La Furia De Los Insultados. Guido Pagliarino. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Guido Pagliarino
Издательство: Tektime S.r.l.s.
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Жанр произведения: Книги о войне
Год издания: 0
isbn: 9788873049395
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del 8 de septiembre, aunque fuera a través de subordinados, habían tomado posesión de la ciudad, renacidos de sus tumbas políticas y convertidos al recién nacido Estado Nacional Republicano (pronto República Social Italiana) constituido el 23 de ese mes por Hitler en persona, poniendo al mando al desanimado y resignado Mussolini, a quien, el día 12, paracaidistas alemanes habían liberado del refugio-albergue de Campo Imperatore en el Gran Sasso, arresto domiciliario al que le había relegado el rey.

      La tradicional dureza bélica alemana se convirtió, si es que eso era posible, en todavía más bárbara, porque había ataques aislados de ciudadanos con el apoyo de los marinos de los barcos fondeados en la Regia Marina: se trataba de una primerísima resistencia esporádica espontánea, todavía no relacionada con los partidos adversarios del nazifascismo, una rebelión iniciada en la calle de Santa Brigida, donde, en la mañana del 9, una treintena de residentes atacaron a una escuadra de la Wehrmacht, después de que uno de esos soldados, como si practicara el tiro al blanco en una feria, disparara con su fusil de ordenanza Mauser Kar 98k a un mozo indefenso de doce años en una tienda, que se encontraba fuera del local para tomar un poco el sol.

      Se había unido aquel grupo de partenopeos humillados el joven subcomisario del que ya hemos hablado de pasada, Vittorio D’Aiazzo, que andaba por las inmediaciones cuando el soldado alemán apuntó y disparó contra el joven: el joven oficial de la seguridad pública, muy indignado, disparó sin apuntar, desde una esquina, hacía el grupo alemán con su Beretta M34 de ordenanza, vaciando el cargador y matando a dos soldados. Luego desapareció por un callejón lateral, no tanto por miedo al enemigo, sino por temor a tener problemas o algo peor con sus superiores.

      Mientras huía, aquellos de la treintena de civiles indignados presentes que tenían navajas en los bolsillos, es decir, casi todos, las empuñaron y la masa, encendida por el furor de la visión de los cadáveres enemigos y la imagen d’o sbenturàto guaglio’,10 que, herido en la arteria femoral, agonizaba rápidamente, se abalanzó sobre el resto de la escuadra alemana lanzando gritos bestiales. Primero, tres de los indignados degollaron, destriparon y evisceraron al soldado que había disparado, un soldado recibió un puñetazo en la nariz por un atacante que carecía de arma blanca y recibió por parte de otro que tenía a sus espaldas una cuchillada que le dejó herido con un tajo horizontal en las nalgas. Casi todos los soldados sufrieron golpes y heridas en brazos y rostro, el peor perdió la nariz. Ningún alemán pudo disparar ni una sola vez contra la horda enardecida y rápidamente, con sus sargentos a la cabeza, la escuadra huyó abandonando su arrogancia sobre el empedrado. Los fusiles y las bombas de mano de los asesinados y los fusiles caídos por tierra de los heridos más graves fueron recogidos y ocultados en las casas. Se usarían pronto para liberar la ciudad. Los tres cadáveres se llevaron a sótanos y allí fueron desmembrados, los pedazos se desmenuzaron y se sepultaron en diversos lugares de la zona. Luego se murmuró, ¿verdadero o falso?, que, sin embargo, algún buen pedazo de nalga acabó asado en algún vientre desnutrido. Las mujeres de los impávidos rebeldes lavaron la calle, con gran cuidado, hasta el punto de que nunca había estado tan bonita.

      Al mismo tiempo, en otra zona de Nápoles, de una manera completamente independiente, un grupo de improvisados combatientes atacó a un grupo de gastadores alemanes, que trataban de ocupar la sede de la compañía telefónica, y los puso en fuga. El pelotón alemán se vengó capturando y fusilando un poco más allá a dos carabineros que estaban en servicio de patrulla. No mucho después, toda la compañía alemana de atacantes fue sorprendida delante del edificio telefónico y se dio cuenta rápidamente de la insurgencia que había allí. Así que, en contra de los propósitos de los nazis, aumentó todavía más la cólera de los napolitanos humillados y, al día siguiente, a los pies de la colina de Pizzofalcone, entre la Plaza del Plebiscito y los jardines correspondientes, hubo una verdadera batalla, iniciada por algunos marineros con sus mosquetes ’91 y bombas de mano, y auxiliados por muchos civiles armados con metralletas MP80 y granadas del modelo 24, robadas a los ocupantes el día anterior, y con improvisados cócteles Molotov. Los rebeldes impideron el paso de toda una columna de camiones y camionetas alemanes. Hubo seis muertos, entre marineros italianos que combatieron en primera fila y otros tantos soldados alemanes, además de muchos heridos por ambas partes.

