–¿Quieres decir que no me estimas lo bastante para sufrir por mí ninguna molestia?
–Esa clase de molestias no.
–Entonces tu amor es más ligero que esa niebla que cae sobre las charcas y que barre un pequeño soplo de viento.
–Ligero o pesado, mi amor es como yo, y yo soy como la naturaleza me ha hecho. El gozo de unirme a ti no es bastante poderoso para cambiar mi condición…
–No necesitas hablar más… ¡Basta…! Leo en tu corazón bien claramente que buscas un pretexto para romper nuestra unión. No te esfuerces tanto, porque si no estás satisfecho y no esperas ser feliz, yo te devuelvo tu palabra.
–En tu actitud altiva advierto que estás infiltrada de la misma idea de que están llenos al parecer tus parientes y tus amigos. ¿Me devuelves mi palabra? Pues yo la recojo. Mi dignidad se subleva ante esa idea.
Tristán profirió estas palabras exasperado como si realmente acabaran de dar a su dignidad un golpe de pronóstico reservado. La joven se puso pálida y llevándose la mano al corazón se alzó del asiento para salir de la glorieta.
Tristán había sido su primero y su único amor. Cuando se conocieron ella tenía trece años y él veintiuno. La impresión que en su naturaleza infantil produjo aquel joven guapo, elegante y de cuya inteligencia toda la familia se hacía lenguas no se borró jamás. Paró él muy poco la atención en ella, embriagado por sus triunfos en la cátedra y en la sociedad; la trató con la protección amable que concede un grande hombre a un niño. Pero don Germán hizo su segundo viaje a América, transcurrió más de un año sin verla y cuando al cabo se encontraron Clara se había transformado en mujer. Nuestro joven la miró entonces con más atención y bajando de su pedestal académico la trató con menos condescendencia. Se vieron a menudo, unas veces en casa de Escudero, otras en el Sotillo, adonde éste solía ir con su familia algunos días. En cada una de estas entrevistas el sabio ateneísta perdía un poco de su majestad. Esta ruina llegó a tal punto que hay quien asegura haberle visto pegando calcografías en los cristales en compañía de aquella niña grande y, lo que es más absurdo, ella dando a la cuerda sujeta a un árbol por el otro cabo y él con las mejillas inflamadas y los cabellos pegados a la frente saltando y gritando «¡tocino! ¡tocino!» Realmente hay cosas que la imaginación no puede representarse. Preferimos creer que ésta es una de tantas calumnias a las que han estado siempre expuestos los hombres serios y científicos. De todos modos cierto es, porque hay personas que lo certifican, entre ellas mademoiselle Amelie, el aya de Clara, que un día porque le ganó dos partidas de tennis ella le llamó antipático, le dijo que no le quería y se fue muy desabrida y que él entonces desahogó su pecho en el de la citada mademoiselle y lloró a hilo como un buey. Pero aun aquí la historia llega a nosotros tan envuelta y obscurecida por la leyenda que es casi imposible discernir lo que hay en ella de verdad y de error. ¿La misma mademoiselle no pudo equivocarse? ¿Quién sabe si Tristán sacó el pañuelo para sonarse y a ella se le antojó que era para secarse las lágrimas?
Reynoso vio con buenos ojos aquellos amores. Era hombre a quien el talento y los libros inspiraban un respeto idolátrico. La familia de Tristán apetecía unión tan ventajosa por todos conceptos. Todo marchó viento en popa, aunque durante más tiempo de lo que los novios hubieran deseado. Reynoso se opuso resueltamente a que su hermana se casase antes de tener diez y ocho años. Iba a cumplirlos y su dicha a colmarse. Porque realmente amaba profundamente a aquel hombre a pesar de su humor sombrío y fantástico, o tal vez por esto mismo. La armonía de los contrarios no pudo jamás mostrarse de un modo más cabal que en aquella gentil pareja.
Clara iba a salir de la glorieta con el corazón mortalmente herido, pues en las muchas reyertas que habían tenido nunca habían llegado a palabras tan agrias, cuando entraba Elena en su busca. Al verla de aquella forma, descompuesta y pálida y observar la actitud airada de Tristán, hizo alto sorprendida.
