Volusia observaba y admiraba su nueva ciudad. Por todas partes se habían levantado estatuas de oro de ella, tal y como ella había indicado a sus hombres que lo hicieran. Cada rincón de la capital tenía una estatua de ella, de oro brillante; a donde quiera que uno mirara, no quedaba más remedio que verla, que venerarla.
Por fin, estaba satisfecha. Por fin, era la Diosa que ella sabía que tenía que ser.
Los cantos llenaban el ambiente, al igual que el incienso, que quemaba en todos los altares por ella. Hombres, mujeres y niños llenaban las calles, hombro a hombro, todos inclinándose ante ella y ella sentía que lo merecía. El camino hasta llegar aquí había sido largo y duro, pero ella había marchado hasta la capital, había conseguido tomarla, destruir a los ejércitos del Imperio que se le habían puesto en contra. Ahora, por fin, la capital era suya.
El Imperio era suyo.
Por supuesto, sus consejeros pensaban diferente, pero a Volusia no le preocupaba mucho lo que pensaran. Ella sabía que era invencible, estaba en algún lugar entre el cielo y la tierra y ningún poder de este mundo podía destruirla. No solo no se encogía de miedo, sino que sabía que esto solo era el principio. Todavía quería más poder. Tenía pensado visitar cada cuerno y punta del Imperio y machacar a todos aquellos que se le opusieran, que no aceptaran su poder unilateral. Reuniría un ejército más y más grande, hasta que tuviera dominado cada rincón del Imperio.
Dispuesta a empezar el día, Volusia descendía lentamente e su tarima, tomando un escalón de oro después del otro. Estiraba el brazo y, cuando los ciudadanos corrían hacia delante, sus manos tocaban las de ellos, una multitud de fieles recibiéndola con los brazos abiertos, una diosa viva entre ellos. Algunos fieles, llorando, tocaban con la cara en el suelo mientras ella pasaba y montones más formaron un puente humano al fondo, deseosos de que caminara por encima de ellos. Lo hizo, pisando encima de la carne blanda de sus espaldas.
Por fin, tenía su rebaño. Y ahora era el momento de ir a la guerra.
Volusia estaba en lo alto de las murallas que rodean la ciudad, mirando desde allí el cielo desierto con una intensa sensación de que aquel era su destino. No veía otra cosa que no fueran cadáveres sin cabeza, todos los hombres que había matado, y un cielo de buitres que chillaban, que se abalanzaban sobre ellos para comer su carne. Fuera de aquellas murallas había una suave brisa y ella ya olía el hedor a carne podrida, que pesaba en el viento. Miraba la carnicería con una amplia sonrisa. Aquellos hombres habían osado resisitirse a ella y habían pagado el precio.
“¿No deberíamos enterrar a los muertos, Diosa?” dijo una voz.
Volusia echó un vistazo y vio al comandante de sus fuerzas armadas, Rory, un humano alto, de pecho amplio, con una barbilla esculpida y un aspecto imponente. Lo había escogido a él, lo había elevado por encima de otros generales porque era agradable a la vista y, aún más, porque era un comandante brillante y ganaría a cualquier precio –igual que ella.
“No”, respondió sin mirarlo. “Quiero que se pudran bajo el sol y que los animales se atiborren con su carne. Quiero que todos sepan lo que les pasa a los que se oponen a la Diosa Volusia”.
Él observó el panorama y retrocedió.
“Como desee, Diosa”, respondió.
Volusia examinó el horizonte y, mientras lo hacía, su hechicero, Koolian, que llevaba una capucha y una capa negras, con los ojos verde brillantes y la cara llena de verrugas, la persona que le había ayudado aconsejándola en el asesinato de su propia madre y uno de los pocos miembros de su círculo íntimo en los que todavía confiaba, dio un paso hasta su lado y lo examinó también.
“Sabe que están allá fuera”, le recordó. “Que vienen a por usted. Puedo sentir que están viniendo incluso ahora”.
Ella lo ignoró, mirando hacia delante.
“Yo también”, dijo finalmente.
“Los Caballeros de los Siete son muy poderosos, Diosa”, dijo Koolian. “Viajan con un ejército de hechiceros, un ejército contra el que incluso usted no puede luchar”.