      A esto le siguieron duras medidas y graves represalias alemanas, por orden del nuevo comandante de la ciudad, el coronel Walter Scholl, que, el día 12, asumió oficialmente el poder absoluto de la plaza. Una proclama suya impuso la requisa de las armas, salvo para las fuerzas de la seguridad pública, el toque de queda a las 21 horas y el estado de excepción en toda la ciudad, mientras se fusilaba no solo a los militares y civiles que habían hecho prisioneros, sino también a diversos ciudadanos detenidos al azar.

      Los alemanes se desataron del todo el día 12, saqueando, destruyendo e incendiando. Lo primero que ardió fue la universidad, después de haber fusilado antes a un indefenso marinero italiano y obligado los ciudadanos presentes, no solo a ver la ejecución, sino incluso a aplaudirla. Hasta el 25 de setiembre, aunque después de los primeros días la ciudad no se levantara abiertamente contra los ocupantes, las patrullas alemanas capturarían a cualquiera que, no siendo policía, fuera sorprendido en la calle con un informe italiano o, vestido de civil, fuera considerado como sospechoso.

      Nápoles callaba, pero bullía y se preparaba para la rebelión. En particular, los militares desarmados se habían unido uno a uno a los miembros de los partidos antinazifascistas y se habían ocultado y adiestrado en la guerrilla, muchos en los locales subterráneos del Liceo Sannazaro, primera sede de la recién nacida resistencia napolitana.

      El día 25 de setiembre, el mismo en el que Italia sufrió por parte estadounidense dos terribles bombardeos sobre Bolonia y Florencia, se publicó en Nápoles una ordenanza que establecía el reclutamiento obligatorio, para tareas penosas, de todos los ciudadanos en edad laboral. Se había encendido la mecha del motín que se levantaría pocos días después, una perfecta antítesis de las intenciones intimidatorias alemanas. Las disposiciones del decreto se pegaron en las paredes a primera hora de la mañana del domingo 26, día anterior al de los primeros destellos de insurgencia.

      Aunque la orden sustancial de reclutamiento provenía del coronel Scholl, formalmente estaba firmada por la mano italiana del alcalde Domenico Soprano, que, en agosto, nombrado por el gobierno Badoglio, había asumido el cargo del dimitido alcalde fascista Vaccari. Soprano era un hombre de orden, anticomunista y antisocialista y contrario a posibles acciones violentas por parte del pueblo, aunque no era un fascista, sino un liberal: sin duda no un demoliberal al estilo de Gobetti, sino un aristócrata a la antigua. Más por su rechazo hacia las masas populares que por sometimiento a los alemanes, firmó el decreto de reclutamiento laboral: ganar tiempo para mantener la calma era su objetivo inmediato. Pocos días antes del 26 de setiembre, después de haber abierto contactos entre la inteligencia del ejército de EEUU y los dirigentes de los partidos antifascistas napolitanos, precisamente ante la perspectiva de una deseada sublevación de Nápoles, el alcalde Soprano se acercó a representantes del recién nacido Frente Nacional de Liberación (luego Comité de Liberación Nacional), fundado hacia poco, con sede central en Roma y compuesto por el Partido de la Acción, el Partido Liberal, el Centro Democrático Cristiano, la Democracia del Trabajo, el Partido Socialista de Unidad Proletaria y el Partido Comunista. Le presionaron para que cooperara con la naciente oposición a través de las fuerzas de policía que dirigía, ofreciéndole todo el apoyo posible. Sin embargo, el alcalde, siempre enemigo del social-comunismo y temeroso de cualquier movimiento revolucionario, prefería la vía de la prudencia, limitándose a dialogar políticamente, en secreto, con los dirigentes liberales moderados Enrico De Nicola y Benedetto Croce: sin descubrirse.

      Tanto Domenico Soprano como Walter Scholl hicieron mal las cuentas. Porque dentro del plazo establecido por el bando solo se presentaron a los alemanes 150 personas hasta entonces y estas mismas, a lo largo de la tarde del domingo 27 de septiembre y en las primeras horas