–¿Qué es eso, habéis reñido…? ¡Qué feo, qué feo en vísperas de boda!
Pero Clara en aquel momento se abrazó a ella y estalló en sollozos. La estupefacción de su cuñada llegó a los últimos límites.
–¡Cómo! ¿Qué significa esto…? ¿Qué le ha hecho usted a mi hermana, caballero…? ¡Dígalo usted ahora mismo! ¡Ahora mismo o me pierdo y le tiro a usted del bigote!
Esta feroz decisión que expresaba muy bien la nativa incompatibilidad de sus preciosas manos con los bigotes masculinos abatió por completo el ánimo ya muy alterado de Tristán.
–Hágame usted el favor de no poner esos ojos de besugo a medio asfixiar. ¿Lo oye usted? A mí no me gustan los besugos ni crudos ni guisados… ¡Hable usted…! ¡Hable usted en seguida…!
–Acaso…—profirió el joven balbuciendo.
Elena llevó a su cuñada hasta la butaca de paja, la hizo sentarse en ella y cubrió su rostro de besos. Después vino a plantarse delante de Tristán que continuaba sentado.
–¿Acaso qué…? vamos a ver.
–Acaso haya dicho a Clara algunas palabras mortificantes…
–¿Y con qué derecho dice usted a Clara palabras mortificantes?
–Con ninguno.
–¡Ah, con ninguno! ¿Entonces conviene usted en que es un hombre atrevido, intratable, digno de que le vierta toda la cerveza de esta botella por el cuello abajo?
–Convengo.
–¿Confiesa usted, además, que es un novio fastidioso, antipático, pesado, insufrible?
–Lo confieso.
–¿Promete usted enmendarse y no decir en adelante a Clara más que palabras suaves y cariñosas?
–Lo prometo.
–Está bien. Ahora pida usted perdón de su fechoría que no conozco ni quiero conocer.
–Clarita—dijo Tristán mirando a su prometida que continuaba tapándose los ojos con la mano—, perdóname lo que te he dicho. Te juro que te adoro, que te quiero con toda mi alma…
–¿Cómo? ¿Cómo…? ¿Qué modo de pedir perdón es ese…? Hágame usted el favor de hacerlo como se debe.
Y la esposa de Reynoso señalaba enérgicamente el suelo con su índice. Las mejillas de Tristán se tiñeron de carmín.
–Bueno: ¿se pone usted colorado? Mejor, así se demuestra que le queda todavía un poco de vergüenza… Saque usted el pañuelo y póngalo debajo que se va a manchar los pantalones en la arena.
Tristán se arrodilló delante de su novia sonriente y ruborizado.
–Bésele usted la mano… Digo no… No se la des, Clara, no la merece.
El perro que estaba echado a los pies de la joven al verse molestado gruñó.
–¡Muérdele, Fidel…! ¡Muerde a ese antipático, muerde a ese soso…! ¡a ese! ¡a ese!
El animal, así azuzado, comenzó a gruñir de un modo amenazador y estaba a punto de arrojarse sobre el soso. Clara levantó la cabeza riendo al través de sus lágrimas.
–¡Quieto, Fidel!
IV
UNA VISITA Y OTRAS VISITAS
Apenas se había llevado a feliz término la reconciliación de los novios oyéronse en el parque altas y alegres voces y carcajadas.
–¿Cómo? ¿Están ahí Visita y Cirilo?—exclamó Elena con el semblante iluminado de alegría.
Y acto continuo salió corriendo de la glorieta. Clara y Tristán la siguieron. Los dos huéspedes venían acompañados de don Germán conversando y riendo. El marido, que arrastraba mucho el pie izquierdo y parecía también imposibilitado del brazo correspondiente, se apoyaba en el de su esposa. Esta era alta, rubia, corpulenta y sus ojos abiertos, inmóviles, mostraban que estaba ciega. Ninguno de los dos pasaría de treinta años.
–¡Pero qué sorpresa!—dijo Elena besando