“¿Estás bien?” preguntó Estefanía, alzando la mano hasta su mejilla. La bajó y Thanos vio que tenía sangre en ella. “¡Thanos, estás sangrando!”
“Solo es un rasguño”, la tranquilizó. “Probablemente estoy peor por la lucha de antes”.
“¿Qué ha pasado allí dentro?” exigió ella.
Thanos forzó una sonrisa, que le salió más tensa de lo que pretendía. “Su majestad decidió recordarme que, sea o no príncipe, no valgo tanto para él como Lucio”.
Estefanía le puso las manos sobre los hombros. “Te lo dije, Thanos. Aquello no estuvo bien. No puedes ponerte en un peligro como este. Tienes que prometerme que confiarás en mí y que nunca volverás a hacer algo tan estúpido. Prométemelo”.
Él asintió.
“Por ti, mi amor, lo prometo”.
También lo pensaba. Ir a luchar en público de aquel modo con Lucio no era la estrategia adecuada, porque no conseguía lo suficiente. Lucio no era el problema. El problema era el Imperio entero. Por poco tiempo pensó que podría convencer al rey de cambiar las cosas, pero la verdad es que su padre no quería que las cosas cambiaran.
No, lo único que podía hacer ahora era encontrar maneras en las que ayudar a la rebelión. No solo a los rebeldes de Haylon, sino a todos. Solo, Thanos no podía conseguir mucho, pero juntos quizás podrían derribar al Imperio.
CAPÍTULO SEIS
Mirara a donde mirara en la Isla Más Allá de la Neblina, Ceres veía cosas que la hacían detenerse y contemplar su extraña belleza. Halcones con plumas del color del arcoíris giraban mientras perseguían cosas que había por allí abajo, pero a la vez los perseguía una serpiente alada que finalmente se posó sobre un chapitel de mármol blanco.
Caminaba sobre la hierba esmeralda de la isla y parecía que sabía exactamente dónde tenía que ir. Lo había visto en su visión, allí en lo alto de la colina en la distancia, donde las torres color arcoíris sobresalían como las espinas de una gran bestia.
Crecían flores por las bajas cuestas que había en el camino y Ceres se agachó para tocarlas. Pero cuando sus dedos las acariciaron, sus pétalos eran de una piedra fina como el papel. ¿Las había tallado alguien tan finas o eran, de algún modo, roca viva? Solo el hecho de que pudiera imaginar aquella posibilidad le decía lo extraño que era aquel lugar.
Ceres continuó caminando, dirigiéndose al lugar donde ella sabía, donde esperaba, que su madre estaría esperando.
Llegó hasta las laderas bajas de la colina y empezó a subir. A su alrededor, la isla estaba llena de vida. Las abejas zumbaban por la hierba baja. Una criatura parecida a un ciervo, pero con púas de cristal donde tendrían que estar sus astas, miró a Ceres durante un buen rato antes de irse saltando.
Pero allí no veía personas, a pesar de las construcciones que salpicaban el paisaje a su alrededor. Las más cercanas a Ceres tenían un aspecto prístino y vacío, como el de una habitación de la que ha salido alguien hace solo unos instantes. Ceres continuó subiendo hasta la cima de la colina, hacia el lugar donde las torres formaban un círculo alrededor de una amplia zona de hierba, que le permitía observar el resto de la isla a través de ellas.
Pero no miró en aquella dirección. En cambio, Ceres miró al centro del círculo, donde había una única figura con una túnica de un blanco puro. Al contrario que en su visión, la figura no era borrosa ni estaba desenfocada. Estaba allí, tan clara y real como lo era Ceres. Ceres fue hacia delante, casi a una distancia en la que la podía tocar. Solo podía ser una persona.
“¿Madre?”
“Ceres”.
