Mientras iba a toda prisa por la habitación, Gwendolyn sintió un retortijón de hambre, la hambruna del Gran Desierto todavía le pasaba factura, y echó un vistazo a la mesa de exquisiteces que le habían preparado –panes, fruta, quesos, postres dulces- y cogió rápidamente algunas cosas para irlas comiendo por el camino. Cogió más de las que necesitaba y, mientras caminaba, le daba la mitad de lo que tenía a Krohn que, gimiendo a su lado, se lo arrebataba de la mano deseoso de alcanzarlo. Ella estaba muy agradecida por esta comida, por la acogida, por el espléndido alojamiento –en algunos aspectos, se sentía como si estuviera de vuelta en la Corte del Rey, en el castillo en el que creció.
Los guardias se pusieron alerta cuando Gwen salió de la habitación, empujando la pesada puerta de madera de roble. Pasó dando largos pasos por delante de ellos, hacia los pasillos tenuemente alumbrados del castillo, las antorchas de la noche todavía quemaban.
Gwen llegó hasta el final del pasillo y subió unas escaleras de caracol de piedra, con Krohn a sus pies, hasta que llegó a los pisos superiores, donde sabía que estaba la habitación del trono del Rey, pues ya empezaba a familiarizarse con el castillo. Corrió hacia otra sala y estaba a punto de pasar por una apertura arqueada en la piedra cuando percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Se echó hacia atrás, sorprendida al ver a una persona entre las sombras.
“¿Gwendolyn?” dijo él con voz suave, demasiado refinado, saliendo de entre las sombras con una pequeña sonrisa petulante en la cara.
Gwendolyn parpadeó, atónita, y tardó un instante en recordar quién era. Le habían presentado a tantas personas en pocos días que todo se había vuelto un poco confuso.
Pero esta era una cara que no podía olvidar. Se dio cuenta de que era el hijo del Rey, el otro gemelo, el que tenía pelo y había hablado en contra de ella.
“Tú eres el hijo del Rey”, dijo, recordando en voz alta. “El tercero más mayor”.
Él sonrió, con una sonrisa pilla que a ella no le gustó, mientras daba un paso adelante.
“En realidad, el segundo más mayor”, le corrigió. “Somos gemelos, pero yo vine primero”.
Gwen lo observó mientras se acercaba un poco más y vio que estaba impecablemente vestido y afeitado, con el pelo peinado, olía a perfume y aceite y vestía la ropa más fina que ella había visto. Tenía aspecto de engreído y apestaba a arrogancia y prepotencia.
“Prefiero que no piensen en mí como un gemelo”, continuó. “Soy un hombre por mí solo. Me llamo Mardig. Es mi destino en la vida haber nacido un gemelo, no lo pude controlar. El destino, diría, de las coronas”, concluyó filosóficamente.
A Gwen no le gustaba estar en su presencia, todavía dolida por su trato la noche anterior y sentía que Krohn estaba tenso a su lado, con los pelos de la nuca erizados mientras se frotaba contra su pierna. Estaba impaciente por saber qué quería.
“¿Siempre merodea por las sombras de estos pasillos?” preguntó ella.
Mardig sonreía con aires de superioridad mientras se acercaba más, demasiado para ella.
“Al fin y al cabo, es mi castillo”, respondió, defendiendo su territorio. “Saben que deambulo por aquí”.
“¿Su castillo?” preguntó. “¿Y no es de su padre?”
Su expresión se volvió sombría.
“Todo a su tiempo”, respondió enigmáticamente y dio otro paso hacia delante.
Gwendolyn dio un paso hacia atrás involuntariamente, pues no le gustaba su presencia, mientras Krohn empezaba a gruñir.
Mardig miró a Krohn con desprecio.
“¿Sabía que los animales no pueden dormir en nuestro castillo?” respondió.
Gwen frunció el ceño enojada.
“Su padre no tuvo ningún recelo”.
