El chico, sin vacilar, se fue corriendo al pequeño estanque de una fuente de mármol y comenzó a echarse agua a la cara. En vez de quitarse la tierra, la esparció de tal modo por sus rosadas mejillas que daba horror. Reynoso no pudo menos de soltar la carcajada. El niño comenzó a llorar perdidamente. Entonces su hermanita se brindó con maternal solicitud a lavarle. Le llevó al estanque, le restregó la cara haciéndole pasar sucesivamente del negro al gris, luego al blanco, después al rojo subido, tan rojo que el niño chillaba como un condenado y estuvo a punto de renunciar de una vez y para siempre a aquel caramelo tan dolorosamente comprado.
Reynoso estaba enajenado. Su faz resplandecía como la de un justo, aunque distaba mucho de serlo, como acabamos de ver. Después que se hartó de besar a los chicos salió del parque en una felicísima disposición de ánimo, prueba irrecusable de que un fútil suceso basta no pocas veces para acallar los más atroces remordimientos de nuestra alma.
El bosque contiguo al parque era delicioso: una espesura casi impenetrable formada de robles, olmos y fresnos que había dado nombre a la finca. Esta era conocida con el nombre de El Sotillo y estaba situada en las inmediaciones de Escorial de Abajo: toda ella, desde la casa, en suave declive hasta la cañada, por donde corría un arroyo. Después ascendía de nuevo el terreno. Reynoso atravesó el bosque por un lindo y retorcido camino enarenado que él mismo había hecho construir. Al cabo de algún tiempo de marcha el bosque dejaba de ser espesura sombría, impenetrable, y se transformaba en monte ralo de olmos y encinas por cuyos grandes claros pastaban algunas vacas negras y bravas con sus chotillos al lado. El pastor le salió al encuentro. Llevose la mano a su sombrerote de fieltro y le informó con rostro alegre de que aquella misma madrugada una de las vacas había parido. El propietario se acercó con satisfacción también a la vaca que lamía al tierno chotillo, echado debajo de ella, dejando escapar débiles mugidos de amor y de orgullo. Después emprendió de nuevo su paseo. Según caminaba, el monte se hacía cada vez más ralo y más bajo: las robustas encinas se transformaban en chaparros. La naturaleza rocosa del terreno, oculta en el parque y en el bosque, se mostraba ya al descubierto. Las piedras asomaban por todas partes. Algunas veces veíaselas desprendidas y yacentes en enormes bloques unas sobre otras en perenne equilibrio. En la tierra que había entre ellas, ardiente y feraz, crecían innumerables especies de flores silvestres de formas caprichosas, de aroma penetrante.
Reynoso arrancó a puñados el tomillo, lo aspiró con voluptuosidad y se lo guardó en los bolsillos.
–Rico olor el de la mejorana, ¿verdad, mi señor?—dijo una voz a su espalda.
–No es mejorana, Leandro, es salsero. ¿No ves sus florecitas?
–Verdad es. Muy rico también, muy majo; pero me gusta más la mejorana.
Leandro se había acercado. Era el anciano pastor encargado de los grandes rebaños de ovejas que Reynoso poseía, el personaje más considerable de aquellos campos, grave, prudente, sentencioso. En pos de él otros tres zagalones que le ayudaban, y más tarde el pastor de las vacas que acudía como siempre al señuelo del cigarro. Porque Reynoso gustaba de pararse en compañía de sus servidores y fumar con ellos un cigarro.
–Hasta ahora no hemos disfrutado de una mañana tan templada como esta. Mirad los trigos qué verdes aún. El cierzo y la escarcha no les ha dejado crecer; pero unos cuantos días como este bastarán para hacerles ganar lo perdido. No sé por qué sospecho que este año vamos a tener una abundante trilla.
