“Pero, ¿hacer qué?” preguntó ella.
Él suspiró, mirando fijamente al horizonte.
“Existe una manera de salvar la Cresta”, dijo. “Se rumorea que está escrita en los antiguos libros, los que custodian los Buscadores de la Luz”.
Ella lo miró fijamente, perpleja.
“¿Los Buscadores de la Luz?” preguntó.
“Mira, mi reino también está infectado por un cáncer”, explicó. “Por muy perfecto que todo parezca cuando caminas por las calles, todo aquí está lejos de ser perfecto. Una enredadera crece entre mi pueblo y es la enredadera de una creencia. Una religión. Un culto. Los Buscadores de la Luz. Gana adeptos cada día y se ha extendido a cada rincón de mi capital. Ha llegado incluso al corazón de mi propia familia. ¿Te imaginas? ¿La propia familia de un Rey?”
Ella intentaba procesarlo todo, pero no podía seguir su historia.
“Eldof. Él es su líder, un humano, igual que nosotros, que se cree un Dios. Predica su falsa religión a todos sus falsos profetas y ellos harán cualquier cosa que él diga. Muchos de los míos ahora es más probable que obedezcan sus órdenes que las mías”.
Él la miró fijamente, la preocupación estaba marcada en su rostro demasiado arrugado.
“Estoy en una posición peligrosa aquí”, añadió. “Todos lo estamos. Y no solo por lo que hay más allá de la Cresta”.
A Gwen le pasaban muchas preguntas por la mente, pero no quería husmear; al contrario, le dio tiempo para pensarlo todo bien y pedirle lo que quisiera.
“Se rumorea que los antiguos libros existen en lo profundo de su monasterio”, añadió finalmente, después de un largo silencio durante el cual se frotaba la barba, mirando fijamente al suelo como si estuviera perdido en la memoria. “Yo lo he registrado muchas veces, pero sin resultado. Evidentemente, puede que no existan, pero yo creo que sí. Y creo que contienen la respuesta”.
Se giró hacia ella.
“Necesito que entres al monasterio”, dijo. “Te hagas amiga de Eldof. Encuentres los libros. Encuentres el secreto que necesito para salvar a mi pueblo”.
Gwen luchaba por entender, la mente le daba vueltas con toda la información.
“O sea, ¿qué quiere que conozca a Eldof?” preguntó ella. “¿Al líder espiritual?”
“A él no”, respondió el Rey. “Sino a su sacerdote principal. Mi hijo. Kristof”.
Gwen lo miró fijamente, sorprendida.
“¿Su hijo?” preguntó.
El Rey asintió con la cabeza, con los ojos humedecidos.
“Me da vergüenza admitirlo”, respondió. “Mi hijo está perdido para mí. Pero quizás a ti, una forastera, te escuchará. Te lo suplico. Es el deseo de un padre. Y es por el bien de la Cresta.
Por muy abrumada que estuviera, sintiéndose como si la hubieran empujado en medio de un drama político y familiar, Gwen se sentía llena de una sensación de misión.
“Haré lo que sea para ayudarlo”, dijo sinceramente.
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