Comprobé, junto a la tripulación, que todo se hubiera limpiado de forma minuciosa, que el cáterin hubiera abastecido adecuadamente todos los carritos, los microondas y el frigorífico, que los equipos y las luces de emergencia fueran eficientes y estuvieran en orden.
Yo era todo lo contrario a mis compañeras, deshinibidas y seguras a cada paso, convertidas en veteranas de la empresa», así se les llama.
En el curso vimos todas las puertas, carros y cajones hacinados en el interior del avión; eran interminables, completamente llenos de material necesario para el buen desarrollo del vuelo.
Decidí abrirlos para ver qué contenían y memorizarlos para usarlos con mayor rapidez.
Los cerré y olvidé la posición y el contenido de cada uno, eran demasiados, todos iguales por fuera.
Lo hice numerosas veces. A menudo la suerte me ayudaba a adivinar la ubicación de lo que estaba buscando, otras veces, me rendía al no lograr encontrar los vasitos de plástico después de una victoria parcial con las bolsitas de café y la leche en polvo. Creo que los antifaces para dormir cambiaban de lugar en cada vuelo, casi como un truco de magia: después de verlos en un cajón, o eso pensaba, los encontraba en otro.
Me miraba la falda que apenas cubría la rodilla, los pantis lisos y transparentes que hasta ese momento no había utilizado antes, los zapatos de estilo clásico de piel, del mismo tono que el bolso, con tacón también de estilo clásico; una camisa bien planchada, pañuelo al cuello, chaqueta con emblema y placa de identificación obligatoria.
Ahora lo llevaba puesto. Vestía aquel uniforme por primera vez, de la manera más cuidadosa que pude, sobre aquella insignia estaba grabado mi nombre, y para mí era un gran orgullo; la llevaba con gran estima, entusiasmo, casi con solemnidad: era el inicio de un magnífico sueño.
Me habría gustado hacer otra fotografía y mandársela a mi Stefania; esta vez, la sonrisa peaada a mi rostro que aparecería en la foto sería sincera, no como con nuestras fotos del proceso de selección; le escribiría que la echaba de menos y que me hubiera gustado que estuviera conmigo.
En aquel instante, la vergüenza y la emoción del primer vuelo me «regalaron» una rigidez extrema.
El color de la chaqueta del uniforme era muy parecido al del respaldo de los asientos, y yo me identificaba más con eso que con una «auténtica» azafata.
Afortunadamente, me las apañaba bien y nadie, o eso creo, se dio cuenta de mi inquietud durante todo el vuelo. Quizás se notó durante mi primera presentación del briefing, para visualizar los equipos de seguridad y las diversas salidas de la aeronave.
Todas las miradas estaban puestas en mí, no estaba preparada para enfrentarme con desenvoltura a aquellas innumerables miradas que me contemplaban por de arriba abajo.
Sentí un rubor en las mejillas, y las manos empezaron a sudarme, a temblar ligeramente, cuando mostré cómo abrocharse el cinturón.
Jamás había tenido problemas para meter la hebilla metálica dentro de la ranura, pero en tales circunstancias, me costaba hacerlo; trataba de bloquear aquel temblor incesante de mis dedos que impedía identificar la entrada correcta.
Empapada en sudor, conseguir finalizar aquella extraña demostración, como un baile realizado por los movimientos de mis manos.
Me sentía como la actriz de cine mudo con tanto público que seguía el texto leído y difundido por los altavoces del avión que enfatizaban las instrucciones dadas con mis gestos.
Durante los anuncios de bienvenida, fue extraño e inusual escuchar mi voz por todo el avión, y solo tras muchos vuelos conseguí modularla cada vez mejor, tratando de evitar, cuidadosamente, el empleo del dialecto, sobre todo la pésima pronunciación de la vocal «o», y que debía adoptar una fonética limitada y cerrada, que frecuentemente debía repetir:
«Buenoos días, bienvenidoos a boordo».
«Bienvenidoos a Rooma».
Me di cuenta de que, apretando los mofletes, entrecerrando la boca y la mandíbula, contrayendo y sacando los labios, y evitando la entrada de aire en las fosas nasales, conseguía acortar ese sonido.
«Buenoos», «boordo» y «Rooma» se convirtieron en «buenos», «bordo» y «Roma».
Después de una ruta nacional Roma-Bolonia y una posterior ruta internacional Bolonia-París, llegué a mi destino final, a pesar de que la maldita «o» era omnipresente.
Tras despedirnos de todos los pasajeros, un autocar estacionado al lado nos acompañó a mí y a mi tripulación al hotel y, como solía suceder, después de recoger la llave, reservamos para irnos de cena todos juntos.
«Nos vemos a las ocho, puntualidad».
Eso me dijeron mis compañeros antes de ir a sus habitaciones a cambiarse de ropa.
He aprendido, por las malas, que es importante ser puntual.
Estaba contenta de estar bien acompañada y de que ellos, que conocían bien la zona, pudieran guiarme.
Cenaríamos en el famoso restaurante La Coupole, en el Boulevard Montparnasse, famoso por su entrecot y un excelente vino tinto.
Saborearía las ostras con el aperitivo y haría innumerables fotos para recordar el evento, se las enseñaría a Stefania, a mi madre, a mi padre, a mis primas… Sería su princesa parisina que cenó en un famoso restaurante francés en compañía de personas que viajaban, que conocían el mundo y residían en hoteles lujosos, y yo estaba allí, formando parte de aquel sueño hecho realidad.
Se me ocurrió no ser perfectamente puntual a la cita en la recepción del hotel, porque «una señora siempre debe hacerse de rogar», al menos por mi parte.
Aprendí que «una compañera» no puede hacerlo, porque puntualidad significa «como máximo se permiten cinco minutos de retraso».
Cené sola en el bar del hotel, que solo servía sándwiches gratinados: cogí un croque monsieur de jamón serrano y una divina soupe d’oignons, vulgarmente llamada «sopa de cebolla». Allí todo era distinto, hasta la sopa.
No estaba acostumbrada a comer sola y casi me muero de la vergüenza; escondí mi sofoco tras un libro de Hemingway, abierto al lado del plato, y tenía el teléfono en la mano. Las mesas eran típicas, pequeñas y próximas las unas de las otras. A mi lado tenía a una señora elegante con el pelo recogido y vestida con un traje de Chanel.
A la mañana siguiente, después de visitar la Torre Eiffel, dar una vuelta rapidísima por el Arco del Triunfo y las centelleantes vitrinas de los Campos Elíseos, comí apresuradamente en el famoso Relais de Venice de Porte Maillot, Rue Pereire, y no me privé de pasarme por el respetado peluquero Carita, experto en cambios de estilo, que te cortaba el pelo tras estudiar tus facciones y adaptaba el corte al rostro.
Me lo recomendó una admirable compañera «que entiende del tema» y que llevaba un corte fantástico, a la que me encontré transitando por el aeropuerto.
Nunca se deben seguir a ciegas los consejos de las compañeras.
Con un flequillo horrible por encima de las cejas y la cuenta bancaria temblando (menos mal que llevaba la tarjeta de crédito y que el champán y los canapés de salmón fueron un obsequio del peluquero), regresé al hotel con el tiempo justo para ponerme el uniforme, intentar disimular el flequillo con gomina y tratar de cerrar la maleta que, quién sabe por qué oscuro motivo, a mi regreso parecía no tener la misma capacidad que a mi llegada, y ningún vuelo era la excepción.
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