–Tus perros, linda cazadora, han descubierto este par de piezas… ¡Tira, tira sobre ellas!—exclamó don Germán riendo.
–¡Fuego!—respondió la joven acercándose a él y dándole un beso en la mejilla.
–Dispara el segundo. Mira que la otra pieza se escapa.
Clara se ruborizó.
–Aunque se escape volverá de nuevo al tiro como las palomas torcaces.
Y alargó al mismo tiempo su mano a Tristán que la estrechó tiernamente.
–Ya estoy encañonado, y por lejos que me vaya el tiro de Clara me alcanzará.
–¡Oh, si supieseis qué lejos he disparado a uno de estos ánades!—y mostraba los dos que traía colgados al cinto—. Una verdadera casualidad que haya caído… Del lado de allá de la charca grande Fidel levantó los dos. ¡Pan! Tiro al primero y cae a la orilla. ¡Pero el otro…! El otro estaba ya en lo alto en medio de la charca. Disparo sin esperanza alguna y con gran sorpresa le veo caer al agua. ¡Allí vierais a Fidel echarse al agua y nadar como un pez mientras este otro animalito, la Dora, a quien tenía sujeta por el cuello, aullaba y se estremecía de afán por seguirle!
La joven se animaba narrando los incidentes de la cacería. Tristán la miraba embelesado, admirando en lo íntimo de su ser la juventud, el vigor y la hermosura de su prometida.
–¿Pero estás segura de que has alcanzado con los perdigones a ese ánade?
–¿Cómo no, puesto que ha caído?
–Es que yo no creo una palabra de la eficacia de tu puntería. Ese ánade como el otro y como todos los demás que has cazado mueren de orgullo de verse tiroteados por ti.
–¡Sería mucha galantería!—replicó la joven ruborizándose de nuevo.
Don Germán quiso dejarlos solos algunos momentos y salió de la glorieta con el pretexto de dar orden para que pintasen las canoas de las charcas. Llamó a los perros para que le acompañasen. Los animales salieron gozosos en su compañía, pero viendo que Clara se quedaba vacilaron unos instantes, ladraron a Reynoso como recriminándole por ponerles en aquella disyuntiva y al fin se decidieron a volverse a la glorieta, echándose a los pies de su ama.
–Te lo digo con todas las veras de mi alma, Clarita; yo quisiera morir de un tiro de tu mano como han muerto esos patos.
–No te acerques tanto. A mí me gusta tirar de largo—dijo la joven riendo.
Tristán se sentó frente a ella delante de la mesa de mármol.
–Lo que me sorprende es que tengas tanta afición a la caza: ¡porque cuidado que es aburrido eso de cazar! Yo no salí más que tres o cuatro veces en mi vida y pensé que moría de tedio.
–¡Aburrido!—exclamó Clara en el colmo de la sorpresa.
–¡Aburridísimo! Levantarse de madrugada cuando más a gusto se encuentra uno entre sábanas, echarse al monte, sufrir los rigores del sol y a veces los de las nubes, caminar todo el día con la lengua fuera, caerse, pincharse, ensuciarse, y de vez en cuando tropezar con uno de esos animalitos que se encuentran en todas las pollerías y restauranes de Madrid.
–Calla, calla, Tristán; estás diciendo disparates. Tú no sabes lo que es sentir la brisa matinal en las mejillas porque te has acostumbrado al aire viciado de la cervecería y del círculo; no gozas con el sol porque vives la mayor parte de la vida con luz artificial; te repugna el caminar porque has estado demasiado tiempo tendido en las butacas… Pero yo soy otra cosa… yo he nacido en el campo; el sol me conoce y las nubes también y las piedras y los abrojos… Para mí es un gran disgusto que tú no seas cazador.
–¿De veras…? Pues no tengas cuidado, hermosa mía, que por tu amor soy capaz, no diré de cazar patos y conejos, sino hasta tigres y leones… Aún más: soy capaz, si tú lo exiges, hasta de pescar con caña.
–¡No tanto!—exclamó la joven riendo—. Bastará con que alguna vez me acompañes. Te prometo no llevarte lejos.