Así dijo el propietario pasando su petaca en torno. Los pastores, con sus grandes sombreros de fieltro y sus medios calzones de cuero, formaban círculo. Tomaron gravemente un cigarrillo, lo pusieron en el rincón de la boca y cada cual sacó sus avíos: yesca de trapo quemado, eslabón y pedernal. Bastaría con que uno encendiese; pero se hubiesen juzgado desairados si no se mostrase claramente que eran poseedores de todos los medios conducentes a producir el fuego. Chocaron los eslabones contra los pedernales, saltaron las chispas, ardió la yesca y más tarde los cigarros, todo en medio de un silencio solemne como el caso requería. Se dieron algunos ansiosos chupetones, y uno de los zagalones con inclinaciones más señaladas a la retórica dejó al cabo escapar esta declaración inesperada:
–Me paece a mí, me paece a mí que si el tiempo no tuerce el hocico, en cosa de ocho días levantarán los trigos un par de palmos más… Es un decir, mayormente.
El auditorio guardó silencio, dando tiempo para que estas notables palabras penetrasen lenta y profundamente en su espíritu. El tío Leandro las rebatió al fin severamente.
–Cuando se habla una cosa, Celipe, es porque se sabe. ¿Sabes tú, por un si acaso, que han de levantar los trigos dos palmos?
–Es un decir, tío Leandro.
–Bien, pero ¿se sabe o no se sabe?
Nadie chistó. La lógica inflexible del tío Leandro pesaba como una losa sobre todos los cerebros, particularmente sobre el del zagalón que tanto se había aventurado en su discurso. Pero haciendo al cabo terribles esfuerzos para levantar el enorme peso que le agobiaba, logró al fin proferir, dando a su fisonomía una impresión de increíble astucia:
–Me paece a mí, tío Leandro… Yo he visto…
–Tú no has visto na—replicó el viejo pastor con un gesto de supremo desdén.
Nuevo y profundo silencio. Aquel osado Ícaro que había querido elevarse con alas de cera, vino al suelo para no levantarse ya. La sabiduría del tío Leandro cayó sobre él y le dejó sepultado por siempre. La paz y el silencio debidos a los que han desaparecido le acompañaron piadosamente. Se dieron algunos chupetones funerarios para honrar su memoria.
Mas he aquí que al pastor de las vacas se le ocurre resucitarlo de entre los muertos.
–Tío Leandro, yo no diré mayormente dos palmos… pero que han de crecer ¡eh! ¡eh…! que han de crecer ¡eh! ¡eh!
Y se puso a reír bárbaramente, abriendo una boca de oreja a oreja sin que nadie le secundase.
El tío Leandro dio un profundo y amenazador chupetón al cigarro, y se disponía a disparar una de sus granadas formidables para reducir al silencio a aquel zángano, cuando no muy lejos de allí sonaron dos tiros.
–¿Cómo?—exclamó Reynoso levantando súbito la cabeza—. ¿Un cazador furtivo?
–¡Quiá!—replicó un zagal—. Es la señorita Clara. Bien tempranito pasó por aquí con los perros.
El rostro del amo se serenó, dilatándose con una sonrisa de complacencia.
–¡Qué chica! ¡Qué chica!
Todos los rostros se volvieron hacia el sitio en que habían sonado los disparos, expresando cordial alegría.
–¿Y para cuándo es la boda, mi amo?—se atrevió a preguntar uno.
–Allá para octubre—respondió amablemente el caballero.
El tío Leandro extendió la mano solemnemente y habló de esta manera:
–Que Dios, nuestro Señor, esparza a puñados la felicidad sobre esa buena señorita. La hemos visto nacer, la hemos visto crecer y volverse más hermosa que una azucena. Más de uno y más de dos entre nosotros la han llevado en los brazos. No levantaba una vara del suelo y ya le gustaba montar a caballo como ahora. Una tarde la bestia se le espantó y se metió ala adentro por una charca. La madre (que en gloria esté) gritaba. Sólo yo, que estaba cerca, la oí; me planto en dos saltos a la orilla, me echo al agua, y cuando ya andaba cerca de llegarme al cuello, pude alcanzar el caballo y sujetarlo. Salimos chorreando y la niña me abrazó y me besó. Podéis creerme—añadió volviéndose a sus compañeros—, más estimé yo aquel beso que si me hubieran puesto una onza de oro en la palma de la mano.
–¡Está visto, hombre!—¡Pues bueno fuera!—¡Ni que decir tiene!
Así aplauden todos las nobles palabras del viejo pastor.
–Lo único que siento—prosiguió éste—es que nuestro amo se nos vaya de esta finca donde tanto dinero tiene enterrado cuando se concluya el palacio que