El joven subcomisario justiciero de alemanes y encargado de investigar al hombre del mono tenÃa 24 años, era napolitano de nacimiento y por descendencia materna. TenÃa el pelo negro y denso, cortado el estilo militar según el reglamento de esos años. No era muy alto, un metro y setenta y cinco, pero sà bien proporcionado y fuerte. Se habÃa licenciado en derecho en la Universidad Federico II de Nápoles, con matrÃcula de honor y, aunque de mente brillante, era animoso, educado en la familia y en un colegio según los principios clásicos de la ética, sustancialmente los preceptos de los diez mandamientos judeocristianos. Pero a causa de su poca edad, en la que por el momento habÃa sufrido pocas desilusiones, Vittorio DâAiazzo no era demasiado modesto. VivÃa con su padre, Amilcare DâAiazzo, teniente coronel de los Carabineros Reales, y con su madre, la señora Luigia-Antonia, maestra elemental pero ama de casa, en un apartamento de su propiedad que no estaba situado en una zona prestigiosa como le habrÃa gustado la familia, por ejemplo en la vÃa Caracciolo o en la Riviera di Chiaia, sino en el barrio popular de Sanità , en la vÃa San Gregorio Armeno, a la que se asomaban las habitaciones al alcance del modesto sueldo, en aquella época, y los no muy grandes ahorros de un oficial superior del Arma Benemérita. En ese momento, Vittorio vivÃa solo en la casa, salvo una mujer a medio servicio, ya que la madre se habÃa ido al campo al empezar la guerra y el padre hacÃa un par de semanas que habÃa cruzado las lÃneas por la noche, aunque tenÃa sesenta y un años, quince años más que su consorte, para no seguir a las órdenes de los ocupantes alemanes y para unirse a su soberano. Hasta ese momento, habÃa prestado servicio en el 7º Grupo Provincial de Carabineros de Nápoles, como jefe de la Sección Provincial de Coordinación Investigadora. El matrimonio DâAiazzo tenÃa dos hijos varones. Mientras que estaban orgullosos de Vittorio, no podÃan decir lo mismo del otro, Emanuele, quien, desde niño, habÃa sido un vago: después de varios suspensos, solo consiguió el diploma de los estudios elementales con catorce años y, con el mÃnimo esfuerzo, habÃa abandonado al inicio del primer año los no muy duros estudios de la escuela complementaria para encontrar un trabajo, a lo cual ya se habÃa resignado el padre al inscribirlo, porque, a diferencia del gimnasio, no hacÃa falta un examen de admisión. Sedicente, se habÃa escapado de casa sin poder ser encontrado por las fuerzas públicas, dando noticias de sà solo después de años, al ser mayor de edad,11 con una única postal, dirigida a su madre, enviada desde Suiza en mayo de 1940 con unas pocas palabras de saludo. Al no haberse presentado Emanuele al reclutamiento, habÃa sido considerado prófugo y condenado en ausencia a prisión por el Tribunal Militar de Nápoles y, al iniciarse la guerra, fue considerado desertor. El teniente coronel DâAiazzo habÃa recibido un daño en su imagen por ese hijo y temÃa que, por su causa, nunca podrÃa subir de grado, a pesar de sus amplios méritos personales. Por culpa de su hermano, Vittorio tampoco habÃa podido seguir la tradición paterna y entrar en el Arma, como habÃan querido tanto él como sus padres. En aquellos tiempos, no solo los personalmente deshonestos, sino tampoco los que tenÃan ascendientes o parientes que no eran absolutamente irreprochables podÃan presentar solicitudes para la Benemérita. Amargado, pero no resignado del todo, Vittorio se habÃa licenciado y habÃa participado en la oposición para subcomisario en el cuerpo de los Guardias de Seguridad Pública, entidad que solo requerÃa la integridad personal del aspirante y no también la de sus allegados. HabÃa superado brillantemente el examen y, al acabar la posterior escuela de especialización profesional, habÃa sido el primero de su promoción, por tanto con buenas esperanzas de que le concedieran elegir como destino su Nápoles. Y se le habÃa asignado precisamente su ciudad.