“Mi padre no impone las normas”, respondió él. “Lo hago yo. Y la guardia del Rey está bajo mi mando”.
Ella frunció el ceño, frustrada.
“¿Por eso me ha parado aquí?” preguntó ella, enojada. “¿Para cumplir con el control sobre los animales?”
Él frunció el ceño en respuesta al darse cuenta de que, quizás, había topado con un igual. La miró fijamente, con los ojos clavados en ella, como si la estuviera analizando.
“No existe ni una sola mujer en la Cresta que no me desee”, dijo. “Y, sin embargo, no veo la pasión en sus ojos”.
Gwen lo miró boquiabierta, horrorizada, al darse cuenta finalmente de qué iba todo aquello.
“¿Pasión?” repitió, avergonzada. “¿Y por qué tendría que sentirla? Estoy casada y el amor de mi vida pronto regresará a mi lado”.
Mardig rió fuerte.
“¿Ah, sí?” preguntó. “Por lo que he oído, hace mucho tiempo que murió. O tanto tiempo que está perdido para usted, que nunca regresará”.
Gwendolyn lo miró enfurecida, mientras su enfado iba en aumento.
“Y aunque no regresara nunca”, dijo ella, “nunca estaría con otro. Y menos aún con usted”.
Su expresión se ensombreció.
Ella se dio la vuelta para irse, pero él le agarró el brazo. Krohn gruñó.
“Aquí yo no pido lo que quiero”, dijo. “Lo cojo. Está en un reino extranjero, a la merced de un anfitrión extranjero. Sería sabio por su parte complacer a sus captores. Al fin y al cabo, sin nuestra hospitalidad, estaría tirada en el desierto. Y existen un montón de circunstancias desafortunadas que pueden acontecer por accidente a una invitada, incluso con el mejor intencionado de los anfitriones”.
Ella lo miró con el ceño fruncido, había visto muchas amenazas reales en su vida como para asustarse de estas advertencias insignificantes.
“¿Captores?” dijo ella. ¿Es así como nos llama? Yo soy una mujer libre, por si no se había dado cuenta. Me podría ir de aquí ahora mismo si así lo decidiera”.
Él rió, haciendo un terrible ruido.
“¿Y hacia dónde iría? ¿De vuelta al Desierto?”
Él sonrió y negó con la cabeza.
“Puede que técnicamente sea libre de marchar”, añadió. “Pero permítame que le pregunte algo: cuando el mundo es un lugar hostil, ¿dónde la deja esto?”
Krohn gruñó con malicia y Gwen podía sentir que estaba a punto de saltar. Se sacudió la mano de Mardig de encima indignada y posó una mano en la cabeza de Krohn, reteniéndolo. Y entonces, cuando miró de nuevo a Mardig con una mirada asesina, tuvo una repentina percepción.
“Dígame una cosa, Mardig”, dijo con la voz dura y fría,. “¿Por qué no está usted allá fuera, luchando con sus hermanos en el desierto? ¿A qué se debe que es usted el único que se ha quedado atrás? ¿Es que el miedo le domina?”
Él sonrió, pero bajo su sonrisa ella notaba la cobardía.
“La caballerosidad es para los estúpidos”, respondió él. “Estúpidos cómodos, que preparan el camino a los demás para que consigamos lo que queremos. Cuélguele el nombre de “caballerosidad” y los podrá usar como marionetas. A mí no pueden utilizarme tan fácilmente”.
Él lo miró, enojada.
“Mi marido y nuestros Plateados se ríen de un hombre como usted”, dijo ella. “No duraría ni dos minutos en el Anillo”.
Gwen miraba de él a la entrada que estaba tapando.
“Tiene dos opciones”, dijo ella. “Puede apartarse de mi camino, o Krohn tomará el desayuno que con tanto entusiasmo desea. Creo que su tamaño es perfecto para él”.
Él echó un vistazo a Krohn y vio