Llegamos a Fráncfort puntuales.
La señora, antes de cruzar la puerta de salida, me abrazó con discreción y elegancia y me dijo: «Gracias».
Era yo quien agradecía su amabilidad.
El marido me apretó la mano vigorosamente, con fuerzas renovadas, haciendo gala de la clase que lo había caracterizado desde el principio.
—¡Hasta pronto!
Esos eran los recuerdos del vuelo que acababa de hacer, que aparecieron de improviso en mi mente cuando estaba disfrutando de la calidez de la casa. De pronto, oí la puerta cerrarse.
Eva había salido.
Me cubrí el rostro con la manta para atenuar la luz que entraba por la ventana.
Había llegado la hora de relajarse. Estaba casi dormida, perdiéndome en mis pensamientos, deliberando que volar, limitados y obligados a permanecer en el interior del avión era antinatural, de modo que desarrollar temores inconscientes y remotos es totalmente lícito. En aquel momento, recordé episodios de mi pasado. Comprendí hasta qué punto pueden influenciarte el resto de tu vida.
La adolescencia
De joven, el hecho de tener siempre poco tiempo a mi disposición era motivo de sufrimiento, porque me sentía una especie de prisionera con pocos espacios personales y breves momentos de libertad concedidos ya que debía, atenta y rigurosamente, respetar los horarios impuestos.
No era dueña de mi tiempo.
Recuerdo que, hasta que cumplí los dieciocho, mi hora de regreso, los pocos sábados que me permitían salir, era las diez y media de la noche.
Mis amigos quedaban a las nueve para decidir dónde ir a cenar, e inevitablemente, no estábamos todos sentados a la mesa hasta las diez.
Siempre llevaba prisa, me ponía nerviosa si el camarero tardaba en llegar, no lograba disfrutar de la compañía de los demás porque sabía que tenía que regresar a casa demasiado temprano.
Solo me concedían el tiempo de pedir, confiando en que un veloz servicio me permitiera, al menos, probar la pizza, si es que no había perdido el apetito porque empezaba a sentir los nervios en el estómago y cómo los jugos gástricos se mezclaban por la agitación.
En cualquier caso, me levantaba de la mesa con un perfecto retraso para llegar a casa a la hora acordada. Siempre era difícil convencer a alguien para que me acompañara e interrumpiera su cena, pero el horario de regreso era ineludible y categórico y yo no disponía de medio de transporte alguno.
Durante el trayecto a casa no se respetaba ninguna prohibición de velocidad, bajo mi inconsciente y suplicante petición. Con frecuencia, las luces rojas de los semáforos eran ignoradas con irresponsable temeridad.
El exceso de velocidad con el coche me daba pavor y sigue siendo así incluso a día de hoy. Veía esas luces nocturnas pasar como una bala, como en una pesadilla; los faros de los otros coches y las farolas pasaban demasiado rápido ante mis ojos.
Era el precio que tenía que pagar para evitar las humillaciones y las feroces reprimendas a mi regreso; si me hubiera atrevido a retrasarme, habría encontrado la puerta de mi casa cerrada por dentro y me habría visto obligada a inventar cualquier excusa para no ver la mueca amenazadora en la cara de mi padre, encolerizado por mi desobediencia y mi falta de respeto, más que por preocupación.
La intimidación, el castigo y la desaprobación se manifestaban repetidamente con gritos, bofetadas y nuevas y más estrictas prohibiciones.
Todo esto incluso por un retraso de unos cuantos minutos.
Unos cuantos minutos.
Sin duda, papá era demasiado estricto.
Recuerdo un día en que estaba súper contenta por que me dejaron ir a la fiesta de cumpleaños de mi mejor amiga, pasé días tratando de convencerlo.
Allí coincidiría con un chico, un compañero de clase que me gustaba mucho.
