Diez minutos después, Mackenzie estaba abriendo la puerta de su habitación en el Motel 6. Sin duda alguna, se había alojado en sitios peores durante su periodo como agente del FBI, pero no era probable que este fuera a recibir comentarios espectaculares en Yelp o en Google. Le prestó poca atención al estado minimalista de la habitación, dejando los archivos sobre la mesita que había junto a la cama individual y sin perder ni un minuto para ponerse a repasarlos.
Hizo algunas anotaciones propias mientras leía los archivos. Lo primero y quizá más alarmante que descubrió fue que de los catorce suicidios que habían tenido lugar en los últimos tres años, once habían tenido lugar en el Puente de Miller Moon. Los otros tres incluían dos suicidios por arma de fuego y un solo caso de alguien que se había colgado de la viga de un ático.
Mackenzie sabía lo bastante sobre pueblos pequeños como para entender el atractivo de un hito rural como el Puente de Miller Moon. Su historia y el misterio general de su abandono eran atrayentes, sobre todo para los adolescentes. Y, como mostraban los informes enfrente de ella, seis de los catorce suicidios habían sido de chicos menores de veintiún años.
Echó una ojeada a los informes; aunque no eran tan detallados como le hubiera gustado, estaban por encima de lo que cabía esperar de los departamentos de policía locales de pueblos pequeños. Anotó varias cosas, creando una lista exhaustiva de detalles que le pudieran ayudar a llegar al fondo de las múltiples muertes que estaban asociadas con el Puente de Miller Moon. Tras una hora más o menos, tenía lo suficiente como para fundamentar algunas opiniones generales.
En primer lugar, de los catorce suicidios, exactamente la mitad habían dejado notas. Las notas dejaban claro que habían tomado la decisión de terminar con sus vidas. Cada informe tenía una fotocopia de la carta y todas ellas expresaban lamentaciones de alguna u otra forma. Decían a sus seres queridos que los querían y expresaban desgracias que no habían podido superar.
Los otros siete casi podían ser considerados como clásicos casos de sospecha de asesinato: cuerpos que se descubrieron de repente, en muy mal estado. Uno de los suicidios, una chica de diecisiete años, había mostrado pruebas de actividad sexual reciente. Cuando hallaron el DNA de su pareja en su cuerpo, él había proporcionado pruebas en forma de mensajes de texto de que ella había venido a su casa, habían tenido relaciones sexuales, y después se había marchado. Y por lo que parecía, ella se había tirado desde el Puente de Miller Moon unas tres horas después.
El único caso de los catorce que podía entender que hubiera provocado algún tipo de investigación más a fondo era el triste y desafortunado suicidio de un chico de dieciséis años. Cuando le habían encontrado sobre esas rocas ensangrentadas debajo del puente, había moratones en su pecho que no encajaban con ninguna de las heridas que hubiera podido sufrir debido a la caída. En unos pocos días, la policía había descubierto que el chico había recibido palizas habituales de su padre alcohólico que, tristemente, había tratado de suicidarse tres días después del descubrimiento del cadáver de su hijo.
Mackenzie terminó su sesión de investigación con el informe recién recopilado sobre Malory Thomas. Su caso destacaba un poco de los demás debido a que la habían encontrado desnuda. El informe mostraba que habían hallado sus ropas en una pila bien ordenada sobre el puente. No había signos de abusos, ni de actividad sexual reciente, o de juego sucio. Por una u otra razón, simplemente parecía que Malory Thomas había decidido dar ese salto como vino al mundo.
Eso resulta raro, pensó Mackenzie. Fuera de lugar, la verdad. Si te vas a quitar la vida, ¿por qué querrías estar así de expuesta cuando encontraran tu cadáver?
Lo consideró por un momento y entonces se acordó de la psiquiatra que había mencionado Tate. Claro que, como ya era casi medianoche, era demasiado tarde para llamarle por teléfono.
