“No te preocupes”, dijo una dulce voz.
Thor se dio la vuelta y vio a Angel tirándole de la camisa.
“Todo irá bien”, añadió con una sonrisa.
Thor le sonrió y le puso una mano sobre la cabeza, apaciguado por su presencia, como siempre. Había llegado a querer a Angel tanto como lo haría con una hija, la hija que nunca tuvo. Le tranquilizaba su presencia.
“Y si no es así”, añadió con una sonrisa, ¡yo cuidaré de ellos!”
Levantó con orgullo el pequeño arco que O’Connor le había tallado y le enseñó a Thor cómo sabía echar hacia atrás la flecha. Thor sonreía divertido, mientras ella levantaba el arco hacia su pecho, colocaba temblorosa una pequeña flecha de madera en ella y empezaba a echar la cuerda hacia atrás. Soltó el arco y su pequeña flecha de madera salió volando, temblorosa, por encima de la borda y hacia el océano.
“¿¡Maté algún pez!?” preguntó emocionada mientras corría hacia la barandilla y echaba contenta un vistazo.
Thor estaba allí, mirando hacia las espumosas aguas del mar y no estaba seguro. Pero igualmente sonrió.
“Estoy segura de que lo hiciste”, dijo para reconfortarla. “Quizás incluso un tiburón”.
Thor escuchó un chillido a lo lejos y se puso de nuevo en guardia. Todo su cuerpo se paralizó mientras agarraba la empuñadura de su espada y miraba hacia el agua, examinando el horizonte.
Las gruesas nubes grises lentamente desaparecieron y, al hacerlo, dejaron al descubierto un horizonte que hizo que el corazón de Thor se desplomara: en la distancia, unas negras columnas de humo se levantaban hacia el cielo. Al despejarse más nubes, Thor vio que salían de una isla lejana -no una simple isla, sino una isla con empinados acantilados, que se alzaban hacia el cielo, con una amplia explanada en la cima. Una isla que no podía confundir con otra.
La Isla de la Luz.
Thor sintió un dolor en el pecho al ver el cielo negro lleno de malvadas criaturas, parecidas a las gárgolas gárgolas, rodeando lo que quedaba de la isla, como buitres, sus gritos llenando el aire. Había un ejército de ellos y, bajo ellos, la isla entera estaba en llamas. No quedaba ni un solo rincón intacto.
“¡MÁS RÁPIDO!” gritó Thor contra el viento, sabiendo que era inútil. No se había sentido más desamparado en su vida.
Pero no podía hacer nada más. Observaba las llamas, el humo, los monstruos que se marchaban, escuchaba a Lycoples chillando por allá arriba y supo que era demasiado tarde. Nada podía haber sobrevivido. Todo lo que quedaba en la isla –Ragon, Guwayne, absolutamente todo –seguramente, sin duda alguna, estaría muerto.
“¡NO!” gritó Thorgrin, maldiciendo a los cielos, la espuma del mar le golpeaba en la cara mientras lo llevaba, demasiado tarde, hacia la isla de la muerte.
CAPÍTULO DOS
Gwendolyn estaba sola, de vuelta al Anillo, en el castillo de su madre y, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que algo no estaba bien. El castillo estaba abandonado, vacío, habían quitado todas sus pertenencias; no tenía ventanas, se había perdido el hermoso vitral que una vez las había adornado, dejando tan solo los ranuras en la piedra, la luz del atardecer se colaba. El polvo se arremolinaba en el aire y parecía que aquel lugar no se había habitado en mil años.
Gwen echó un vistazo y vio la panorámica del Anillo, un lugar que una vez había conocido y amado con todo su corazón, ahora desolado, distorsionado, grotesco. Como si no quedara nada bueno vivo en el mundo.
“Hija mía”, dijo una voz.
Gwendolyn se giró y se sorprendió al ver a su madre allí de pie, mirando hacia atrás, con la cara demacrada y enfermiza, apenas era la madre que una vez quiso y recordaba. Era la madre que recordaba en su lecho de muerte, la madre que parecía que había envejecido demasiado en una vida.
Gwen sintió un nudo en la garganta y se dio cuenta, a pesar de todo lo que había sucedido entre ellas, de lo mucho que la echaba de menos. No sabía si era a ella a quien echaba de menos o simplemente ver a su familia, a alguien conocido, el Anillo. Daría lo que fuera por estar de nuevo en casa, por volver a lo conocido.
