Mientras continuaba el tiroteo en Via Medina, el comisionado al cargo de la comisarÃa, el doctor Carmelo Pelluso, alejándose de la ventana de su oficina en el primer piso desde la que habÃa observado con cautela al pelotón alemán dedicado al combate, iba a llamar por el interfono a sus subcomisarios para dar las órdenes oportunas cuando sonó el teléfono que habÃa sobre su mesa.
Al otro lado de la lÃnea estaba su superior directo, el doctor Soprano: El prefecto dijo al comisionado que se habÃan iniciado tiroteos en más zonas de Nápoles y le dio la noticia de que la 5ª armada y el 6º cuerpo estadounidenses, además del 10º británico, estaban atacando a los alemanes en dirección a Nápoles y Avellino y los efectivos alemanes en el campo estaban empezando a replegarse, dirigiéndose a la ciudad partenopea para consolidar sus lÃneas más al norte. Acabó dejando al arbitrio del comisionado decidir qué órdenes concretas impartir a sus hombres, pero con la condición de no obligarles a combatir contra los alemanes.
El doctor Pelusso no obedeció del todo: tras despedirse del prefecto, ordenó a sus subordinados transmitir a los respectivos inferiores la sencilla invitación, no la orden, de unirse al pueblo contra los alemanes, pero añadió con decisión:
âDecid a todos que yo personalmente estoy con los insurgentes. Sin embargo, si alguien, hipotéticamente, no quiere seguirme, no tendrá problemas. Pero deberá entregar su pistola y quedarse retenido en la comisarÃa en las celdas de custodia.
Carmelo Pelluso no fue un antifascista desde el principio: como muchÃsimos otros, entre ellos el subcomisario Vittorio DâAiazzo, portó hasta el 25 de julio el uniforme fascista, de hecho obligatorio para los funcionarios públicos. Pero ya al acabar ese mes se habÃa unido al Partido de la Acción y no habÃa cambiado de bandera después de la ocupación alemana y el muy reciente retorno de Mussolini al gobierno de la Italia no ocupada por los ejércitos aliados. Por el contrario, ahora colaboraba activamente con los dirigentes de los partidos antifascistas del Frente Ãnico Revolucionario y, sobre todo, con uno de sus mayores exponentes, nada menos que su amigo personal, el accionista22 profesor Adolfo Omodeo, que el 1 de septiembre habÃa sido nombrado por el gobierno de Badoglio rector del Ateneo Federico II de Nápoles, desde el que alentaba entre los intelectuales, junto al liberal Benedetto Croce, la rebelión contra el nazifascismo.
Los policÃas fieles a Mussolini, un comisario y una decena de agentes, cabos y suboficiales, bajo el control directo del comisionado, fueron desarmados y recluidos, respetuosamente, pero bajo escolta armada, en las celdas de seguridad. Se informó a Pelluso de que ya habÃa otros reclusos en las celdas y supo que el único que estaba en custodia era un tal, verdadero o falso, Gennaro Esposito, sospechoso del asesinato de una prostituta llamada Rosa Demaggi. En la cara del comisionado asomó un gran descontento.
En esos mismos momentos, Vittorio DâAiazzo estaba saliendo del cuartel por la entrada de vehÃculos conduciendo un vehÃculo blindado viejo y obsoleto de la comisarÃa. Se consideraba de corazón un demócrata cristiano, aunque, después de deshacerse del uniforme fascista el 25 de julio no se habÃa afiliado ni al partido católico, ni al liberal y, a diferencia del comisionado Pelluso, no habÃa llegado a contactar con hombres de la recién nacida resistencia. Por otro lado, lo mismo pasaba con la gran mayorÃa de aquellos italianos que luego combatirÃan contra el fascismo durante otro año y medio, hasta el final de la guerra.
Con Vittorio DâAiazzo, subió al blindado, aunque agotado como él por la noche insomne, el brigada Marino Bordin, hombre animoso aunque rudo, quien, aunque no tenÃa ideas polÃticas, alimentaba un profundo rencor contra los alemanes debido a su arrogancia despectiva hacia los italianos. También se montaron en el blindado dos agentes llamados Tertini y Pontiani y conducÃa el comandante Aroldo Bennato, jefe mecánico del taller de la comisarÃa, estos tres descansados después de una noche de reposo y que acababan de llegar al servicio.
