Jamás habían vertido los ojos de la joven lágrimas tan cordiales ni tan copiosas como las que entonces corrieron a lo largo de sus mejillas, ni su pecho se había sentido agitado por tan hondas impresiones como las que la dominaban mientras el amoroso anciano estampaba en su frente, inclinada hasta tocar su boca, un beso trémulo, convulsivo, frío como la losa de un sepulcro.
Y todo sucedió como él lo había dispuesto y vaticinado: se confesé a las once, comulgó a las once y media, y se murió antes de las doce.
¡Cuánto lloró Verónica aquel día, y al siguiente, y con qué fervor rezó por el alma del muerto, y con qué sinceridad prometió a su memoria grabar en el corazón sus últimas advertencias, y ajustar a ellas todos los actos de su vida!
Tardó mucho en acostumbrarse a contemplar con ojos enjutos y corazón tranquilo, la soledad y el silencio de aquel gabinete en que tantas caricias y tan repetidos testimonios de entrañable amor había recibido del doliente octogenario. De todo lo cual se deduce que quería de veras a su abuelo.
La marquesa, cuyos males la impedían entregarse por entero a los rigores de la pesadumbre que le correspondía por la muerte de su padre, se asombraba de las lágrimas y de las tristezas de su hija, y la conjuraba, en frase dura y seca casi siempre, a que se volviera a lo suyo, «dejándose de gazmoñerías sentimentales, que ya chocaban a las gentes».
—¡Dichosa ella!—solía decir el marqués, interviniendo en el caso algunas veces, mientras se paseaba por el gabinete, con las manos en los bolsillos, las cejas y los labios contraídos, la cabeza humillada y los ojos chispeantes, derramando la mirada, que quería ser triste, por los dibujos de la alfombra—. ¡Dichosa ella, que está en la edad de las grandes impresiones, y puede llorar para desahogo del corazón oprimido! Llora, llora, hija mía; que con las lágrimas se honra a los muertos y se cumple con las leyes de Dios y de la Naturaleza. ¡Ay de nosotros, que, sintiendo tanto como tú, no podemos llorar!
Y en esto miraba con el rabillo del ojo a su mujer, que le respondía con un gesto de aire colado.
La herencia fue pingüe de veras. Cortijos en Andalucía, dehesas en Extremadura, casas en Madrid, papel del Estado, acciones del Banco de España..., de todo había mucho y bueno, libre y desempeñado.
Un día se hizo el recuento, y resultó que las rentas de este caudal pasaban de cuarenta mil duros. Con ellos, y lo que quedaba de los bienes del marqués y de la dote de la marquesa, se podía calcular la renta en un millón de reales. Verónica había sido mejorada en tercio y quinto, y esta mejora estaba asegurada, entre el cuerpo de bienes, con cuantas ligaduras eran de apetecer, según la sabia y cariñosa previsión de su abuelo.
Muy pocas horas después de hecho este cálculo, fue cuando a la marquesa se le ocurrió caer en la cuenta de que con la muerte de su padre y de su hijo, aquella casa que habitaba tanto tiempo hacía, en la calle de Hortaleza, le parecía un cementerio sombrío: veía a las «queridas prendas» de su corazón, doloridas y agonizando, en cada rincón, en cada mueble y a cada instante; su espíritu, tan combatido por los males del cuerpo y por las tristezas del alma, no estaba para grandes pruebas, y le era indispensable «salir de allí... a cualquiera parte».
El marqués, que «estaba en todo», como él decía, asintió inmediatamente al reparo de su mujer; y como comprendía muy bien «la situación de las cosas», añadió que era de urgente necesidad tomar otra casa de mejores horizontes, de más luz, de más aire, más capaz y más alegre. Debía pensarse hasta en un hotel en Recoletos o la Castellana; pero sólo pensarse por entonces. Entre tanto...
