Cuando le respondió a la llamada, sonaba cansado. Mackenzie asumió que le había despertado, lo que no era del todo sorprendente ya que solía dormir hasta tarde cuando estaba libre. Pero también estaba bastante segura de que detectaba algo de esperanza en su voz.
“Hola,” le dijo.
“Buenos días,” dijo ella. “¿Cómo estás?”
“No lo sé,” dijo Ellington casi al instante. “Malhumorado sería la mejor manera de describirlo, pero sobreviviré. Cuantas más vueltas le doy, más seguro estoy de que esto se acabará desvaneciendo. Tendré una pequeña mancha en mi historial, pero siempre y cuando pueda volver al trabajo, creo que me las arreglaré. ¿Qué hay de ti? ¿Cómo va tu caso super secreto?”
“Prácticamente terminado, creo,” dijo ella. Cuando le había llamado la noche anterior de camino a Kingsville, no había compartido demasiada información con él, diciéndole solo que no se trataba de un caso en el que ella corriera ningún peligro. También tuvo cuidado de no divulgar demasiada información por ahora. A veces esto solía pasar entre agentes cuando un caso estaba cerrado o a punto de concluirse.
“Bien,” dijo él. “Porque no me gusta como terminaron las cosas entre nosotros cuando te fuiste. Yo… en fin, no sé por qué necesito disculparme. Pero sigo creyendo que te he hecho un flaco favor con todo este asunto.”
“Es lo que hay,” dijo Mackenzie, odiando el sonido de un cliché como este saliendo de sus labios. “Debería estar de regreso esta noche. Podemos hablar de ello después.”
“Suena bien. Ten cuidado.”
“Tú también,” dijo ella con una risa forzada.
Terminaron la llamada y aunque se sentía un poco mejor después de hablar con él, no podía negar la tensión que todavía sentía. Sin embargo, no se permitió tomarse un tiempo para considerarlo. Se dirigió hacia Kingsville en busca de algo que comer para pasar el tiempo que le quedaba antes de ir a casa de la doctora Haggerty.
La doctora Haggerty vivía sola en una casa de dos plantas de estilo colonial. Estaba asentada en el centro de un hermoso jardín delantero. Un grupo frondoso de encinas y robles en el patio de atrás rodeaban la casa por detrás como si se tratara de una sombra provista por la propia naturaleza. La doctora Haggerty se encontró con Mackenzie en la puerta principal con una sonrisa y el aroma de café fuerte recién hecho que venía de la cocina. Parecía tener cincuenta y muchos, con una melena de cabello que todavía se las arreglaba para mantener la mayoría de su castaño claro. Sus ojos le escudriñaron a Mackenzie desde detrás de un par de pequeñas gafas. Cuando invitó a Mackenzie a pasar adentro, hizo gestos a través de la puerta con sus brazos raquíticos y una voz que apenas era más alta que un susurro.
“Gracias de nuevo por quedar conmigo,” dijo Mackenzie. “Sé que le avisé con poco tiempo.”
“No se preocupe en absoluto,” dijo ella. “Entre usted y yo, espero que podamos encontrar razones suficientes como para que hagamos que el alguacil Tate le dé la lata al condado para que derriben ese maldito puente.”
Haggerty sirvió una taza de café a Mackenzie y las dos mujeres se sentaron a la mesita en un pintoresco rincón de desayuno adyacente a la cocina. Un ventanal al lado de la mesa daba a esos robles y encinas del patio de atrás.
“¿Presumo que ya le han informado de las noticias de ayer por la tarde?” preguntó Mackenzie.
“Así es,” dijo Haggerty. “Kenny Skinner. De veintidós años, ¿no es cierto?”
Mackenzie asintió mientras le daba un sorbito al café. “Y también Malory Thomas varios días antes. Entonces… ¿puede decirme por qué ha estado dándole la lata al alguacil sobre ese puente?”
