Estaba orgullosa de haber encontrado un lugar seguro para ellos y, al quedarse en aquel lugar tan oscuro, no tenía la posibilidad de visualizarlos de forma consciente.
No deseaba que mis auténticas pasiones salieran a la luz y no quería, ni mucho menos, que existieran, porque no traerían más que problemas en cuanto se hicieran públicas. No solo serían una decepción, sino que, de cualquier modo, no habrían tenido una vida fácil y serían truncadas nada más nacer.
Mi padre, abogado, estaba seguro de que seguiría sus pasos.
Viví así gran parte de mi adolescencia, sin gran sufrimiento, y superaba los problemas brillantemente gracias a mi ingenioso método secreto, es decir, ahogando y escondiendo mis verdaderos deseos y tratando de complacer a los demás.
Un día, sin embargo, uno de los muchos cajones se llenó demasiado y para una mayor seguridad y con mucho esfuerzo intenté ponerle otro candado.
Inesperadamente, reventó, se abrió, escuché gritos, llantos, sollozos, como si pertenecieran a una niña que, pidiendo auxilio, suplicar salir, ser ella misma.
Una vez más, cerré el cajón por la fuerza.
Pero aquellos sonidos y aquellas imágenes trataban de salir y liberarse.
Eran insoportables.
Mi corazón latía cada vez más fuerte para abrumar todo y aturdirme para olvidar.
¡Era un cajón, solo uno!
Había hacinado en él tantos sueños, pensando que así podría ser una mujer serena y feliz.
¿Tendría que haberme preocupado?
¿Qué habría pasado de haberse abierto una vez más, y puede que otra de nuevo?
Eso me aterrorizaba, pero no puedo obviar que empezó a tentarme cada vez más.
Un día me pregunté quién era yo en realidad.
Me pregunté a dónde me dirigía y quién había escogido mi camino.
¿Qué descubriría al abrir el cajón?
¿Podría revivir mi verdadera esencia reducida a agonía por el condicionamiento externo?
¿Sería capaz alguna vez de superar mis debilidades y de afrontar mis miedos?
Soy una persona optimista, amo la vida; soy sociable y considero que la amistad es tan importante como fundamental.
Entre mujeres, no obstante, no es raro que se creen sentimientos desagradables e inútiles a la par como la envidia y los celos. Por ello, encontrar la solidaridad especial y la complicidad que une de verdad se vuelve sumamente raro.
No es fácil encontrar a una auténtica amiga, pero cuando se tiene, la suerte, el orgullo y la competición desaparecen, nace un respeto absoluto y crecen la confianza ciega y la lealtad.
La unión se torna indisoluble; la amistad se convierte en un bien que hay que proteger de acontecimientos negativos, improbables, raros y excepciones que tendrían la fuerza de debilitarla, pero que, normalmente, no son rivales para el agradable bienestar que se siente al estar unidas, al confiarse los secretos más íntimos, al compartir las risas, las pruebas de la vida, las emociones, así como las críticas mutuas y encontrar soluciones comunes. El objetivo principal es la unión y la fuerza de la pareja.
Conozco a una persona especial que muestra estas características. Stefania no es solo una amiga, a veces hace de madre que da consejos, a veces es la hija a la que doy mi amor; puede parecer extraño, pero verla desempeñar el papel de la novia celosa no es inconcebible, sobre todo si la desatiendo un poco, pero siempres es la espalda sobre la que apoyarse, una palabra de consuelo, el respeto a mi silencio, la comprensión de mis debilidades, así como un dulce carga a los hombros.
Stefania tiene un físico atlético, es muy alta, algunos centímetros más que yo.
Su cabello es castaño y brillante, con matices que tiran al rojo oscuro, parecidos a los de la madera de amaranto, que normalmente lleva recogido en una trenza que se mueve sinuosa sobre su espalda. Suele vestir de forma casual; en su vestuario lo práctico tiene prioridad. Yo, por el contrario, prefiero ponerme prendas más femeninas, que a su parecer son cursis y finolis.
Su exuberante sinceridad combinada con una rectitud natural da pie, en ocasiones, a comentarios despiadados.
A pesar de que cientos de kilómetros nos separan, sé que siempre puedo contar con ella, y viceversa.
Nos aguantamos, nos criticamos con obstinación, nos condenamos con dureza, nos elogiamos y nos mandamos a la… siempre con mucho cariño, y no podemos vivir la una sin la otra.
La seguridad recíproca hace especial esta amistad auténtica, un ingrediente que a menudo se echa en falta en las relaciones amorosas.
Tenemos en común una gran pasión: cabalgar hacia metas lejanas.
Siempre me ha encantado viajar, me proporciona una sensación de felicidad.
Cuando me alejo de todo y de todos y me encuentro en diferentes dimensiones y zonas horarias, es como si pudiera evaluar el resto «desde fuera»: desde la distancia, con un alejamiento físico y mental efectivo.
Tiziano Terzani escribió: «Nuestro destino nunca es un lugar, sino un nuevo modo de ver las cosas», y para mí es así, y para todos nosotros también.
Cuando viajo consigo mirar mejor en mi interior, ver claramente quién soy, cómo mejorar.
Es como si el mundo se alejara con todos sus problemas, cambiara de horizonte, y yo recobrara mis fuerzas, mis energías.
Al alejarme de la vida rutinaria real, un chute de adrenalina me fortalece tanto que me da una vitalidad y positividad enormes, y me ayuda a encontrar las respuestas correctas.
Viajar es una evasión a mundos que no son los míos, es una alegría que siempre me proporciona una sensación de libertad embriagadora y que me ayuda a descubrir parte de mi autonomía.
Hace tiempo que cumplí ese gran deseo que tengo desde pequeña: me convertí en azafata.
Han pasado años, pero recuerdo como si fuera ayer el momento en que decidí dar un nuevo rumbo a mi vida. Ese día está grabado en mi memoria. Estaba con Stefania.
Quiero ser azafata
—¡Basta, estoy harta! Mario se ha vuelto insoportable, ha llegado a perseguirme hasta cuando me tomo un café con mis amigas, no quiere que vaya al gimnasio y hasta me prohíbe saludar a mi ex. Quiero pensar más en mí misma y ser independiente. ¿Por qué no creamos algo nuestro y abrimos un negocio juntas? ¿Qué contemplas para el futuro, Anna? ¿Qué trabajo te gustaría tener? —eso me dijo Stefania en nuestra cita habitual matutina para tomarnos un café en el «Bar della Finanza», enfrente de casa, disgustada ante su perspectiva de futura ama de casa, mucho más codiciada por el celosísimo novio que por ella.
Nunca me había hecho esa pregunta en serio, ni tampoco había hecho futuros proyectos laborales bien definidos.
Tras finalizar la educación secundaria y matricularme en la Facultad de Derecho de la universidad, dado que las asignaturas científicas no eran mis favoritas, busqué un empleo de secretaria para poder costearme los estudios y darme algún pequeño capricho.
De modo que, todas las mañanas, me levantaba a la misma hora y, tras un rapidísimo desayuno, me lanzaba al caótico tráfico de la ciudad enfrentándome a tres cuartos de hora de interminable fila en los semáforos y a las ruidosas hileras de coches que, en los cruces, trataban de adelantarme por todos lados para ahorrarse un puñado de minutos necesarios y así llegar a tiempo a la oficina.
Cada día, en la avenida Barriera del Bosco, donde me hallaba atascada en el caluroso punto clave habitual, el semáforo, durante al menos unos quince minutos, me encontraba a menudo con el mismo hombre: un indigente, sentado siempre sobre un