A pesar de que tuve cuidado de que mi ropa siguiera las directrices de mi padre, o quizás sería mejor decir, la rigidez, es decir, nada de faldas demasiado cortas, ropa ajustada o zapatos de tacón, decidí experimentar con una bolsa de maquillaje que me habían regalado.
Mis manos inexpertas exageraron al maquillar las mejillas con aquel colorete tan rosado y que tanto me gustaba, y ese pintalabios tan brillante, tan rojo en mis labios que me hizo sentir más guapa, y un toque de rímel en las pestañas para terminar.
Tenía dieciséis años y aquel maquillaje y resultó horrendo a ojos de mi padre, inadecuado para su pequeña que trataba de aparentar ser una muchacha demasiado seductora.
Crispado, restregó su mano con fuerza sobre mi boca, y me llenó las mejillas de pintalabios con el fin de borrar lo que había pintado cuidadosamente en mi rostro.
Mis ojos comenzaron a lagrimear y se formó un halo negro en los párpados, ahora hinchados por el llanto; me miré en el espejo del baño y vi la máscara de un payaso.
Tras lavarme con un jabón que me quemó los ojos, pero que me quitó todos los residuos del rímel, al final me dieron permiso para asistir y fui a la tan anhelada fiesta, ligeramente colorada y túmida, pero sin maquillaje.
No logré divertirme.
Durante el período de la adolescencia, me habría gustado huir, irme lejos muy lejos, partir, viajar, vivir sola.
Los sueños, armados de terquedad y fuerza mental, a veces se hacen realidad. Pero, aquel día, entendí dónde y cuándo nacieron.
Poco a poco, día a día, mes a mes, año a año, aprendí cosas importantes y experiencias necesarias para poder relacionarme mejor con mis compañeros y con pasajeros que tenían personalidades y características variadas y heterogéneas.
Sin embargo, pronto comprendí que la organización básica de mi vida se decidía a finales de mes, a través del ansiado, siempre con gran impaciencia, «folio de turnos»: un listado aparentemente anónimo y frío que informa del programa de trabajo del mes siguiente.
La aerolínea introducía las comunicaciones oficiales en los buzones personales, una especie de extensión de interminables buzones colocados en una sala digna de una película de detectives en el aeropuerto, que acaban de ser sustituidos por correos electrónicos.
El «folio de turnos», anhelado mes tras mes, me generaba inquietud y, con frecuencia, entusiasmo y grandes expectativas, otras veces, desilusiones, por los descansos y las codiciadas vacaciones solicitados que no siempre eran aprobadas.
Todas las citas, compromisos, bodas de las que también podría haber sido testigo, finales de partidos de fútbol, entradas reservadas para el primer teatro, la despedida de soltera de mi mejor amiga, el cumpleaños de un novio, la comida de Navidad, el aniversario de mis padres, la semana en un apartamento en la montaña, el curso de tango de los jueves por la tarde... a menudo tenían muy pocas posibilidades, la asistencia a todos estos eventos siempre tenía que adaptarse a las decisiones tomadas por el ordenador de la empresa del grupo de trabajo.
A partir de ese momento era posible aceptar o rechazar invitaciones, programar citas importantes, fijar horarios inhumanos para ir al gimnasio, hacer los saltos mortales para llegar a tiempo a cualquier lugar, o llegar, aunque fuera tarde, a la junta de vecinos, decir adiós al torneo de brisca, pero, en cambio, tener la «satisfacción» de ver a Gigi Marzullo, incapaz de pegar ojo debido a la diferencia horaria.
Los días de descanso mensuales eran unos diez, mientras que los veinte restantes requerían el uniforme.
Eva, Valentina, Ludovica y yo siempre esperamos tener horarios y días de salida escalonados entre sí, tanto para tener más espacio en casa, como para una mejor organización del tiempo con el principal inconveniente: el uso prolongado del baño.
Fácilmente, los vuelos despegaban por la mañana muy temprano y el despertador, al amanecer, normalmente se programaba una hora