La Montálvez. Jose Maria de Pereda. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jose Maria de Pereda
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664108302
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de las visitas y de los amigos de la casa, a escondidas, por supuesto, de todas las gentes de ella.

      Su abuelo persistía en el honrado propósito de arreglar más a justicia estas cosas, que le repugnaban; pero su esfuerzo alcanzaba a poco. Por de pronto, cada día se alejaban más de la casa de su yerno, porque cada vez le eran más insoportables «las majaderías y sandeces» que observaba en ella. Su naturaleza tosca, y los resabios adquiridos en los tratos y contratos en que había pasado lo mejor de la vida, le hacían incompatible con los hábitos aparatosos y refinadamente vanos y teatrales de sus hijos; y como, además, era hombre sin retóricas, desengañado y de muy poca correa, el menor reparo a sus crudos alegatos le quitaba las ganas de exponer el segundo. Su misma nieta, objeto exclusivo de los desvelos del pobre hombre, dudaba muchas veces si tenía en él un protector cariñoso o un enemigo más de quien temer contrariedades y desabrimientos.

      —Pero, vamos a ver—decía el ex contratista a su hija cuando más desatinados eran los extremos que ésta y su marido hacían en honor del hijo varón—, ¿a qué vienen esas majaderías? Y ya que las hagáis, ¿por qué pecáis por el extremo contrario con Verónica, que es una niña como unas perlas? ¿Por qué detestáis a la una tanto como queréis al otro?

      Negaba la marquesa que ni ella ni su marido dejasen de querer bien a su hija, y hasta citaba en testimonio de ello el regalo en que la mantenían.

      —Es verdad—replicaba el abuelo—: atestáis de juguetes su escondite y de vestidos su ropero, como se echan mendrugos a los perros en su garita, para que no molesten con sus ladridos ni estorben con su presencia, y acaso, acaso, porque los vean gordos y lozanos los vecinos. Pero de aquí, de aquí (y se golpeaba sobre el corazón), de eso que alimenta el alma y hace buena sangre a los niños, ¿qué dais a la infeliz? Pues mira, y no lo olvides: hija que se acostumbra a vivir entre la esquivez y el desamor de sus padres, si sale mujer honrada es por un milagro de Dios.

      Protestó contra el supuesto la marquesa, e insistió en que, desde que la niña había nacido, se la amaba cuanto se la debía amar.

      —Justamente—repuso su abuelo—, porque ni entonces, ni ahora, ni nunca, habéis podido tragarla; y no la habéis podido tragar, porque lo que se quería en esta casa no era familia por el ansia natural de tenerla, ansia que sienten hasta los irracionales, sino un heredero varón en quien vincular los relumbrones aristocráticos de tu marido, como si importara seis maravedís que se perdiera la casta directa de ese mentecato; y como a Dios no se le engaña, después de probaros la voluntad y la mala entraña con la hija que os dio, sin merecerla, os ha castigado en el varón que apetecíais..., porque ese niño ha de ser, está siendo ya, vuestro castigo.

      Con esto, dio media vuelta la marquesa y no pareció su padre en mucho tiempo por aquella casa.

      Y así fueron corriendo los años, y llegó Verónica a contar diez bien cumplidos. Tenía una salud de bronce, y crecía y se redondeaba que era una bendición de Dios: los amigos de la familia la comían a besos los carrillos, y la decían verdaderas atrocidades mientras la volteaban en el aire, o la echaban una zancadilla en un corredor o en mitad de la escalera, siempre, por supuesto, a escondidas de sus padres y, sobre todo, de su hermano, que cada día era más ruin y más inaguantable, por envidioso y desabrido.

      Como «había proyectos sobre ella», al decir de su madre, interinamente la pusieron maestros de primeras letras y de música, con los cuales aprendió a leer mal, a hacer palotes muy torcidos y a solfear desastrosamente, por culpa, según dictamen del maestro, que era un italiano famélico, de su mal oído. Esto, y el Catecismo de punta a cabo, y una oración para cada acto de los más ordinarios de su vida, es decir, para acostarse, para levantarse, para ir a comer, para salir a paseo, etc., etc., y otras para cuando tronaba, pasaba el Viático por la calle, ventaba muy recio, y así sucesivamente, enseñadas por su sirvienta, que era una guipuzcoana muy devota, y tuvo la abnegación de no reclamar para sí las alabanzas que el cura de la parroquia, que preparó a la niña para la primera confesión, dedicó al celo cristiano de su madre, era cuanto Verónica sabía en artes liberales y en letras divinas y humanas, a la edad de once años y algunos meses de pico.