Medianoche, pensó. Miró su teléfono, sorprendida de que Ellington no hubiera tratado de contactar con ella. Se imaginó que estaba actuando de manera inteligente—y que no quería molestarle hasta que creyera que se encontraba en un buen punto emocional. Y honestamente, ella no estaba segura de dónde se encontraba. Así que él había cometido un error en su vida mucho antes de conocerla… ¿por qué diablos debería enfadarse tanto por algo así?
No estaba segura, pero sabía que lo estaba… y en ese momento, eso era todo lo que realmente importaba.
Antes de prepararse para irse a dormir, miró la tarjeta de visita que la mujer de comisaría había colocado dentro del archivo. Tenía el nombre, el número, y la dirección de email de la psiquiatra local, la doctora Jan Haggerty. Con la intención de estar tan preparada como fuera posible, Mackenzie le envió un email, diciéndole a la doctora Haggerty que estaba en el pueblo, por qué estaba aquí, y pidiéndole que se reunieran en cuanto fuera posible. Mackenzie pensó que, si no había recibido una llamada de Haggerty para las nueve de la mañana, le llamaría ella misma.
Antes de apagar las luces, pensó en llamar a Ellington, solo para ver cómo estaba. Le conocía muy bien; seguramente estaba dándose una fiesta de autocompasión, tomándose varias cervezas con planes de quedarse frito en el sofá.
Pensar en él en este estado le facilitó mucho más la decisión. Apagó las luces y, en la oscuridad, empezó a sentir que se encontraba en un pueblo que era más tenebroso que los demás. El tipo de pueblo que escondía algunas cicatrices horrendas, condenadas a la oscuridad eterna no debido al ambiente rural sino gracias a cierto hito que había en una pista de gravilla a unas seis millas de donde reposaba su cabeza en este preciso instante. Y a pesar de que hizo lo que pudo para despejar la mente, se quedó dormida con imágenes de adolescentes suicidándose, saltando desde lo alto del Puente de Miller Moon.
CAPÍTULO SEIS
Mackenzie se despertó sobresaltada por el sonido de su teléfono móvil. El reloj de la mesita le informó de que eran las 6:40 cuando extendió la mano para agarrarlo. Vio el nombre de McGrath en la pantalla, tuvo solo el tiempo suficiente para desear que hubiera sido Ellington en vez de él, y entonces lo respondió.
“Aquí la Agente White.”
“White, ¿dónde estamos en lo que se refiere al caso del sobrino del director Wilmoth?”
“Pues bien, en este momento parece que sea un suicidio bastante claro. Si todo sale como creo que va a salir, debería estar de regreso en DC esta tarde.”
“¿Nada de juego sucio?”
“Por lo que puedo ver, no. Si no le importa que le pregunte… ¿está buscando el director Wilmoth juego sucio?”
“No, pero seamos realistas… un suicidio en la familia de un hombre de su posición no va a tener buena pinta. Solo quiere los detalles antes de que los obtenga el público.”
“Mensaje recibido.”
“White, ¿acaso te he despertado?” le preguntó bruscamente.
“Por supuesto que no, señor.”
“Mantenme informado sobre todo esto,” dijo antes de terminar la llamada.
Maldita manera de despertarse, pensó Mackenzie mientras salía de la cama. Se fue a la ducha y cuando terminó, envuelta en una toalla, salió del cuarto de baño al escuchar que sonaba su teléfono de nuevo.
No reconoció el número, así que lo respondió de inmediato. Con el pelo todavía húmedo, respondió: “Al habla la agente White.”
“Agente White, soy Jan Haggerty,” dijo una voz de tono sombrío. “Acabo de leer su email.”
“Gracias por responderme tan deprisa,” dijo Mackenzie. “Ya sé que es mucho pedir para alguien con su profesión, pero ¿hay alguna manera de que nos pudiéramos reunir para charlar en algún momento del día?”
“Eso no es ningún problema,” dijo Haggerty. “Mi consulta está en mi casa y hoy no tengo mi primera cita hasta las nueve y media de la mañana. Si me da media hora más o menos para prepararme