera un beso, y le pagué con otro resonante en la rugosa mejilla, y unos cuantos embustes cariñosos, de cuyo efecto mágico sobre el corazón del pobre hombre estaba yo bien segura.
»En esto, y mientras mi madre acababa de vestirse y de adornarse, dijéronme que mi hermano deseaba verme.
»Acudí a su cuarto. Estaba en la cama, descoyuntado entre mantas y almohadones. Por verme entrar, me llenó de improperios; detúveme dudando junto a la puerta, y esto fue mi fortuna, porque con la última desvergüenza me arrojó la palmatoria, que se estrelló contra el espejo de un lavabo, a media vara de la cola de mi vestido.
»Volvime al lado de mi abuelo, entre asustada y risueña; y tras largo, interminable rato de esperar a pie firme, por no ajar la tersura de mis faldas, llegó mi madre con el aspecto y el andar de una matrona romana, ocultando la cruz de sus achaques y los estragos de la edad con el engaño de un cielo de fulgurante pedrería sobre otro caudal de sedas y artificios.
»Mi padre andaba aquella noche ciegamente empeñado en sus caballerías senatoriales; y con harto sentimiento mío, no recibí