–¡Qué hermosa eres, Clara! Si no fueses el emblema de la belleza serías el de la salud y de la fuerza. Dice Gustavo Núñez que si me dieses una bofetada me harías polvo… y voy creyendo que tiene razón.
–¿Pues cuándo me ha visto tu amigo Gustavo Núñez?
–Días pasados cuando íbamos de compras con Elena.
–Debe de ser muy burlón ese amigo.
–Es el hombre más gracioso que conozco.
Y acto continuo se puso a hacer el elogio caluroso de aquel su amigo Gustavo, un pintor eminente que hacía ya algunos años había obtenido primera medalla en la Exposición, un hombre de mundo, elegante, fino, culto ¡y con unas salidas! Todo el mundo las celebraba en Madrid. Sofocado por la risa nuestro joven narró algunas de ellas.
Clara escuchaba con fingida atención. En realidad estaba distraída. Aquellos chistes de café, aquella maledicencia que se revelaba en ellos no podía producir efecto en una naturaleza sencilla y recta como la suya. Así que cuando Tristán dio tregua a su panegírico desvió la conversación a otro sitio. Le preguntó por las obras del cuarto, por una joya que había encargado a Holanda, por los muebles que les estaban construyendo.
La conversación languideció al cabo. Tristán comenzó a mostrarse preocupado, a emplear un estilo más conciso, que poco a poco se convirtió en displicente. Clara lo observó, pero como ya estaba acostumbrada a estos cambios repentinos de humor, que rara vez persistían largo tiempo, no hizo en ello mucho alto. Sin embargo, se trataba de asuntos que atañían a su próximo enlace y el acento de su novio sonaba por momentos más displicente.
–¿Qué te pasa?—preguntó al fin desazonada—. Hace un momento eras más suave y más blando que una piel de liebre y ahora pinchas por todas partes como los cardos del monte.
Tristán hizo un gesto de indiferencia y permaneció silencioso.
–¿He dicho algo que pudiera molestarte?
El mismo silencio.
–O hablas o me marcho—dijo con energía haciendo ademán de levantarse.
Tristán clavó en ella sus ojos con expresión colérica.
–Me estás probando de esa forma—dijo con acritud—que mis recelos no son infundados. Desde hace algún tiempo parece que todo el mundo pone empeño en hacerme comprender que debo estar no sólo satisfecho sino muy agradecido a que se me conceda tu mano. Es decir, quieren a toda costa persuadirme de que soy un quídam que ha buscado su negocio y lo ha hallado al fin…
–¿Qué palabras son esas, Tristán, tan feas… tan indignas de ti?
–Sí, que soy por lo visto un buscavidas—insistió el joven con más violencia—y que si me caso contigo no lo hago tanto por amor como por tu dote… Hace un momento tu mismo hermano me decía que debo estar satisfecho porque tú no vienes a mí con las manos vacías… ¿Qué quiere decir eso? O no quiere decir nada o es una grosería…
–Eso no es cierto—profirió la joven con acento vibrante de indignación—, no puede ser más que un mal sueño de los muchos que tú tienes… Y si Germán hubiera pronunciado esas palabras lo habría hecho burlando y sin intención de causarte la más pequeña ofensa, porque mi hermano es el hombre más bueno y más delicado de la tierra.
–No soy un náufrago, hija mía—siguió diciendo con sonrisa amarga y como si no hubiese oído la interrupción de su prometida—, no soy un náufrago que corriendo un temporal deshecho viene a refugiarse en tu puerto para abrigarse dentro de él. Yo he navegado siempre con las velas desplegadas en un mar de aceite, iluminado por el sol radiante, empujado por la brisa y acompañado de las musas y las gracias. Estoy acostumbrado a vencer; he hallado en la vida todas las puertas abiertas y todos los corazones también. Cuando me acerqué a ti y te ofrecí el mío no reparé si estabas dorada o plateada: te vi buena, inocente, hermosa y me bastó para quererte y me sigue bastando.
–¿Tiene eso algo