En una de estas ocasiones, o porque el abuelo se espontaneara algo más, o porque fueran más vivas las tentaciones de la curiosidad de su nieta, díjole ésta en crudo:
—Quiero saber lo que usted piensa de esas cosas de mamá. ¿Por qué me trataba antes tan mal, y me contempla y mima tanto ahora?
El abuelo, como quien se desprende de algo que molesta, respondió al punto y sin titubear:
—Primeramente, tu madre está deseando que se le muera el hijo, porque la da demasiado que hacer y cada día le ve más enclenque, más feo y más imposible; y ella no soporta hijos así ni para eso.
—Corriente; pero bien podía hallar insoportable a mi hermano, y no quererme a mí tampoco.
—A ti, chiquilla, no te quiere ni pizca... lo que se llama querer cuando se trata de otra clase de madres. Lo que hay es que la haces falta: a su edad y con sus males, ya no puede esperar hijo más de su gusto, como cuando nació tu hermano; y como eres hermosa y expansiva y discreta, y prometes mucho para brillar en la carrera que ella está terminando, ve en ti, con la supuesta obligación de acompañarte, un hermoso pretexto para no retirarse del mundo cuando más enamorada está de él. En fin, que te necesita para pantalla de sus incurables vanidades; y, como cosa suya, cuanto más hermosa sea la pantalla, mayor es su deseo de lucirla. Si fueras fea y tonta, antes se retiraría ella del mundo que presentarse contigo en él. Por algo así desea que tu hermano se las líe cuanto antes.
—Triste sería eso, abuelito, si usted no se equivocara.
—Pues te aseguro que no me equivoco.
—Sin embargo, papá no está en el mismo caso que mamá, por lo que a mí toca, y tampoco quiere a mi hermano como le quería.
—Tu papá es un majadero a quien nunca le cupieron en la cabeza dos ideas juntas. Desde que dejó de pensar en su hijo; en cuanto se convenció de que no le servía para representar dignamente el papel de príncipe heredero de su augusta dinastía, se enamoró de los papelones de político; y mientras esa farsa le preocupe, no se le dará un rábano ya porque, con el hijo espirante, se os lleven los demonios en una noche a ti y a tu madre..., sobre todo, si me llevan a mí también.
Aquí la nieta paralizó la lengua del desengañado abuelo, que tales cosas decía, dándole, de pronto, un beso en cada mejilla, y despidiéndose luego de él con una zalamería, de expresión tan confusa, que le dejó dudando si era un embuste de su incredulidad despreocupada, o el disimulo de una pesadumbre.
IV
Sagrario y Leticia, con un año de práctica en el mundo que aún no conocía su amiga, eran como los pilotos que la enseñaban a cada instante, con el dedo sobre los planos, cuanto le importaba saber de aquellas regiones colmadas de visibles encantos y de tentadores misterios. Ni ella se hartaba de preguntarlas, ni sus amigas se cansaban de responderla; pues si era muy grande la curiosidad de la una, mayor era el apego de las otras al papel de profesoras. ¡Con qué gravedad tan cómica le desempeñaban algunas veces, y qué mezclados solían andar en sus dictámenes el candor y la malicia! De aquellas cosas que eran el tema de sus conversaciones, todavía no conocía Verónica más que lo que había podido columbrar acompañando a su madre, no muchas veces, al paseo, al teatro, o a tal cual visita o reunión de confianza, si no con la librea de colegiala precisamente, con todas sus rozaduras frescas sobre el cuerpo, y todas las cortedades, fingimientos y desentonos a que obliga ese desairado carácter de crepúsculo invernizo: lo que se ve y se sabe de un espectáculo, mirando por los resquicios de la puerta y oyendo los rumores, del concurso, o leyendo mal y de prisa los contradictorios relatos de los obligados cronistas; parvidades y probaduras que sólo sirven para estimular y enardecer los apetitos. Sagrario y Leticia, en cambio, habían traspuesto los umbrales, y eran ya espectadoras de adentro; más que espectadoras, figuras principales de la gran comedia: les era permitido, una vez en escena, disponer libremente de los recursos propios para aspirar hasta al dominio de ella; mirar a los hombres cara a cara; provocar sus lícitos atrevimientos; poner a prueba la calidad y el temple de sus armas; luchar impertérritas y vencer valerosas, o sucumbir apasionadas, que este es el fin, más o menos remoto y a sabiendas, de todos los femeniles empeños en lo mejor de la vida, y a ese solo paradero se va por donde las mujeres andan, cargado el cuerpo de lujo y el alma de tempestades...; en fin, tocar y palpar las realidades de los sueños de la colegiala y de sus entusiasmos de recién llegada a las puertas del mundo.
