Echa un vistazo a los objetos que posee en casa: ¿no entiendes qué son?, ¿para qué sirven?, ¿de dónde proceden?
Observa las fotos que exhibe: ¿parece que los escenarios pertenecen a otra parte del mundo?
Investiga si ha probado el pollo frito de los puestos de Bangkok, frecuentado los mejores restaurantes franceses y utilizado el room-service frente al espejo de un lujoso hotel.
Presta atención a los horarios en que come o duerme: ¿no respeta los ritmos habituales?
Obsérvala a la hora de comer: ¿suele comer de pie, pero no ve la hora de sentarse?
Comprueba su frigorífico: ¿ha metido vasos de plástico al lado de las botellas de agua?
Pregúntale dónde ha comprado una de las prendas que lleva: ¿tendrías que coger un avión para tenerla tú también?
¿No puede renunciar a ese par de vaqueros de pata de elefante que encontró en Oxford Street en Londres, conoce las fechas de rebajas de Gap en Nueva York, compra vestidos de marca Gucci en los outlets de Miami, los bolsos de Louis Vuitton rebajados en Tokyo, el palmito para la ensalada en Argentina, el zumo de acai, el pan de queso y la tapioca en Brasil?
¿Solo se da unos reflejos en su peluquero favorito en São Paulo, o en su defecto en Milán?
¿Está convencida de que las cremas de Tel Aviv y los champús orgánicos que venden en Toronto son los mejores?
Obsérvala con atención: ¿se quita los tacones a la mínima de cambio? (los cuales deja bajo la mesa o en el coche).
Echa un vistazo en su zapatero: ¿no faltan zapatos de salón del mismo color?
¿Habla con excesiva desenvoltura de lugares que para ti solo son accesibles en tus fantasías o de los que no bastaría con una vida para visitarlos todos?
Pregúntale cuál es el lugar más interesante y atractivo de todos los sitios que ha visitado: ¿el sofá de casa es el primero de la lista?
Pregúntale sobre las noticias de actualidad, ya sean culturales o políticas, pero sobre todo sensacionalistas: ¿siempre está puesta al día?
Comprueba el contenido de su bolso: ¿puedes encontrar los objetos más dispares para cualquier emergencia? (lima de uñas, maquillaje, una linterna pequeña, paraguas, GPS, cámara de fotos, ordenador portátil, pantis de repuesto, cepillo de dientes).
¿Posee una infinidad de números de teléfono y contactos de compañeros y conocidos, pero no se acuerda del lugar, año y modo en que se conocieron o quedaban?
¿Cada vez que huele a humo identifica de dónde procede y se dispone a buscar el extintor más cercano?
¿Reconoce a primera vista cualquier tipo de carácter y social de cada persona y logra relacionarse con todas ellas, de la más joven a la más anciana?
¿No se acobarda si tiene que auxiliar a alguien en apuros?
¿Sabe socializar de manera brillante en toda ocasión aunque le encanten los momentos de soledad?
¿No siente ni una pizca de esa sensación repentina en el estómago que te da en cuanto el avión empieza a despegar?
Fisgonea en su habitación: ¿siempre tiene una maleta de mano preparada para una salida abrupta?, ¿consigue meter todo lo que podría necesitar para más de una semana en poco espacio?, ¿no se confunde si solo la avisan con una hora de antelación para hacer un viaje inesperado de Roma a Caracas?
Si todas las respuestas resultan afirmativas, no tengas la menor duda: se trata de una «MUJER CON ALAS».
Que tengas un buen vuelo
Cómo solíamos ser
Regreso a mi tierra, Sicilia, al menos dos veces al años, para las fiestas y durante el verano, siempre y cuando los turnos y los días de descanso lo permiten.
Viajar en avión se ha convertido en algo normal para mí, forma parte de mi trabajo.
Aunque hayan pasado muchos años, cada vez que llego, además de un intenso aroma a azahar que impregna los naranjos y el viento de siroco procedente de África, me arrollan los recuerdos de mi infancia.
Hoy es un jueves de julio: treinta y seis grados es lo normal.
Durante el verano, esta tierra es cálida, luminosa y soleada: todo parece más lento y cuesta mantener un estilo de vida dinámico debido a esta temperatura que a mí me encanta, si bien a veces resulta agobiante.
Los rayos de sol besan cualquier espacio libre de la piel, penetran hasta los huesos, a menudo me revitalizan, y otras veces me relajan al punto de aturdirme para después dormirme.
La «pausa de la tarde» es normal en esta región e interrumpe la productividad diurna.
Escucho el sonido repetitivo y casi hipnótico de las aspas del ventilador, apoyado en un antiguo arcón; su brisa contrasta con el aire cálido y bochornoso de esta tarde de cielo azul, exento de nubes.
Por la noche, la temperatura sufre un ligero descenso, y un amable y ligero viento refresca el clima nocturno.
Me alojo en casa de mis padres, y cada detalle en el que mis ojos se detienen trae a mi mente escenas vividas y recuerdos ahora lejanos.
Vislumbro una falda de seda de color crema con delicados bordado de un tono ligeramente más claros, colgada del armario de estilo Luis XVI que mi madre escogió hace más de 40 años para amueblar su dormitorio, y que desde entonces sigue igual, inmutable con el paso del tiempo; yo, en cambio, sí me doy cuenta de lo distinto que es de cuando me agazapaba bajo las mantas de su cama para escuchar los cuentos que me contaba antes de irme a dormir, y distinto también, un montón de años atrás, de cuando era adolescente, cuando me probaba a escondidas sus collares más preciados, y me miraba en el gran espejo con el marco dorado, colocado en el centro de la habitación, mientras bailaba libre y espontáneamente yo sola, como una «desvergonzada», como diría mi padre si me hubiera visto.
Recuerdo que tenía un camisón de color idéntico al de mi madre, y me encantaba ponérmelo por la sensación de ligereza y frescura que me daba durante los días más húmedos.
Por la educación que recibí, esta indumentaria solo se me permitía en casa, y si me lo ponía, debía tener cuidado de bajar las persianas a fin de evitar las miradas indiscretas del exterior, porque el balcón daba a un gran patio.
Desde pequeña me han obligado a esconderme y a cubrirme por mi bien, frente a cualquier persona.
Poco a poco, sembraban en mi alma gotas de pudor, días tras día.
«¡Tápate! ¡Tápate, que van a verte!», oía cómo me decían si alguna vez me demoraba vistiéndome en mi habitación y se me olvidaba cerrar las cortinas.
Hasta la fecha, antes de quitarme la ropa, compruebo que todo esté cerrado y que nadie pueda verme, pero esto no se lo he confesado jamás ni a Valentina, una buena amiga con la que he compartido piso durante años cerca del aeropuerto, en la ciudad donde resido actualmente: Roma.
De pequeña obedecía las reglas rigurosamente para evitar los castigos, que solían ser excesivamente severos.
Imperaba una austeridad de puntos de vista y tradiciones que se transmitía de generación en generación.
Mi tía Carmela, apodada Lina, contaba que la primera vez que se osó a decir una palabrota, la invitaron a abrir la boca y a sacar la lengua.
«Qué juego tan extraño» pensó.
Su madre, mi abuela, cogió una de las horquillas que sujetaban el largo cabello que llevaba recogido y se la clavó en la lengua.
Vistas las consecuencias, pocas hijas y nietas de mi familia dicen palabras malsonantes, aunque, en los momentos pertinentes, las piensan.
Estoy de vacaciones en Catania durante semana, y me reencuentro