Entre tanto, se alquiló un vastísimo principal en la calle de Alcalá, por la miseria de tres mil duros al año; y como no era cosa de ir a habitarle tal como lo habían dejado los últimos inquilinos, ni de trasladar a él los muebles de la calle de Hortaleza, tan llenos de tristes recuerdos, y tan pasados de moda los más de ellos, hubo necesidad de hacer obra en la nueva casa y de encargar el necesario y conveniente ajuar para ella. En lo tocante a la obra, una vez acordada, o hacerla útil, o no hacerla. Cada inquilino tiene sus necesidades y sus gustos, y los de la marquesa eran distintos en todo, por las trazas, de los de las gentes que habían precedido a su familia en la casa de la calle de Alcalá. En la cual había muchos gabinetes con un solo salón; y precisamente necesitaba ella, por razón de aire y de holgura, tan indispensables para su salud, muchos salones y pocos gabinetes, comedor amplísimo y vestíbulos desahogados. A este fin, no quedó un tabique en pie; se encargó el plano de la nueva obra a un arquitecto; y como en el piso había tela en que cortar, todo se hizo al gusto de la marquesa, que halló en estos entretenimientos ocasión de invertir las largas e insípidas horas que traen consigo la esclavitud y la tristeza de un luto rigoroso, como el que la familia vestía entonces.
Aplaudían los amigos de la casa el gusto y la esplendidez de la marquesa, a quien atribuían exclusivamente la dirección de todo aquello, mientras la interrogaban con un gesto, por no atreverse a ser más explícitos con la lengua, al recorrer una verdadera serie de salones fastuosamente decorados. Respondía ella con otro gesto que, cuando menos, significaba que había comprendido la pregunta; y algo parecido le ocurría a su marido con los hombres políticos, que casi le formaban un cortejo diariamente desde lo de la herencia, y poco más o menos le sucedía a la hija con sus amigas; sólo que éstas eran más claras en el preguntar, y ella menos encogida en el responder, por lo mismo que estaba bien persuadida del destino de aquellos despilfarros, desde que su madre apuntó en la calle de Hortaleza la necesidad de vivir en casa de mayor calibre.
Al fin se terminaron las obras y el luto; invadieron la nueva casa mueblistas y tapiceros; llenáronse suelos, paredes y techos de ricas alfombras, de espejos colosales, de cuadros y tapices valiosísimos, de arañas estupendas y de muebles caprichosos; llovieron esculturas y monigotes por todos los rincones y tableros de mesas y veladores; atestáronse de primorosas y artísticas vajillas los aparadores del comedor, que era un bosque de roble tallado y un bazar de porcelanas, bronces y cristalería, tapizado de cuero cordobés; no quedó cortinón de vestíbulo ni de puerta de tránsito sin su correspondiente escudo nobiliario; y cuando ya estuvo todo en su punto y sazón, y la servidumbre arreglada a las exigencias del nuevo domicilio, y cada criado en su puesto y convenientemente vestido, y la cocina humeando, con su jefe bien enmandilado y mejor retribuido, con su traílla de marmitones y ayudantes, en un lujoso landó, arrastrado por dos briosos alazanes ingleses, y conducido por un cochero colosal, envuelto el cuerpo en un océano de paño gris, y media cara y los hombros en otro mar de pieles erizadas, guantes por el estilo y alto sombrero con cucarda por coronamiento de esta silueta de oso polar, llevando a su izquierda, como su reflejo en más reducidas proporciones, el correspondiente lacayo, se trasladó la familia al flamante albergue, dejando en el otro lo poco que quedaba de los ya casi borrados recuerdos que habían sido la disculpa de la mudanza, y hasta el polvo de las suelas del calzado.
Todo este boato, con el apéndice de otro a su consonancia en cuadras y cocheras, costó mucho más de cincuenta mil duros; y me consta que por no haber tanto dinero disponible en casa, se vendieron papeles que lo valían, prefiriendo el marqués sacar esta primera cucharada del ollón de la herencia, a someterse a la tiranía de la usura, y sobre todo, al bochorno de inaugurar con una deuda aquella nueva y esplendente fase de su vida