La figura vestida con una túnica se lanzó hacia delante en el mismo instante en que lo hizo Ceres y se encontraron en un fortísimo abrazo que pareció expresar todas las cosas que Ceres no sabía cómo decir: lo mucho que había estado esperando aquel momento, cuánto amor había allí, lo increíble que era encontrarse con aquella mujer que solo había visto en una visión.
“Sabía que vendrías”, dijo la mujer, su madre, cuando se separaron, “pero incluso sabiéndolo, verte realmente es algo diferente”.
Entonces se retiró la capucha de su túnica y parecía casi imposible que aquella mujer pudiera ser su madre. Su hermana, quizás, pues tenían el mismo pelo, los mismos rasgos. Para Ceres era casi como mirarse al espejo. Pero parecía demasiado joven para ser la madre de Ceres.
“No lo comprendo”, dijo Ceres. “¿Tú eres mi madre?”
“Lo soy”. Alargó los brazos para abrazar de nuevo a Ceres. “Sé que puede parecer extraño, pero es cierto. Los de mi clase viven mucho tiempo. Me llamo Licina”.
Un nombre. Finalmente Ceres tenía un nombre para su madre. De algún modo, aquello significaba más que todo lo demás junto. Solo aquello ya era suficiente para que su viaje valiera la pena. Quería quedarse allí mirando fijamente a su madre para siempre. Aún así, tenía preguntas. Tantas que se derramaban como en una avalancha.
“¿Qué es este lugar?” preguntó. “¿Por qué estás aquí sola? Espera, ¿qué quieres decir con los de tu clase?”
Licina sonrió y se sentó sobre la hierba. Ceres hizo lo mismo y, al sentarse, notó que no era solo hierba. Vio fragmentos de piedra bajo ella, colocados en forma de mosaico, pero que el prado que había a su alrededor ya hacía tiempo que había cubierto.
“No existe una manera fácil de contestar a todas tus preguntas”, dijo Licina. “Especialmente cuando yo misma tengo tantas preguntas, sobre ti, sobre tu vida. Sobre todo, Ceres. Pero lo intentaré. ¿Lo haremos de la forma antigua? ¿Una pregunta por otra?”
Ceres no sabía qué decir a aquello, pero parecía que su madre no había acabado todavía.
“¿Todavía cuentan historias de los Antiguos, por allí en el mundo?”
“Sí”, dijo Ceres. Siempre había prestado más atención a las historias de combatientes y sus hazañas en el Stade, pero sabía algo de lo que decían sobre los Antiguos: los que estaban antes que la humanidad, que a veces parecían iguales y a veces parecían mucho más. Que habían construido tanto para después perderlo. “Espera, estás diciendo que tú eres…”
“Uno de los antiguos, sí”, respondió Licina. “Este era uno de nuestros lugares, antes… bueno, hay algunas cosas de las que es mejor no hablar. Además, me debes una respuesta. Así que cuéntame cómo ha sido tu vida. No pude estar allí, pero pasé mucho tiempo imaginando cómo te iría todo”.
Ceres lo hizo lo mejor que pudo, aunque no sabía por dónde empezar. Le habló a Licina de cómo se había criado en la forja de su padre, de sus hermanos. Le habló de la rebelión y del Stade. Incluso consiguió hablarle de Rexo y Thanos, aunque aquellas palabras salieron entrecortadas y rotas.
“Oh, cariño”, dijo su madre, colocando una mano sobre la de ella. “Me encantaría haberte ahorrado algo de este dolor. Me gustaría haber estado allí para ti”.
“¿Por qué no pudiste?” preguntó Ceres. “¿Has estado aquí todo este tiempo?”
“Sí”, dijo Licina. “Este era uno de los lugares de mi pueblo, en los viejos tiempos. Los demás se fueron. Incluso yo lo hice, durante un tiempo, pero durante estos últimos tiempos ha sido una especie de santuario. Y un lugar en el que esperar, por supuesto”.
“¿Esperar?” preguntó Ceres. “¿Te refieres a mí?”