      Al cumplir los doce se le revelaron los proyectos que había sobre ella, los cuales se reducían a enviarla a Francia a terminar su educación en un colegio de los más afamados de París. No supo la niña, por de pronto, si la noticia la alegró o la produjo el efecto contrario. No le agradaba por lo que de colegio, es decir, de encierro y sujeción había en el asunto; pero, en cambio, le deleitaba por tratarse de ver el mundo, aunque de refilón y con trabas; de ir a París, de vivir en París, de respirar el aire de París, de comer, en fin, y vestir y soñar en París, nombre con el cual estaban atascados sus oídos y su cabeza, porque en su casa no se hablaba comúnmente de otro asunto, ni entre las gentes que la frecuentaban, ni en las casas que frecuentaba ella. París era lo mejor de la tierra, y lo de París no tenía igual en el mundo, y al uso de París se vestía, y se andaba, y se comía, y hasta se hablaba con agravio de la lengua de Cervantes... y de la de Molière.

      Y a París la llevaron en esta situación de ánimo, sin alegría y sin penas, no contando las lágrimas que la arrancó del fondo del corazón el desconsolado llorar de la niñera, en cuyos besos de despedida, ardorosos, resonantes y mezclados con el llanto de sus ojos, sentía palpitar el alma entera de la noble guipuzcoana. El desconsuelo de aquella honrada mujer y el recuerdo de la cariñosa abnegación que la debla, eran el único vínculo con que la hija de los marqueses de Montálvez se sentía ligada a la casa paterna a medida que iba alejándose de ella por el camino de Francia. No era suya la culpa. Su corazón no podía dar otro fruto que el de las semillas que se habían depositado en él.

       Índice

      Bien poco trabajo le costó hacerse a la vida y costumbres de colegiala. Parte de esta fortuna se la debía a las condiciones de su carácter acomodadizo y placentero; algo al no muy estimulante recuerdo de su perdida libertad, y el reto a la feliz circunstancia de no haberse visto un solo día verdaderamente aislada en aquel hervidero de chicuelas de todas castas, edades, temperamentos y naciones. La fuerza de la atracción, por imperio de la necesidad, arrastra, en tales casos, lo que flota indeciso y como al azar, hacia su centro apetecido. Por eso, no bien hubo llegado al colegio, cuando ya conocía de vista a todas las españolas que había en él; en seguida formó entre las de su edad; luego dio la preferencia a las madrileñas, y acabó por intimar con las que, de éstas, pertenecían a su jerarquía social.

      Así conoció a Leticia Espinosa y a Sagrario Miralta, vástagos ambas de la más encumbrada aristocracia española, las cuales habían entrado en el colegio un año antes que ella. Leticia, contra lo que su nombre declaraba, era una morena triste, o, mejor dicho, serena y algo fría, como esos días de otoño, de poco sol, de que tanto gustan los espíritus contemplativos y melancólicos. Tenía hermosos ojos y muy correctas facciones; y sin dejar de ser animosa para todo, faltaba casi siempre en sus actos y en sus dichos el color de la sinceridad, lo cual se atribula, más que a un vicio de su carácter, a que rara vez la animaba el calor del entusiasmo.

      Sagrario era una rubia inquieta y bulliciosa, ávida de impresiones, de aire, de luz... y de golosinas. Fisgona impenitente, no había castigo que la curase de la pasión de arrimar, ora el ojo, ora el oído, a todas las rendijas y cerraduras de los aposentos; y, a creerla por su palabra, ¡qué cosas veía y escuchaba en aquellos vedados interiores! Su manía, casi criminal, eran las zangolotinas, como llamaba a las mayores, algunas de ellas vestidas ya de largo y con un pie en el estribo para tomar la vuelta a sus hogares. A éstas las perseguía con una tenacidad y un instinto de perro de caza. Espiaba sus actos, escuchaba sus dichos, asaltaba sus dormitorios, revolvía sus equipajes, les abría los cajones, se enteraba de sus cartas y les robaba las novelas que después devoraban las otras..., porque tenían novelas y algunas profanidades más, que eran contrabando allí; y, no conformándose con esto sólo, relataba historias desvergonzadas ¡y hacía unos comentarios! A mi ver, todo era una mala pasión de despecho, porque se recataban de ella y de las de su grupo en sus entretenimientos