Sonrió y cogió a Ceres de la mano.
“Vamos a caminar”.
*
Ceres tenía la sensación de que ella y su madre habían andado durante días por aquella isla mágica. Era impresionante, aquella vista, estar allí con su madre. Todo aquello parecía un sueño.
Mientras caminaban, hablaban sobre todo del poder. Su madre intentaba explicárselo y Ceres intentaba comprender. Sucedió la cosa más extraña: mientras su madre hablaba, Ceres notaba como si sus palabras le estuvieran infundiendo realmente el poder.
Incluso ahora, mientras caminaba, Ceres sentía que crecía en su interior, agitándose como el humo mientras su madre le tocaba el hombro. Tenía que aprender a controlarlo, había venido hasta aquí para aprender a controlarlo, pero comparado con conocer a su madre, aquello no parecía importante.
“Nuestra sangre te ha dado el poder”, dijo Licina. “Los habitantes de la isla intentaron ayudarte a liberarlo, ¿verdad?”
Ceres pensó en Eoin y en todos los extraños ejercicios que le había hecho hacer. “Sí”.
“Para no pertenecer a nuestro linaje, comprenden bien el mundo”, dijo su madre. “Pero hay cosas que incluso ni ellos pueden mostrarte. “¿Ya has convertido alguna cosa en piedra? Es uno de mis dones, así que imagino que será uno de los tuyos”.
“¿Convertir cosas en piedra?” preguntó Ceres. No lo entendía. “Por ahora, he movido cosas. He sido más rápida y más fuerte. Y…”
No quería terminar. No quería que su madre pensara mal de ella.
“¿Y tu poder ha matado cosas que han intentado hacerte daño?” dijo Licina.
Ceres asintió.
“No te avergüences de ello, hija. Te he visto muy poco, pero sé a lo que estás destinada. Eres una buena persona. Tal y como esperaba. Y en cuanto a convertir cosas en piedra…”
Se detuvieron en un prado con flores moradas y amarillas y Ceres vio que su madre cogía una pequeña flor del prado, con unos pétalos delicados y sedosos. A través del contacto con su madre, ella notaba como el poder se movía en su interior, le parecía conocido, pero mucho más dirigido, trabajado, con forma.
La piedra se extendió por la flor como la escarcha en una ventana, pero no solo por la superficie. Un instante después de empezar, terminó, y su madre sostenía una de las flores de piedra que Ceres había visto más abajo en la isla.
“¿Lo notas?” preguntó Licina.
Ceres asintió. Pero ¿cómo lo hiciste?”
“Siéntelo de nuevo”. Cogió otra flor y, esta vez, fue increíblemente lenta mientras la convertía en algo con pétalos de mármol y un tallo de granito. Ceres intentó seguir el rastro del poder en su interior y parecía que podía mover el suyo propio como respuesta, intentando copiarlo.
“Bien”, dijo Licina. “Tu sangre lo sabe. Ahora inténtalo”.
Le pasó una flor a Ceres. Ceres la cogió, concentrándose mientras intentaba captar el poder que había en su interior y sacarlo en la forma que había notado que lo hacía su madre.
La flor explotó.
“Bueno”, dijo Licina riéndose, “esto no estaba previsto”.
Era tan diferente a como hubiera reaccionado la madre con la que creció. Ella hubiera pegado a Ceres por el mínimo fallo. Licina se limitó a pasarle otra flor.
“Relájate”, dijo. “Ya conoces la sensación. Quédate con ella. Imagínala. Hazla realidad”.
Ceres lo intentó, pensando en lo que había sentido cuando su madre había transformado su flor. Tomó la sensación y la llenó de poder de la forma en que su padre habría llenado con hierro un molde en la forja.
“Abre los ojos, Ceres”, dijo Licina.
Ceres no se había ni dado cuenta de que los había cerrado hasta que su madre dijo aquellas palabras. Se obligó a mirar, aunque en aquel momento le daba miedo hacerlo. Cuando miró, lo hizo fijamente, porque apenas podía creerlo. Sostenía una única flor petrificada, perfectamente formada, transformada con su poder en algo parecido al basalto.
“¿Lo hice yo?” preguntó Ceres. Incluso con todo lo demás que sabía hacer, aquello todavía le parecía casi imposible.
“Lo hiciste”, dijo su madre y Ceres escuchó que lo decía con orgullo. “Ahora solo falta que consigas hacerlo sin cerrar los ojos”.
Aquello le llevó más tiempo y muchas más flores. Pero Ceres disfrutó con la práctica. Mucho más que eso, cada vez que su madre sonreía ante sus esfuerzos, Ceres sentía que una explosión de amor se extendía a través de ella. A pesar de que los minutos se convertían en horas, ella seguía adelante.
“Sí”, dijo su madre por fin, “así está perfecto”.
Era más que aquello; era fácil. Era fácil alcanzarlo y sacar el poder de su interior. Era fácil canalizarlo. Era fácil dejar atrás una flor de piedra perfectamente conservada. Solo cuando el ajetreo por hacerlo se desvaneció, Ceres se dio cuenta de lo cansada que estaba.
“Está bien”, dijo su madre, tomándole la mano. “Tu poder lleva energía y poder. Incluso los más fuertes de entre nosotros podrían hacer tanto de una vez”. Sonrió. “Pero tu poder sabe lo que es por ahora. Surgirá cuando alguien te amenace, o cuando tú lo convoques. Y también hará más”.
Ceres notó un parpadeo de poder proveniente de su madre y sintió todo el potencial de su poder. Vio los edificios y jardines de piedra con una nueva perspectiva, como si las cosas se hubieran construido con aquel poder, creadas en unas formas que ningún humano podía comprender. De algún modo, se sentía llena. Completa.
Parecía que parte de la felicidad se desdibujaba en el rostro de su madre. Ceres la oyó suspirar.
“¿Qué sucede?” preguntó Ceres.
“Solo que me gustaría poder pasar más tiempo juntas”, dijo Licina. “Desearía llevarte por las torres que hay aquí y contarte la historia de mi pueblo. Desearía oírlo todo sobre aquel Thanos al que tanto amabas y mostrarte los jardines donde el sol nunca ha tocado los árboles”.
“Entonces, hazlo”, dijo Ceres. Ella sentía que podía quedarse allí para siempre. “Muéstramelo todo. Háblame del pasado. Háblame de mi padre y de lo que sucedió cuando nací”.
Pero su madre dijo que no con la cabeza.
“Aquello es algo para lo que todavía no estás preparada. Y en cuanto al tiempo, antes te conté que tu destino puede ser una prisión, cariño, y tú tienes un destino mayor que la mayoría”.
“He visto destellos del mismo”, admitió Ceres, pensando en los sueños que le venían una y otra vez en el barco.
“Entonces sabrás por qué no podemos quedarnos aquí y ser una familia, sin importar lo mucho que las dos lo deseemos”, dijo su madre. “Aunque quizás en el futuro tengamos tiempo para ello. Para esto y para más”.
“Pero primero tengo que volver, ¿verdad?” dijo Ceres.
Su madre asintió.
“Sí”, dijo. “Debes regresar, Ceres. Regresa y libera a Delos del Imperio, como siempre pretendiste hacer”.
CAPÍTULO SIETE
A Estefanía le costaba creer que llevaba seis semanas casada con Thanos. Pero con la fiesta de la Luna de Sangre aquí era el tiempo que había pasado. Seis semanas de felicidad,