“Madre” respondió Gwen, apenas creyendo lo que veía ante ella.
Gwen alargó el brazo hacia ella y, al hacerlo, de repente se encontró en otro sitio, en una isla, al borde de un acantilado, que estaba chamuscada y había sido reducida a cenizas. El fuerte olor de humo y azufre colgaba en el aire, quemaba las fosas nasales. Miraba la isla y, cuando las olas de ceniza se disiparon en el aire, echó un vistazo y vio un moisés hecho de oro, calcinado, el único objeto en este paisaje de ascuas y ceniza.
El corazón de Gwen latía con fuerza mientras caminaba hacia delante, muy nerviosa por ver si su hijo estaba allí, si estaba bien. Una parte de ella estaba exultante por llegar allí y cogerlo, apretarlo contra su pecho y no dejarlo ir jamás. Pero otra parte temía que no estuviera allí –o peor, que pudiera estar muerto.
Gwen corrió hacia delante y se inclinó para mirar en el moisés y su corazón se partió al ver que estaba vacío.
“¡GUWAYNE!” exclamó angustiada.
Gwen escuchó un chillido, más arriba, parecido al suyo y, al alzar la vista, vio un ejército de criaturas negras, parecidas a las gárgolas, que marchaban volando. Su corazón se detuvo al ver, en las garras del último, un bebé colgando, que lloraba. Lo llevaban hacia un cielo de penumbra, elevado por un ejército de tinieblas.
“¡NO!” chilló Gwen.
Gwen se despertó gritando. Se incorporó en la cama, intentando adivinar dónde estaba. La tenue luz del amanecer se extendía por las ventanas y le llevó unos cuantos segundos darse cuenta de dónde estaba: la Cresta. El castillo del Rey.
Gwen sintió algo en la mano y, al mirar hacia abajo, vio a Krohn lamiéndole la mano y después reposando la cabeza en su regazo. Le acarició la cabeza mientras estaba sentada en la punta de la cama, respirando con dificultad, orientándose lentamente, con el peso de su sueño encima.
Guwayne, pensó. El sueño había parecido muy real. Ella sabía que era más que un sueño –había sido una revelación. Donde quiera que estuviera, Guwayne estaba en peligro. Alguna oscura fuerza lo estaba abduciendo. Podía sentirlo.
Gwendolyn se puso de pie, perturbada. Más que nunca, sintió la urgencia por encontrar a su hijo, por encontrar a su marido. Más que cualquier otra cosa, quería verlo y abrazarlo. Pero sabía que eso no iba a suceder.
Mientras se secaba las lágrimas, Gwen se puso la bata de seda por encima, atravesó corriendo la habitación, con los adoquines suaves y fríos a sus pies, y se detuvo ante la alta ventana arqueada. Tiró el cristal del vitral hacia ella y, al hacerlo, entró la tenue luz del amanecer, el primer sol que estaba saliendo, inundando el paisaje de escarlata. Era impresionante. Gwen miró hacia fuera, disfrutando de la vista de la Cresta, la inmaculada capital y el interminable paisaje de su alrededor, ondulantes colinas y abundantes viñedos, la mayor abundancia que jamás había visto en un sitio. Más allá, el azul centelleante del lago iluminaba la mañana y, más allá todavía, los picos de la Cresta, formando un perfecto círculo, rodeaban el lugar, que cubierto por la neblina. Parecía un lugar en el que no nada malo podía pasar.
Gwen pensaba en Thorgrin, en Guwayne, en algún lugar más allá de aquellos picos. ¿Dónde estaban? ¿Volvería a verlos alguna vez?
Gwen fue hacia la cisterna, se echó agua en la cara y se vistió rápidamente. Sabía que no encontraría a Thorgrin y a Guwayne sentada en aquella habitación y sentía más que nunca que necesitaba hacerlo. Si alguien podía ayudarla, era quizás el Rey. Él debía tener algún modo de hacerlo.
Gwen recordaba la conversación con él, mientras caminaban por los picos de la Cresta y obsevaron a Kendrick partir, recordaba los secretos que le había revelado. Que estaba muriendo. Que la Cresta estaba muriendo. Pero había más, más secretos que le iba a revelar, pero los interrumpieron. Sus consejeros