La Furia De Los Insultados. Guido Pagliarino. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Guido Pagliarino
Издательство: Tektime S.r.l.s.
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Жанр произведения: Книги о войне
Год издания: 0
isbn: 9788873049395
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en caso contrario sería verosímil otro motivo. Por otro lado, si el forense estableciera que se había tratado un asesinato, el investigado, aunque no confesara, sería transferido a la cárcel de Poggioreale como sospechoso, mientras al mismo tiempo el subcomisario tendría que redactar y enviar a la Fiscalía del Reino una relación que incluyera tanto las conclusiones del forense como los datos recabados por el propio D’Aiazzo durante el interrogatorio. A partir de su informe, el juez instructor decidiría si abrir un procedimiento contra el sospechoso o liberarlo por falta de pruebas.

      No faltaba mucho para las ocho de la mañana y el joven funcionario estaba a punto de acabar su turno. Sin embargo, antes de volver a casa pretendía ordenar a brigada a ir a la calle de Santa Luciella a comprobar que allí vivía realmente la madre del investigado y, en ese caso, si reconocía al hijo en la foto del permiso de conducir y confirmaba que era realmente un sargento mayor de artillería. Pero el subcomisario no pensaba esperar la vuelta del susodicho, ni ver el informe al día siguiente. Por tanto, antes de que llegase a su oficina el informe del forense habrían pasado al menos dos o tres días, durante los cuales el detenido quedaría encerrado en la celda.

      Bordin, después de encerrar al acusado en la celda, había vuelto al puesto de D’Aiazzo. Al entrar en la oficina le había dicho:

      â€”Señor comisario, para mí que este Esposito o como se llame ha sido enviado por la Camorra para matar al Demaggi por dos posibles motivos: o por razones de competencia en el mercado negro o porque esa mugrienta puta no quería pagar el soborno.

      â€”… Marino, esa mujer está muerta y no se insulta los difuntos —le había amonestado el joven superior—, y además no estoy convencido de que el investigado sea un asesino.

      â€”Perdonad que os lo diga, pero creo… Bueno creo que sois siempre demasiado bueno: nosotros le moleríamos a golpes en el estómago con sacos de arena…

      â€”… ¿Que no dejan huellas?

      â€”Lo requiere la prudencia. Y estad seguro de que ese delincuente se declararía culpable e incluso camorrista y quién sabe qué más. Pero así…

      â€”… así no me arriesgo a hacer confesar a un inocente, aparte de que si te veo moler a sacazos a alguno… ¿Me has entendido, Marino?

      â€”Eeh…

      â€”Ya conseguirá al juez instructor, si acaso, que admita su culpabilidad, siempre que el médico no diga que se ha tratado un accidente, en cuyo caso archivo la práctica y libero a ese hombre.

      â€”Ya, puede ser. Pero, hablando en general, vos, señor comisario, sois el único que no ha dado al menos una bofetada a los interrogados. El doctor Perati, que estaba antes que vos, hacía confesar a todos.

      Con el ardor de la edad, sin abandonar esa pizca de presunción que permanecía en él, se le había escapado al subcomisario instintivamente en la lengua partenopea que usaba en familia:

      â€”Tu si’ ‘nu fésso.

      â€”¿Qué? —El suboficial había enrojecido.

      El superior se había corregido en parte:

      â€”Está bien, Marino, retiro el fésso, pero deja de hablarme sin consideración solo porque tengo la mitad de tus años. Ten cuidado, porque si esto se repite, te castigo.

      Bordin había considerado sensato pedir perdón, aunque fuera a regañadientes:

      â€”Perdonad, señor comisario, solo estaba hablando, no quería criticaros.

      Aunque Vittorio D’Aiazzo, con el paso del tiempo, adquiriría plena humildad gracias a las metafóricas bofetadas de la vida, por el momento seguía queriendo decir la última palabra:

      â€”Está bien, pero a partir de ahora piensa en lo que dices antes de decir lo que piensas.

      El hombre consideró sensato mantener la posición de firmes:

      â€”Sí, señor.

      â€”Descansa y no te mortifiques —El superior suavizó el tono, en el cual había entrado por fin la compasión. Prosiguió—: Has dicho que Perati hacía confesar a todos: es verdad, ya lo sé, me lo contaron cuando llegué aquí. ¿Pero recuerdas quién le mató?

      â€”Sí, señor, la madre de un ladrón habitual…

      â€”… ladrón al que Perati había acusado de acuchillar en una mano a un panadero para robarlo y al que había hecho confesar que sí, ¿pero cómo? Tumbándolo boca arriba sobre una mesa y fustigándole con el cinturón. Y dos días después ¿te acuerdas? el interrogado murió por una hemorragia interna.

      â€”Perdonadme, ¿puedo hablar con libertad, pero con todo el respeto?

      â€”Puedes.

      â€”Creo que el doctor Perati hizo lo apropiado, porque no recibió ningún reproche de sus superiores.

      â€”Pues no sé si el asunto se olvidó por orden del federal de Nápoles,19 porque Perati era muy fascista y adulador, pero en la cabeza de la madre del muerto la cosa no estaba olvidada y además supo, un par de semanas después de la muerte del hijo, que era inocente tanto de las heridas como del hurto. Esto no lo sabías ¿verdad?

      â€”Sabía que el verdadero culpable fue reconocido en la calle del panadero y denunciado a una de nuestras patrullas, la cual lo arrestó y trajo aquí.

      â€”Ya, y la madre del muerto fue puesta al corriente por un amigo del hijo, que supo la verdad por casualidad. ¿Y sabes una cosa? No había sido tan inicuo, a fin de cuentas, que esa mujer viniera aquí pidiendo hablar con Perati, con la excusa de tener algo que revelarle y una vez delante de él sacara un pequeño cuchillo para desollar carne de su costado y le acuchillara junto al corazón, y casi lamento que la detuvieran de inmediato y que ahora esté a la espera de juicio, porque me temo que será condenada a muerte por homicidio premeditado.

      â€”Esperemos que le reconozcan el enajenamiento mental —dijo compasivamente Bordin.

      â€”Esperémoslo. Pero aparte de esto, ahora mismo te vas al depósito de vehículos con esta hoja de servicio… toma: es mi autorización para recoger un automóvil con conductor. Luego te vas a comprobar en el callejón de Santa Lucia si Esposito es una persona conocida —Le entregó también la licencia del investigado—. Haz que la madre vea la foto, si es que existe, y también los vecinos y averigua todo lo que puedas de él.

      â€”A las órdenes. Pero, al volver, señor comisario, tal vez me vaya a casa a dormir, ya que, por hoy, mis horas de servicio ya habrán terminado.

      â€”Deber y sacrificio es nuestro lema —le había contestado sonriente en un endecasílabo espontáneo el superior, gran lector de poetas clásicos.

      Ya que se sabía en la comisaría que la temperatura social estaba subiendo en la ciudad y no era del todo improbable una sublevación, antes de acercarse al garaje el brigada quiso pasar por la sala de radio para obtener noticias de la situación en el exterior. Una vez al tanto, volvió a su superior directo y le informó de que camionetas de patrulla habían comunicado que ya se habían iniciado tiroteos aislados. Terminó diciendo:

      â€”Señor doctor, ¿tengo que ir hoy o puedo esperar a mañana, cuando tal vez el clima se haya calmado?

      Antes de que se decidiera D'Aiazzo empezaron a subir de la vía Medina, a la que se asomaba y todavía se asoma la comisaría de Nápoles, el ruido de los motores diésel de vehículos que pasaban en columna delante de la entrada principal del edificio, como todos los días desde hacía