El blindado, o más exactamente la furgoneta blindada como era catalogada, era un aparato de la Primera Guerra Mundial, Lancia Ansaldo IZ, dotado de tres ametralladoras pesadas de 7,92 milÃmetros Maxim. Solo este blindado y dos similares no habÃan sido confiscados en la comisarÃa por los ocupantes, al juzgarse ya no utilizables por estar obsoletos, al contrario que los autos blindados más modernos FIAT 611 1934/35 y FIAT AB 1940/43, que los soldados alemanes habÃan confiscado inmediatamente junto a sus medios acorazados. El Lancia Ansaldo IZ era un modelo lento y poco maniobrable. Pero tenÃa una notable potencia de fuego, hasta el punto de que, al entrar en servicio al final de la Primera Guerra Mundial, habÃa hecho estragos inmediatos entre los austriacos. Por otro lado, contrariamente a lo que debÃan haber pensado los alemanes, los tres autos acorazados gemelos estaban en perfecto estado gracias a las revisiones periódicas del jefe del taller y sus mecánicos y por los responsables de las armas en el caso de las ametralladoras.
Con los cinco policÃas a bordo, el blindado entró estruendoso y humeante en la Via Medina, a una setentena de metros a las espaldas de los alemanes, siempre tratando de disparar sobre los revoltosos usando los fusiles Garand, mientras que el operador de la metralleta BAR de los patriotas yacÃa desplomado boca abajo, muerto. El número de los atacantes se habÃa reducido a menos de la mitad, ya que los alemanes disponÃan de una llamada sierra de Hitler, una tremenda ametralladora MG-42 de 7,92 milÃmetros, la mejor del mundo en eficacia y ligereza, tanto que todavÃa hoy, el siglo XXI, el modelo está en dotación en la OTAN.23 Y de cada diez balas insertadas en las cintas alemanas, una era de tipo perforante, capaz de abrir brechas en los muros semiderruidos y los montones de escombros de las dos casas bombardeadas, a cuyo abrigo disparaban los patriotas. También algunos alemanes estaban muertos en el suelo, una pequeña parte de su pelotón.
Vittorio DâAiazzo ordenó al comandante parar el auto y a los agentes portar dos ametralladoras, mientras él mismo llevaba a la espalda una tercera. El trÃo se armó, apuntado a los granaderos enemigos y, a la orden del superior, disparó sin parar a pesar del riesgo de que las armas se encasquillaran. Los tres ametralladores improvisados eliminaron al pelotón adversario, cuyos hombres no tuvieron tiempo de darse la vuelta contra el blindado italiano usando la MG con sus balas perforantes, que habrÃan podido deshacer la débil protección del auto italiano y, sobre todo, no pudieron lanzar una bomba anticarro con un Panzerfaust que llevaban.
Después de la matanza de alemanes, el blindado reemprendió la marcha, lentamente, y sobrepasó, serpenteando, a los muertos y los vehÃculos enemigos. Debido al espacio insuficiente apartó por la fuerza una camioneta. A una cuarentena de metros los patriotas supervivientes, ya solo seis, ninguno de las cuales estaba herido, salieron de los escombros al descubierto andando hacia el blindado: eran cinco hombres y una mujer delgada y pequeña que no mostraba más de dieciocho años y tenÃa en su rostro una expresión de desprecio. En el blindado, a una decena de pasos del pequeño grupo, Vittorio ordenó detenerse. Bajó con tres de los suyos, dejando a bordo al comandante con la radio. Los policÃas y los partisanos se ocuparon de los italianos en el suelo, dieciséis, ninguno de los cuales daba ninguna señal de vida: seis de ellos estaban en condiciones horribles, cuatro casi partidos en dos por las balas de la MG, al quinto le faltaba el rostro, sustituido por una cavidad sangrienta, el sexto privado de la bóveda craneal, donde se podÃa ver el cerebro mientras le salÃa de la nariz materia cerebral que se habÃa posado en boca y mentón. La joven, habiendo tenido a este último a su lado durante el combate, contó a DâAiazzo que el cerebro del hombre habÃa palpitado unos momentos después de sufrir aquel golpe devastador. Impasible, concluyó asà su espeluznante relato:
âNo sé si estaba todavÃa consciente, porque estaba inmóvil, pero creo que sÃ.
â¡Yo espero que no! âle respondió el