Después de leer el breve informe del mariscal Branduardi, el subcomisario DâAiazzo se dirigió a las celdas, en la planta baja y observó al supuesto Gennaro Esposito. Luego descendió al húmedo archivo subterráneo y comprobó si alguien habÃa sido fichado con esos datos personales y si sus fotos, de frente y de perfil, se correspondÃan con la fisionomÃa del prisionero. Cotejó diversas fichas de personas con el mismo nombre y apellido, pero todas mostraban a personas con rasgos distintos de los del presunto asesino. Una vez de vuelta a su oficina, hizo que le trajeran al detenido.
Le interrogó con la ayuda del brigada ayudante Marino Bordin, quien, sentado en su propia mesa, tomó nota de las preguntas del superior y la respuestas del interrogado con la máquina de escribir de la oficina, una obsoleta Olivetti M1 negra modelo 1911.
Bordin era un veneciano rubio y robusto, de un metro ochente de alto. De 45 años, llevaba sirviendo en la Seguridad Pública desde hacÃa un cuarto de siglo y tenÃa mujer y dos hijos, que habÃa dejado en una granja en la campiña napolitana, entregando al agricultor que los alojaba dos tercios de su salario y resignándose a comer y dormir en el cuartel con lo que le restaba.
Durante horas, el interrogado, sin ceder, dijo y repitió, en un correcto idioma que hacÃa pensar que habÃa cursado al menos a las clases elementales, bastante duras en aquel momento, que era un cocinero desempleado, que vivÃa, como estaba escrito de su tarjeta, en el callejón de Santa Luciella y que estaba volviendo a casa cuando vio entreabierta la puerta de la casa de la difunta y oyó gemidos que procedÃan del interior: entró por mero altruismo, pidiendo permiso, vio en la entrada a la mujer en el suelo que continuaba gimiendo y, al ver un aparato telefónico sobre una pared, decidió llamar a una ambulancia, pero justo en aquel momento entró la patrulla de Seguridad Pública que le detuvo.
Insistiendo una y otra vez, poco después de las siete de la mañana el subcomisario obtuvo por fin un dato nuevo: que el hombre acudÃa a menudo a la prostituta y que habÃa ido a su casa, como cabÃa esperar, para tener un rápido encuentro sexual, irse rápidamente y llegar a su casa antes del toque de queda. Repreguntado, precisó que se habÃa citado telefónicamente desde un bar, como muchas otras veces. Cuando se le pidió que diera el número telefónico de Demaggi, dijo que ya no se acordaba y, ante el escepticismo manifestado por DâAiazzo, justificó la amnesia por su estado de turbación mental debido a la situación. No cambió el resto de la versión, repitiendo que, una vez pasada la entrada que habÃa dejado entreabierta aposta para salir tras la cita telefónica, vio a la mujer en el suelo y se apresuró a buscar ayuda con el aparato telefónico del apartamento, momento en que apareció la patrulla y le detuvo.
Como los agentes de la patrulla, tampoco el subcomisario pudo creer que el hombre fuera un cliente de la inaccesible meretriz, tras valorar sus ropas modestas y remendadas y la ausencia de dinero sus bolsillos. Considerando que posiblemente él habÃa dejado abierta la entrada, supuso que era un cómplice en el mercado negro. Asà que le acusó de haberla matado por una disputa en el momento:
â¡Confiésalo y te dejo dormir!
âNo es verdad, seguramente ha sido un accidente que se ha producido antes de que yo entrara ânegó el otro.
âSi no eras un cómplice en desacuerdo es que otro te mandó a matarla âle apremió el funcionario.
â¡Señor doctor, os12 digo de nuevo que no es verdad! âEl hombre alzó la voz, abandonando el comportamiento dócil que habÃa mantenido hasta ese momento.
Sin que se lo pidieran, el brigada Bordin soltó:
âBusòn!13 ¡Muestra respeto por el doctor o te