“Y no se olvide de los hombres de Rómulo”, añadió Rory. “Según los informes están cerca de nuestras orillas incluso ahora, de vuelta del Imperio con su millón de hombres”.
Volusia miraba fijamente y un largo silencio colgó en el aire, solo roto por el aullido del viento.
Por fin, Rory dijo:
“Sabe que no podemos permanecer en este lugar. Quedarnos aquí significará la muerte para todos nosotros. ¿Qué ordena usted, Diosa? ¿Marcharemos de la capital? ¿Nos rendiremos?”
Volusia finalmente se dirigió a él y sonrió.
“Lo celebraremos”, dijo.
“¿Lo celebraremos?” dijo él, perplejo.
“Sí, lo celebraremos”, dijo ella. “Justo hasta el final. Reforzad las puertas de nuestra ciudad y abrid el gran estadio. Declaro cien días de fiestas y juegos. Puede que muramos”, dijo finalmente sonriendo, “pero lo haremos con una sonrisa”.
CAPÍTULO SEIS
Godfrey corría por las calles de Volusia, junto a Ario, Merek, Akorth y Fulton, a toda prisa para llegar a la puerta de la ciudad antes de que fuera demasiado tarde. Todavía estaba pletórico por su éxito al sabotear el estadio, conseguir envenenar al elefante, encontrar a Dray y soltarlo en el estadio, justo cuando Darius más lo necesitaba. Gracias a su ayuda y a la mujer finiana, Darius había ganado; él le había salvado la vida a su amigo, lo que aliviaba su culpa por haberle llevado hasta una emboscada en las calles de Volusia al menos un poco. Por supuesto, el papel de Godfrey quedaba a la sombra, donde él mejor estaba y Darius no podría haber salido victoriosos sin su propia valentía y experta lucha. Aún así, Godfrey había tenido una pequeña parte.
Pero ahora todo se estaba torciendo; tras los juegos, Godfrey esperaba poderse encontrar con Darius en la puerta del estadio mientras lo sacaban y liberarlo. No esperaba que Darius fuera acompañado hasta la puerta trasera y escoltado a través de la ciudad. Después de haber ganado, la multitud del Imperio por entero había estado cantando su nombre y los capataces del Imperio se habían visto amenazados por su inesperada popularidad. Habían creado un héroe y habían decidido escoltarlo fuera de la ciudad y hacia el circo de la capital lo antes posible, antes de que tuvieran la revolución en sus manos.
Ahora Godfrey corría con los demás, desesperado por pillarlo, por llegar hasta Darius antes de que saliera por las puertas de la ciudad y fuera demasiado tarde. El camino hacia la capital era largo, imhóspito, pasaba por el Desierto y estaba fuertemente guardado; una vez saliera de la ciudad, no habría manera de ayudarlo. Tenía que salvarlo o todos sus esfuerzos habrían sido en vano.
Godfrey corría por las calles, respirando con dificultad, y Merek y Ario ayudaban a Akorth y a Fulton, sus grandes barrigas dirigían el camino.
“¡No te detengas!” animó Merek a Fulton mientras le tiraba del brazo. Ario se limitaba a darle un codazo a Akorth en la espalda, haciéndolo chillar, empujándolo cuando iba más lento.
Godfrey sentía cómo el sudor caía por su nuca mientras corría y se maldecía a sí mismo, otra vez, por beber tantas pintas de cerveza. Pero pensaba en Darius y obligaba a sus doloridas piernas a seguir moviéndose, girando una calle tras otra hasta que, finalmente, salieron de una larga arcada de piedra hacia la plaza de la ciudad. Al hacerlo, allí en la distancia, quizás a menos de cien metros estaba la puerta de la ciudad, imponente, que se alzaba a unos quince metros. Cuando Godfrey echó un vistazo, el corazón le dio un vuelco al ver que sus barras se abrían por completo.
“¡NO!” exclamó involuntariamente.
A Godfrey lo inundó el pánico cuando observó el carruaje de Darius, tirado por caballos, escoltado por soldados del Imperio, cubierto de barras de hierro –como una jaula sobre ruedas- dirigiéndose hacia las puertas abiertas.
Godfrey corrió más rápido, más rápido de lo que él sabía que podía hacerlo, tropezando