“Bueno, Kingsville tiene muy poco que ofrecer. Y aunque nadie en los pueblos pequeños guste de admitirlo, lo cierto es que estos pueblos no ofrecen nada a los adolescentes y a los adultos jóvenes. Y cuando eso sucede, estos hitos morbosos como el Puente de Miller Moon se hacen icónicos. Si echa un vistazo a los historiales del pueblo, ha habido gente que se ha quitado la vida en ese puente desde 1956, cuando todavía estaba abierto al tránsito. Los chicos de hoy en día están expuestos a tanta negatividad y problemas de autoestima que algo tan icónico como ese puente se puede acabar convirtiendo en mucho más. Los niños que están buscando una salida del pueblo van al extremo y ya no se trata de escapar del pueblo… sino de escapar de la vida.”
“Entonces… ¿usted cree que el puente les da a los niños suicidas una salida fácil?”
“No una salida fácil,” dijo Haggerty. “Es casi como una luz para ellos. Y todos los que han saltado del puente previamente les han abierto el camino. Ese puente ya ni siquiera es un puente. Es una plataforma de suicidio.”
“Anoche, el alguacil Tate también dijo que le parece difícil de creer que todos estos suicidios sean simplemente suicidios. ¿Me lo puede explicar mejor?”
“Sí… y creo que puedo utilizar a Kenny Skinner como ejemplo. Kenny era un chico popular. Entre usted y yo, seguramente no iba a llegar a hacer nada extraordinario. Probablemente estaría perfectamente bien pasándose el resto de su vida aquí, trabajando en la Tienda de Repuestos de Tractores y Neumáticos de Kingsville. Pero tenía una buena vida aquí, ¿sabe? Por lo que yo sé, era un chico bastante popular con el sexo opuesto y en un pueblo como este—diablos, en un condado como este—eso prácticamente garantiza algunos fines de semana bastante divertidos. Hablé personalmente con Kenny el mes pasado cuando pasé con el coche por encima de una punta. Él lo arregló para mí. Era amable, estaba riéndose todo el tiempo, un chico con buenos modales. Me resulta difícil de creer que se matara de tal manera. Y si regresa a la lista de personas que han saltado de ese puente en los últimos tres años, hay al menos uno o dos que me resultan de lo más sospechoso… gente a la que jamás hubiera imaginado suicidándose.”
“Así que ¿usted cree que hubo juego sucio en esos casos?” preguntó Mackenzie.
Haggerty se tomó un momento antes de responder. “Es una sospecha que tengo, pero no me sentiría cómoda diciendo algo como eso con absoluta certeza.”
“¿Y asumo que esa sensación se basa en su opinión profesional y no solo se trata de alguien apenado porque haya tantos suicidios en su pueblecito?” preguntó Mackenzie.
“Eso es correcto,” dijo Haggerty, pero pareció hasta un tanto ofendida por la naturaleza de la pregunta.
“Por casualidad, ¿acaso atendió en alguna ocasión a Kenny Skinner o a Malory Thomas como clientes?”
“No. Ni a ninguna de las otras víctimas desde al menos 1996.”
“Entonces, ¿ha conocido al menos a una de las personas que se han suicidado en el puente?”
“Sí, en una ocasión. Y en ese caso, lo vi venir. Hice todo lo que pude para convencer a la familia de que ella necesitaba ayuda. Sin embargo, para cuando me las arreglé para conseguir que lo pensaran, se tiró del puente. Verá… en este pueblo, el Puente de Miller Moon es sinónimo con suicidio. Y por eso me gustaría que el condado lo derribara.”
“¿Porque le parece que básicamente atrae a cualquiera que tenga pensamientos suicidas?”
“Exactamente.”
Mackenzie percibió que la conversación había terminado. Y eso le parecía bien. Podía decir de inmediato que la doctora Haggerty no era la clase de persona que exagerara las cosas solo para que le escucharan. Aunque había tratado de quitarle importancia por miedo a equivocarse, Mackenzie estaba bastante segura de que Haggerty creía firmemente que al menos algunos de los casos no eran suicidios.
Y ese atisbo de escepticismo era todo lo que necesitaba Mackenzie. Si había incluso la más leve posibilidad de que cualquiera de los últimos dos cadáveres fueran asesinatos y no suicidios, quería saberlo