–Yo no necesito viajar por las tierras vírgenes—decía Elena—. Teniendo al lado a mi marido que huele a todas las yerbas del campo y viéndole comer patatas asadas y forraje me creo transportada a las pampas.
–¡Allí te quisiera ver yo!—exclamaba Reynoso con su clara risa de hombre feliz—. Entonces sabrías lo que es comer.
–¿Pues qué es lo que estoy haciendo?
–Pillando una indigestión. Sois unos locos de remate. Pasáis la vida envenenándoos con la química de los cocineros.
–Para ti fuera del maíz todo es química.
–Sí; me harto de maíz, me harto de judías, pero mañana no imploro como tú los auxilios de la magnesia. Los granos de maíz se van solitos al estómago sin temor de que les den escolta las pastillas de Vichy.
Los comensales reían. Elena concluyó por impacientarse y dar puntapiés a su marido por debajo de la mesa.
Pero otra desazón más grave la aguardaba. Fue a beber el burdeos y estaba frío. La consternación se pintó en su rostro.
–¿Cómo no ha templado usted el vino, Inocencio?
–Dispense la señora, pero se lo he encargado a la Dolores y había quedado en hacerlo—respondió confuso el criado.
–A ver, llamar a la Dolores.
Se presentó la Dolores.
–¿Por qué no ha templado usted el vino como se lo ha encargado Inocencio?
–Dispense la señora, pero en aquel momento estaba poniendo las flores en la mesa y se lo encargué a Manuel que pasaba por aquí. Pensé que lo había hecho.
–Llamen a Manuel.
–No llames ya a nadie—manifestó Reynoso—. Nada sacarás en limpio.
–¡Pero es bien triste…!—exclamó su esposa en el colmo de la contrariedad.
–¡Tristísimo!—respondió él haciendo esfuerzos para no reír—. Pero es mejor resignarse, porque no conseguirás más que disgustarte y que te haga daño la comida.
Elena siguió a medias el consejo. No propuso la comparecencia de nuevos delincuentes, pero hizo repetidas veces la grave declaración de que eran todos, ¡todos! unos necios y unos antipáticos.
Pasada aquella nube sombría, volvió el regocijo a la mesa. Visita comía con apetito, pero no le imposibilitaba de charlar y reír prodigiosamente. Su marido la ayudaba lindamente en todo ello. Tristán, después de la reconciliación con su novia, había llegado hasta ponerse de buen humor; charlaba y narraba anécdotas y aun se autorizaba algunos donaires, aunque esto último siempre por cuenta de su amigo Núñez, el hombre más gracioso de España, ya se sabe.
–No charles tanto, Tristán—le decía Reynoso—, no estás acostumbrado a ello y te va a hacer daño.
–Verdad. El hablar demasiado nos perjudica. Pero también el tabaco es perjudicial. Sin embargo, afirma Núñez que el que no fuma y dice alguna vez tonterías, se priva de dos grandes placeres en la vida.
Había también sus entremeses de murmuración, aunque suave y piadosa. Así y todo, esto molestaba a Clara que, no pudiendo levantarse, se permitía algunas tímidas observaciones en favor del ausente.
–Que hable el abogado de pobres. ¡Dejadle que hable!—decía su hermano riendo.
Y ella entonces enrojecía y callaba.
–Ese señor de la Peña no es malo, porque no puede serlo—manifestaba Tristán con asombro de todos.
–¿Cómo que no puede? Todos los seres en la tierra pueden hacer el mal. Hasta una pulga te muerde si le da la gana—respondía don Germán.
–Créanme ustedes, muchos de los hombres que en el mundo pasan por buenos, si no hacen daño es porque les falta tiempo. Y eso le pasa a Peña. Está tan ocupado en su importantísima persona que no le queda un momento libre para hacer algo malo.
–¡Qué atrocidad!—exclamaron riendo algunos.
–¡Vamos, vamos, Tristán!—expresó por lo bajo Clara pellizcándole suavemente el brazo.
–Además Peña es muy gordo—proseguía él sin hacer caso de la cariñosa advertencia—y dice con razón Gustavo Núñez que los hombres gordos no son capaces de bondad ni de maldad. Sólo los delgados son realmente buenos o malos.
Reynoso principió cómicamente a palparse y a palpar a Cirilo.
–¿Tú y yo somos delgados o gordos, querido?
–¡Pero qué chistosísimo es ese amigo de usted!—exclamó Elena con una entonación irónica que hirió a Tristán.
–No hay nadie que deje de reconocerlo—respondió friamente.
–Tampoco yo lo dudo, pero es lástima que ese talento no lo emplee en la pintura, de la cual hace ya tiempo al parecer que anda divorciado.
–Núñez ha obtenido la primera medalla y su cuadro está colgado en el Museo.
–Lo sé, pero desde entonces dicen los inteligentes que no ha producido nada que valga la pena, que se limita a pintar cuadritos de budoir, donde vive mucho más tiempo que en el estudio.
–Ese es el rumor de la envidia. Hay muchos en Madrid a quienes duelen sus triunfos: los hay también a quienes escuecen los latigazos que sabe propinarles.
–¿Es envidia también el decir que ya no vive de los pinceles, sino a costa de las mujeres?
–¡Sí; lo es…! ¡Y además una calumnia!—repuso el joven próximo a enfurecerse.
–Me sorprende, Elena, que tú te hagas eco de rumores tan feos—saltó Clara con una viveza bastante rara en su naturaleza—. Pienso que ningún daño te ha hecho Núñez para que le trates de ese modo.
Elena soltó una carcajada.
–¡Anda! ¿No aguardas a que el cura te eche la bendición para defender a los amigos de tu futuro?
Don Germán intervino con palabras conciliadoras. Aunque los hombres que gozan de notoriedad viven sometidos a la crítica y por lo mismo lo que contra ellos se dice tiene escaso valor, en este caso había que tener presente que se trataba de un amigo íntimo de Tristán. ¿Por qué molestarle haciéndole oír murmuraciones y críticas de las cuales jamás se ven libres los hombres de gran valer?
Tristán se calmó, y Elena, con su natural ligereza, pasó inmediatamente a otra conversación.
–¡Pero qué lindísimo budoir el tuyo, Elena, qué coquetón, qué elegante!—le decía Visita aludiendo al del hotel que estaba terminando en Madrid.
–¿Te gusta?
–Muchísimo. ¡Qué guirnaldas talladas! ¡qué rico mosaico el del pavimento! ¡qué pinturas tan finas las del techo!
La ciega hablaba como si no lo fuera y así hacía siempre. Los comensales se miraban unos a otros sonriendo con una mezcla de alegría y de compasión. Elena, entusiasmada con el elogio, no parecía fijarse y le hacía preguntas y consultaba detalles.—«¿Qué te parece, pondré sobre la chimenea un reloj imperio o una estatua? ¿Pondré la luz en el techo o en los rincones? Pocos muebles, ¿verdad? Es ya cursi eso de amontonar trastos…»
–Supongo que encargará usted para su budoir algún cuadrito a Núñez—dijo Tristán con sonrisa maliciosa.
–¡Vamos, no sea usted rencoroso ni impertinente!—replicó Elena dándole con la servilleta suavemente en la cara.
Y la charla prosiguió viva y alegre. La bella esposa del anfitrión no se cansaba de decir y hacer travesuras, de tal modo que el regocijo no decaía un instante. Mas ¡ay! aquella nube sombría, temerosa, que había cruzado sobre la mesa no mucho antes, el viento de la fatalidad la empujó de nuevo hacia ella. El helado que sirvieron al terminar la comida era de avellana. A Elena