Bien sabían las maestras con qué ansias aguardaba la neófita a que se las abrieran; y por saberlo tanto, se complacían en aguijonear sus impaciencias extremando el color de sus pinturas.
Todo cuanto se prometía, física y moralmente, en las niñas Leticia y Sagrario, quedó sobradamente cumplido en estas dos jovenzuelas. Leticia era una morena gallarda, correcta, sobria, expresiva y dura, así de formas como de palabra; temible en el manejo de ciertos recursos externos, que en una gran parte de las mujeres resultan inofensivos accesorios, y en otras tantas no pasan de simples detalles decorativos de su belleza. Estas cosas, puestas en juego por Leticia, a pesar de sus pocos años, eran todo lo que había que ver. Con tal destreza las concordaba, que del diabólico conjunto resultaba un arma tremenda, algo que llevaba la muerte en sus acometidas y era, al propio tiempo, escudo impenetrable. Cuanto más se la estudiaba, menos se la conocía y mayor era el empeño de conocerla. ¿Era frialdad de espíritu o fortaleza de razón, la causa determinante de aquella su inalterable serenidad en todos los actos ostensibles de su vida? ¿Era leal en sus amistades, noble en sus inclinaciones, sincera en sus informes, honrada en sus impulsos? Todo se podía creer y de todo se podía dudar, porque todo cabía en ella en opinión de todas sus amigas. Entre los hombres discordaban mucho los pareceres: según las ocasiones y las circunstancias. En lo que convenían unos y otras era en que Leticia había nacido con el «don de gentes», y en que no era cosa llana predecir hasta dónde podía llegar la «mujer de mundo» formada sobre la base de una joven de aquel carácter y de aquella singular naturaleza.
¡Sagrario!..., el ruido, la inquietud, la intemperancia, la vehemencia, la sinceridad, la pasión; el día y la noche, la risa y el llanto. La curiosidad seguía devorándola, y la avidez de impresiones la consumía. No había asomo de juicio en aquella cabeza rubia que parecía el capricho de un pintor lascivo, ni tacha que poner a la hechicera envoltura de aquel temperamento tempestuoso.
—Va verás, ya verás—decía Leticia, andando Verónica en vísperas de echarse al mundo—, ya verás como ese cacareado león no es tan fiero como nos le pintan. Algo impone de pronto su mirada, y cierto respetillo infunden sus bramidos; pero con un poco de serenidad y otro tanto de cierta mafia que no ha de faltarte a ti, se le pasa la mano por el lomo y hasta se le pone bozal y se le liman las uñas, como a un falderillo de tres al cuarto.
—Lo mejor es—añadió Sagrario revolviendo un huracán con su abanico—, no tenerle pizca de miedo, aunque ponga en las nubes sus rugidos y te saquen tiras de pellejo sus zarpadas. Así hay lucha, y el triunfo resulta más sabroso. ¿Qué creerás tú que es lo más malo de esta bestia de mil caras? Las mujeres, ¡pásmate! Ahí están los rencores, las envidias y el veneno. Ésas, ésas son las que necesitan látigo y hierro candente: todas, y cada cual por su estilo, son peores. ¡Pero los hombres!: mansos, humildísimos borregos que se gobiernan con un hilo de estambre... No me dé Dios mayores enemigos.
—Según y como se los trate—se atrevió la novicia a replicar a Sagrario, mientras Leticia se sonreía maliciosamente.
—No hay más que un modo de tratarlos, que yo sepa—repuso la rubia con admirable sinceridad—: bien... Pero el caso es que aplicas este mismo procedimiento, generoso y cortés, a las mujeres, y te resulta el efecto contrario; y cuanto mejor te portas con ellas, menos te quieren y más lo disimulan. ¡Si lo sé yo!
—¡Lo